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Yediguéi pensaba continuamente sobre todo esto, sentado en un banco de la plazuela de la estación, mientras esperaba a Zaripa. Habían convenido que la esperaría allí, en aquel banco, mientras ella iba a buscar los papeles al despacho del jefe de la estación.

Era ya mediodía, pero el tiempo era malo. El cielo bajo y nublado no se había aclarado. De las alturas iban cayendo de vez en cuando cristalitos de nieve, o bien gotas de humedad, que rozaban la cara. Soplaba el viento húmedo de la estepa que olía ya a nieve antigua en fase de deshielo. Yediguéi sentía frío e incomodidad. Habitualmente, gustaba de codearse con la gente, cuando había ocasión, en medio del tumulto y alboroto de la estación; él no iba a ninguna parte ni le preocupaba nada, pero allí contemplaba los trenes, veía cómo descendían los viajeros y cruzaban rápidamente por el andén dando vida a algo semejante al cine: ahora estaba –había llegado un tren–, ahora no estaba –se había marchado el tren.

Pero aquel día nada de eso le interesaba. Se admiraba de la cara firme de las personas, de que fueran tan vulgares, tan indiferentes, tan cansados, tan alejados unos de otros... Además, la música retransmitida por radio, que roncaba por toda la plaza de la estación, provocaba tristeza y abatimiento por su invariable y monótona fiuidez. ¿Qué música era aquélla? Qué lata. Y no se oía la pomposa y majestuosa voz de los locutores. ¡Machacaban sólo con música!

Habían pasado ya veinte minutos, y quizá más, desde que Zaripa desapareciera en el edificio de la estación. Yediguéi empezó a inquietarse, y aunque habían concertado que él la esperaría en aquel banco, precisamente el mismo en el que la última vez se habían sentado con Abutalip y los niños y habían comido helado, decidió ir a buscarla y ver qué pasaba.

Y entonces la vio en la puerta y se estremeció involuntariamente. Su figura destacaba entre la multitud que entraba y salía por su aislamiento de todo cuanto la rodeaba. Su cara estaba mortalmente pálida; caminaba sin mirar a parte alguna, como en sueños, sin tropezar con nada ni con nadie, como si no existiera nada a su alrededor, como en el desierto, manteniendo la cabeza erecta y afligida, como una ciega, y con los labios fuertemente apretados. Yediguéi se levantó al acercarse ella. Daba la impresión de que estaba largo rato acercándose y que aquello era como en sueños, tan horrible y extraña era su aproximación con la mirada vacía. Pasó quizá toda una eternidad, un frío abismo, una oscura distancia de insoportable espera, hasta quellegó a él llevando en la mano aquel mismo papel de sobre compacto con letras de imprenta, como había dicho Kazangap, y una vez allí, dijo despegando los labios:

–¿Lo sabías?

Él bajó lentamente la cabeza.

Zaripa se dejó caer sobre el banco, se tapó la cara con las manos apretándose la cabeza con fuerza como si se le hubiera podido caer deshecha en pedazos y se echó a llorar amargamente, encerrada en sí misma, en su dolor y en su pérdida. Lloraba recogida en un doloroso y convulso ovillo, desaparecía, se hundía y caía cada vez más profundamente en sí misma, en su inconmensurable sufrimiento, y él, sentado a su lado, habría estado dispuesto, como cuando se llevaron a Abutalip, a cambiarse por él y a aceptar sin vacilaciones cualquier tormento con tal de proteger, de librar a aquella mujer de semejante golpe. Comprendía al mismo tiempo que de ninguna manera podía consolarla ni sosegarla hasta que se agotara la primera ensordecedora ola de su desgracia.

Y así estuvieron sentados en el banco de la plaza de la estación. Zaripa lloraba, sollozaba convulsamente, y en cierto momento arrojó sin mirar el arrugado sobre con el malhadado papel. ¿Quién necesitaba ahora aquel papel si él ya no estaba entre los vivos? Pero Yediguéi recogió el sobre y se lo puso en el bolsillo. Luego sacó un pañuelo, y por la fuerza, abriéndole los dedos, obligó a la llorosa Zaripa a tomarlo y a enjugarse las lágrimas. Pero de nada sirvió.

Y la música de la radio que se derramaba por la estación era, como si lo supiera, una música fúnebre, infinitamente angustiosa. El cielo de marzo, gris y húmedo, colgaba sobre sus cabezas, el viento fastidiaba el alma con sus ráfagas. Los transeúntes miraban por el rabillo del ojo a la pareja, a Zaripa y a Yediguéi, y pensaban, naturalmente, en su interior: vaya escándalo esa gentecilla. Él la habrá ofendido, seguramente, muy en serio... Pero por lo visto no todos pensaban así.

–Llorad, buena gente... Llorad –sonó a su lado una voz compasiva–. ¡Hemos perdido a un padre querido! ¿Qué va a ser ahora de nosotros?

Yediguéi levantó la cabeza y vio pasar por su lado a una mujer con un viejo uniforme y unas muletas. Una de las piernas se la habían cortado por la misma cadera. La conocía. Había estado en el frente y trabajaba ahora en la taquilla de la estación. La taquillera tenía la cara llena de lágrimas, y caminaba llorando y diciendo: «Llorad. Llorad. ¿Qué va a ser ahora de nosotros?». Y se alejó llorando, moviendo las muletas como de costumbre, con sordo golpeteo, bajo sus hombros anormalmente levantados; después de cada par de golpes, arrastraba la suela de su único pie, que iba desgastando hasta el fin una vieja bota de soldado...

El sentido de sus palabras llegó a Yediguéi cuando vio que se congregaban muchas personas a la entrada de la estación. Con la cabeza levantada, contemplaban cómo varios hombres colocaban una escalera de mano y colgaban muy alto, por encima de la puerta, un gran retrato militar de Stalin en un marco negro de luto.

También comprendió por qué la música de la radio era tan melancólica. En otras circunstancias se habría levantado y mezclado entre la gente, enterándose de qué le había sucedido a aquel gran hombre sin el cual nadie imaginaba que pudiera girar la Tierra, pero en aquel momento tenía bastante con su dolor. No pronunció una sola palabra. Tampoco Zaripa estaba para nadie ni para nada...

Y los trenes seguían pasando como estaba dispuesto que ocurriera, sucediera lo que sucediera en el mundo. Media hora después, tenía que pasar por la vía un tren de larga distancia que llevaba el número diecisiete. Como todos los trenes de pasajeros, no se detenía en apartaderos como Boranly-Buránny. Con esta idea se puso en marcha. A nadie podía pasarle por la cabeza que esta vez el diecisiete tendría que detenerse en Boranly-Buránny. Así lo había decidido Yediguéi en su interior, y además lo había decidido firme y tranquilamente. Dijo a Zaripa:

–Tenemos que volver pronto, Zaripa. Queda media hora. Ahora tienes que pensar qué conviene, qué hacer, si comunicarles a los niños la muerte de su padre o esperar por el momento. No voy a consolarte ni a sugerirte nada, tú riges tu propio destino. Ahora eres para ellos un padre y una madre. Pero tienes que pensar en ello durante el viaje. Si decides no decírselo de momento a los niños, tendrás que dominarte. No debes derramar lágrimas ante ellos. ¿Podrás, tendrás suficientes fuerzas? También nosotros tenemos que saber cómo debemos conducirnos con ellos. ¿Lo comprendes? Ése es el problema, ya lo ves.

–Bien, lo comprendo todo –respondió Zaripa entre lágrimas–. Antes de que lleguemos habré concentrado mis pensamientos y te diré qué debemos hacer. Vuelvo en seguida, procuraré dominarme. Vuelvo en seguida...

En el tren de vuelta, las mismas cosas. La gente viajaba amontonada, en una nube de tabaco, surcando el enorme país de extremo a extremo.

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