Tu Ak-Moinak nin [28] , KOSPÁN
Así se habían puesto las cosas. La carta, aunque escrita por un hombre estrafalario, contenía un aviso que era completamente serio. Yediguéi se aconsejó con Kazangap y decidió que tenía que ir inmediatamente al apartadero de Ak-Moinak.
Era algo fácil de decir, pero no tan fácil de hacer. Había que llegar a Ak-Moinak, cazar a Karanaren la estepa y regresar con aquel frío, cuando podía levantarse una ventisca en cualquier momento. Lo más sencillo sería vestirse con buen abrigo, tomar un mercancías y volver luego a lomos del camello. Pero quién sabía lo lejos que habría huido Karanaren la estepa con su harén. A juzgar por el tono de la carta, los vecinos de Ak-Moinak podían estar tan irritados que no le proporcionaran ningún camello y tuviera que ir por aquella tierra extraña a pie, persiguiendo entre montones de nieve a Karanar.
Por la mañana, Yediguei emprendió el camino. Ukubala le preparó provisiones para el viaje. Se llevó mucha ropa de abrigo. Sobre los pantalones y la chaqueta, acolchados y aguatados, se puso una pelliza de piel de oveja; calzó sus pies con botas y se cubrió la cabeza con la gorra de piel de zorro, de tres palas, una gorra en la que el viento no se filtraba ni por los lados ni por detrás, toda la cabeza y todo el cuello están entre pieles; unas calientes manoplas de piel de oveja le protegían las manos. Y cuando ensillaba la camella con la que se disponía a ir a Ak-Moinak, acudieron corriendo los hijos de Abutalip, los dos. Daúl le llevó una bufanda de lana tejida a mano.
—Tío Yediguéi, mamá dice que es para que no se te hiele el cuello —dijo al entregársela.
—¿El cuello? Di mejor la garganta.
En su alegría, Yediguéi empezó a estrechar a los niños contra su pecho, a besarlos, tan conmovido estaba que no encontraba otras palabras. Estaba, en su interior, entusiasmado como un niño: era la primera atención que recibía de parte de ella.
—Decidle a mamá —dijo a los niños al partir— que volveré pronto, si Dios quiere, mañana mismo estaré aquí. No me detendré ni un minuto. Y nos reuniremos todos y tomaremos el té.
Grandes eran las ganas de Burani Yediguéi de llegar cuanto antes al malhadado Ak-Moinak y volver rápidamente para ver lo más pronto posible a Zaripa, mirarla a los ojos y convencerse de que no era una alÑsión casual aquella bufandita que él había doblado cÑidadosamente y guardado en el bolsillo interior de la chaqueta. Al partir, y también después, cuando ya se había alejado un buen trecho de casa, apenas podía contenerse para no volver sobre sus pasos, y que el diablo se llevara al enloquecido Karanar, que lo matara en buena hora aquel Kospán y le enviara la piel, a fin de cuentas cuánto tiempo tendría que ser la niñera de aquel salvaje camello con el que le castigara el destino. ¡Que lo castigara! ¡Y con razón! Sí, tuvo estos ardientes impulsos. Pero se avergonzó. Comprendió que quedaría como un imbécil, que se deshonraría a los ojos de todos, y sobre todo a los de Ukubala y también de la propia Zaripa. Y se enfrió. Se convenció a sí mismo de que no tenía otro medio para saciar su impaciencia que el de llegar cuanto antes y regresar cuanto antes.
Por ello arreaba al camello. Hacía bastante frío. El viento soplaba Uniformemente, con crudeza. Con el viento, se le depositaba escarcha en la cara; especialmente, el gorro de piel de zorro se heló en forma de peluda capa. Y la misma capa blanca se depositaba en la respiración del pardo camello como una bufanda que iba del cuello hasta la misma coronilla. El invierno, por lo tanto, iba cobrando fuerza. La lejanía aparecía envuelta en brumas. En la cercanía no parecía haber niebla, pero si Uno se fijaba resultaba que en el límite de la visibilidad había una neblina. Ésta parecía irse retirando de él a medida que avanzaba. Se retiraba lo que avanzara el viajero. El Sary-Ozeki invernal era inhóspito y riguroso, petrificado en su aventada blancura.
La joven pero andarina camella no era una mala cabalgadura y medía animadamente la tierra con sus pasos. Pero para Yediguéi aquello no era cabalgar, ni aquélla era velocidad. De haber tenido a Karanar, habrían viajado de Una manera muy distinta. El otro tenía una respiración mucho más poderosa, y no se podía comparar la amplitud de los pasos. No en vano decían ya en tiempo antiguo:
¿Qué tiene un caballo mejor que este caballo? Su andadura superior es mejor.
¿Qué tiene un paladín mejor que este paladín? Su inteligencia superior es mejor.
Tenía que ir lejos y siempre en solitario. Yediguei habría languidecido mucho por el camino de no ser por la bufandita que le regaló Zaripa. Todo el viaje sintió la presencia de aquel objeto al parecer insignificante. Con lo que había vivido ya en este mundo, nUnca hubiera supuesto que una minucia como aquélla pudiera calentar de tal modo un corazón si procedía de la mujer amada. Con ello se confortó todo el camino. Metía Una mano en la faltriquera, acariciaba la bufandita y sonreía beatíficamente. Pero luego se sumió en meditaciones. ¿Qué hacer? ¿Cómo continuar su vida? Tenía por delante un verdadero callejón sin salida. ¿Qué hacer? El hombre que vive debe ver ante sí un objetivo y un camino que conduce a él. Y él no los tenía.
Y entonces una niebla de aflicción envolvió la vista de Burani Yediguéi como los silenciosos horizontes de Sary-Ozeki, cubiertos de helada neblina. Yediguéi no encontraba respuesta, se apenaba, sufría, se desmoralizaba, y se esperanzaba de nuevo con sueños irrealizables...
A veces sentía un verdadero terror en medio de aquel silencio y soledad. ¿Por qué le había tocado vivir aquella vida? ¿Por qué había ido a parar a Sary-Ozeki? ¿Por qué había aparecido en Boranly-Buránny aquella desgraciada familia empujada por el destino? De no haber sucedido nada de eso no habría conocido sufrimientos y hubiera vivido en su casa tranquila y cómodamente. Pero no, su alma era irresponsable y quería lo imposible... Y por si fuera poco, aquel rebelde Karanarque era también una carga, un castigo de Dios. También tenía mala suerte. Bueno, bromas aparte, él no tenía suerte en la vida...
Yediguéi llegó a Ak-Moinak casi al caer la tarde. La camella se cansó con el viaje. Era un camino largo y además en época invernal.
Ak-Moinak era un apartadero como Boranly-Buránny, sólo que allí tenían su propia agua, de pozo. Pero en lo demás no había diferencias notables, era igual que Sary-Ozeki.
Al acercarse a Ak-Moinak, Yediguéi preguntó a un chico que encontró en el extremo de una callejuela dónde estaba Kospán. El otro le dijo que en aquel momento Kospán estaba en el trabajo, de servicio en el apartadero. Allí se dirigió Burani Yediguéi. Se acercó a la casilla y se disponía ya a apearse cuando apareció en el porche un hombrecillo de mediana estatura, vivaracho, con una astuta sonrisa. Vestía una pelliza que parecía de segunda mano, calzaba unas maltratadas botas y se cubría con Una vieja gorra de orejeras inclinada hacia Un lado.
–¡Ah, ah, Yediguéi-agá! ¡Nuestro querido Boranly-agá! –reconoció al instante a Yediguéi deslizándose porche abajo–. O sea, que has venido. Y nosotros espera que te espera. Piensa que te piensa si vendrá o no vendrá.