Cuando abrí los ojos, vi una espalda negra y después caí en la cuenta de que no nos movíamos.
—¿Hemos llegado? —pregunté abriendo más los ojos.
El negro cochero se movió apesadumbrado. Bajó del pescante y me pareció que el viento le hacía girar en todas direcciones. De pronto, sin el menor respeto dijo:
—Hemos llegado... Hemos llegado... Debió haber hecho caso a la gente... ¡Ya lo ve! Nos moriremos nosotros y los caballos también...
—¿No encuentra el camino? —Sentí frío en la espalda.
—De qué camino habla —respondió el cochero con voz desolada-... ahora todo el ancho mundo es un camino para nosotros. Nos hemos perdido por nada... Llevamos viajando cuatro horas, ¿y adonde?... Ya ve lo que nos ha pasado...
Cuatro horas. Comencé a hurgar en mis bolsillos, palpé mi reloj y saqué las cerillas. ¿Para qué? Fue inútil, ni una sola cerilla se encendió. Al frotarla se inflama, pero inmediatamente se apaga el fuego.
—Le he dicho que son cuatro horas —dijo con aire fúnebre el hombre—, ¿qué haremos ahora?
—¿En dónde nos encontramos?
La pregunta era tan tonta que el cochero no juzgó necesario responderla. Se volvía en distintas direcciones, pero por momentos me parecía que él se encontraba inmóvil y era yo quien daba vueltas en el trineo. Salí con dificultad y enseguida descubrí que la nieve me llegaba hasta las rodillas. El caballo de atrás estaba hundido hasta el vientre en un montón de nieve. Sus crines colgaban como el cabello de una mujer con la cabeza descubierta.
—¿Se han parado ellos solos?
—Sí. Están agotados...
De pronto me acordé de algunos relatos y, por alguna razón, sentí rabia contra Tolstoi.
«El vivía muy tranquilo en Yásnaia Poliana —pensé—, a él no le llevaban a visitar moribundos...»
Tuve lástima del bombero y de mí. Luego sentí de nuevo una llamarada de miedo salvaje, pero la apagué en mi pecho.
—Eso es cobardía... —murmuré entre dientes.
Y una energía impetuosa apareció en mí.
—Mire, buen hombre —comencé a decir, sintiendo que los dientes me castañeteaban—, no debemos desalentarnos, porque nos perderemos, nos perderemos irremediablemente. Los caballos han estado parados y han descansado un poco; debemos seguir adelante. Camine usted y lleve las riendas del caballo delantero. Yo conduciré el trineo. Tenemos que salir de aquí o nos sepultará la nieve.
Las orejeras de su gorra tenían un aspecto desesperado, pero el cochero, de todas formas, se arrastró hacia adelante. Cojeando y hundiéndose en la nieve logró llegar hasta el primer caballo. Nuestra salida de allí me pareció infinitamente larga. La figura del cochero se desvanecía, mientras la nieve seca de la tormenta me golpeaba en los ojos.
—Arre —gimió el cochero.
—¡Arre! ¡Arre! —grité yo, haciendo restallar las riendas.
Poco a poco los caballos se pusieron en movimiento y comenzaron a patalear en la nieve. El trineo se balanceaba, como si estuviera sobre una ola. El cochero a veces crecía, a veces se empequeñecía: caminaba hacia adelante.
Aproximadamente durante un cuarto de hora nos movimos de esa manera, hasta que por fin sentí que el trineo crujía de una manera más regular. La alegría brotó en mí cuando vi cómo aparecían y desaparecían los cascos traseros de los caballos.
—¡Hay poca profundidad, es el camino! —grité.
—Uhu... hu... —respondió el cochero, que vino cojeando hacia mí y recuperó su estatura normal—. Parece que sí es el camino —añadió con alegría, incluso con una especie de trino en la voz—. Mientras no nos volvamos a perder... Ojalá...
Cambiamos de lugar. Los caballos marcharon con mayor viveza. Me pareció que la tormenta, como si se hubiera reducido, comenzó a debilitarse. Pero arriba y a los lados no había nada, nada, excepto la niebla. Había perdido la esperanza de llegar precisamente al hospital. Quería llegar a algún sitio. Un camino siempre conduce a algún sitio habitado.
Los caballos de pronto tiraron con más fuerza y movieron sus patas con mayor rapidez. Me alegré, aun sin conocer la causa de su conducta.
—¿Quizá han olfateado una vivienda? —pregunté.
El cochero no me contestó. Me levanté en el trineo y comencé a observar a mi alrededor. Un sonido extraño, melancólico y amenazador surgió de algún lugar de la niebla, pero se apagó rápidamente. Por alguna razón tuve una sensación desagradable y me acordé del escribiente y de cómo emitía gemidos agudos con la cabeza entre las manos. De pronto a mi derecha distinguí un punto oscuro que fue creciendo hasta tener el tamaño de un gato negro. Creció aún más y se acercó. El bombero de pronto se volvió hacia mí y cuando lo hizo me di cuenta de que su mandíbula temblaba; preguntó:
—¿Ha visto, ciudadano doctor...?
Un caballo se dirigió a la derecha, otro a la izquierda, el bombero cayó encima de mis piernas, lanzó un grito, se enderezó y comenzó a tirar de las riendas. Los caballos resoplaron y se desbocaron. Con sus patas levantaban bolas de nieve, las arrojaban, galopaban irregularmente, temblaban.
Varias veces sentí un escalofrío que me recorría el cuerpo. Dominándome, metí la mano en mi pecho y saqué la Browning, maldiciéndome por haber dejado en casa el segundo cargador. Si no había aceptado quedarme a dormir, ¡¿por qué no había cogido una antorcha?! Imaginé la esquela en el periódico, con mi nombre y el del desdichado bombero.
El gato adquirió el tamaño de un perro y se deslizaba relativamente cerca del trineo. Me volví y vi, ya muy cerca de nosotros, una segunda alimaña de cuatro patas. Puedo jurar que tenía las orejas puntiagudas y que corría con enorme facilidad detrás del trineo. Había algo amenazador y descarado en sus esfuerzos. «¿Es una manada o son sólo dos animales?», pensé, y ante la palabra «manada» el calor me inundó debajo de la pelliza y los dedos de mis manos se desentumecieron.
—Sujétate con fuerza y controla los caballos, voy a disparar —dije con una voz ajena, desconocida para mí.
El cochero sólo dio un grito en respuesta y encogió la cabeza entre los hombros. Vi un resplandor y oí un estrépito ensordecedor. Disparé una segunda y una tercera vez. No recuerdo cuánto tiempo fui zarandeado en el fondo del trineo. Oía el salvaje y estridente resoplido de los caballos y apretaba la Browning. Mi cabeza se golpeó contra algo cuando intentaba salir del heno y, mortalmente asustado, pensaba que de un momento a otro se me echaría encima un cuerpo enorme y musculoso. Ya me imaginaba mis entrañas destrozadas...
En ese momento el cochero gritó:
—¡Por fin! ¡Por fin! Allí está..., allí... Señor, sálvanos, sálvanos...
Por fin conseguí librarme de la pesada pelliza de piel de cordero, saqué los brazos, me levanté. No había fieras negras por ningún lado. La nieve caía y en medio de aquella rala cortina centelleaba el ojo más encantador, ese que yo hubiera reconocido entre miles, y que reconocería aun ahora: centelleaba el farol de mi hospital. «Es mucho más hermoso que un palacio...», pensé, y de pronto, en éxtasis, disparé dos veces más hacia atrás, hacia el lugar donde habían desaparecido los lobos.