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En resumen, despues de un par de meses de innumerables comprobaciones, interrogatorios, careos, esperas, esperanzas y desesperanzas, Abutalip Kuttybáyev volvió a su Kazajstán sin pérdida de sus derechos civiles, pero también sin aquellos privilegios de que disfrutaban los desmovilizados normales. Abutalip Kuttybáyev no se sintió ofendido. Siendo maestro antes de la guerra, volvió a su trabajo. Y allí, en una escuela de la capital del distrito, conoció a Zaripa, joven maestra de párvulos. Existen algunos casos como éste, de felicidad mutua; son raros, pero existen. No carece la vida de ellos.

Mientras, se apagaba en el mundo el eco de los primeros años de la victoria. Tras el triunfo y el entusiasmo centellearon en el aire las primeras nieves de la «guerra fría». Luego, ésta se fue afirmando. Y se apretaron los resortes de la conciencia de la posguerra en diferentes partes del mundo, en diferentes puntos sensibles...

En una de las lecciones de geografía, funcionó uno de estos resortes. Tarde o temprano, de una u otra manera, tal cosa debía suceder. Si no con él, con alguno semejante a él.

Explicando a los alumnos de octavo la parte europea del mundo, Abutalip Kuttybáyev recordó que una vez los habían sacado del campo de concentración, al sur de los Alpes bávaros, para llevarlos a una cantera y que allí consiguieron desarmar a los guardias y unirse a los guerrilleros yugoslavos; les contó también que había atravesado media Europa durante la guerra, había estado en la ribera del Adriático y del Mediterráneo, conocía muy bien aquella naturaleza, la vida de la población del lugar, y les dijo que todo aquello era imposible de describir en un manual. El maestro consideraba que enriquecía la asignatura con las observaciones vivas de un testigo.

Su relato recorría el mapa azul-verde-marrón de la Europa geográfica colgado en la pizarra de la escuela; recorría las montañas, las llanuras, los ríos, refiriéndose una y otra vez a aquellos lugares que aún soñaba entonces por las noches, a aquellos lugares en los que hubo combates día tras día, durante muchos veranos e inviernos, y es posible que el recorrido rozara el punto invisible donde derramó su sangre cuando por el flanco le alcanzó inesperadamente la ráfaga de una metralleta enemiga y él rodó lentamente por un declive enrojeciendo con sangre la hierba y las piedras, una sangre color carmesí que habría podido inundar todo el mapa escolar, e incluso por un instante tuvo la sensación, de que la sangre se derramaba por el mapa, que le daba vueltas la cabeza y se le oscurecía la vista, que todo bailoteaba ante sus ojos cuando al desplomarse se cayeron las montañas y él se echó a gritar llamando en su ayuda a un amigo polaco que se había fugado con él, el pasado verano, de la cantera bávara: «¡Kazimir! ¡Kazimir!». Pero éste no le oyó, pues aunque le pareció que gritaba con todas sus fuerzas en realidad no profirió ni un sonido, y no volvió en sí hasta el hospital de los guerrilleros después de una transfusión de sangre.

Al hablar a los alumnos de la parte europea del mundo, Abutalip Kuttybáyev se admiraba de que, después de cuanto había vivido, pudiera hablar tan impersonalmente y con tanta indiferencia, sólo de aquello que hacía referencia a la geografía escolar elemental.

Y entonces se levantó vivamente una mano en el pupitre de primera fila interrumpiendo su relato:

—¿O sea que estuvo usted prisionero, agai [12]?

Unos ojos duros le miraban con fría claridad. La cara del adolescente estaba ligeramente echada hacia atrás, estaba «firmes», y él recordó toda la vida, sin saber por qué, los dientes del muchacho: tenía invertida la posición de la dentadura, la fila inferior cubría, al cerrar la boca, la superior.

–Sí, ¿por qué?

–¿Y por qué no se pegó un tiro?

–¿Y por qué había de matarme? Ya estaba herido. –Pues porque es inadmisible entregarse prisionero. ¡Hay una orden al respecto!

–¿Qué orden?

–Una orden de la superioridad.

–¿Cómo lo sabes?

–Lo sé todo. Aquí viene gente de Alma-Atá, incluso vienen de Moscú. ¿O sea que no cumplió la orden de la superioridad?

–¿Estuvo tu padre en la guerra?

–No, trabajaba en la movilización.

–Entonces, será difícil que nos entendamos. Sólo puedo decirte que no tuve otra salida.

–De todos modos, tenía que haber cumplido la orden.

–¿Por qué eres tan quisquilloso? –se levantó otro alumno–. Nuestro maestro luchó con los guerrilleros yugoslavos. ¿Qué más quieres?

–¡De todos modos debía cumplir la orden! –afirmó categóricamente el otro.

Y entonces, toda la clase se puso a zumbar, rompiendo el silencio: «¡Debía!» «¡No debía!» «¡Podía!» «¡No podía!» «¡Bien hecho!» «¡Mal hecho!» El maestro golpeó la mesa con el puño.

–¡Dejad las conversaciones! ¡Estamos en clase de geografía! Cómo haya combatido yo y lo que me haya pasado ya lo saben quienes y donde deben saberlo. ¡Y ahora volvamos a nuestro mapa!

Y de nuevo nadie de la clase vio aquel punto invisible del mapa donde desde el flanco le alcanzaba una ráfaga de ametralladora, y el maestro, que estaba ante la pizarra con el puntero, rodaba por una pendiente manchando con su sangre el mapa azul-verde-marrón de Europa...

Al cabo de unos días le llamaron a la delegación de enseñanza del distrito. Allí, sin palabras superfluas, le propusieron que presentara la dimisión de su trabajo: un ex prisionero no tiene el derecho moral de enseñar a la nueva generación.

Abutalip Kuttybáyev y Zaripa, con su primogénito Daúl, tuvieron que trasladarse a otro distrito, lo más lejos posible de la capital de la región. Se instalaron en la escuela de una aldea. Pareció que echaban raíces, se solucionó el problema de la vivienda, y Zaripa, maestra joven y capacitada, se convirtió en la jefa de estudios. Pero entonces se desencadenaron los sucesos del año cuarenta y dos relacionados con Yugoslavia. A Abutalip Kuttybáyev le vieron ya no sólo como antiguo prisionero de guerra sino también como un personaje sospechoso que había vivido largo tiempo en aquel país. Y aunque él demostraba que sólo había estado en la guerrilla con los camaradas yugoslavos, no se tomaba en consideración. Todos lo comprendían e incluso le compadecían, pero nadie osaba tomar sobre sí ninguna responsabilidad a este respecto. De nuevo le llamó la delegación de enseñanza del distrito y otra vez se repitió la historia de la dimisión.

La familia de Abutalip Kuttybáyev se trasladó muchas veces más de un lugar a otro, y a finales del cincuenta y uno, en pleno invierno, se encontraba en Sary-Ozeki, en el apartadero de Boranly-Buránny...

El verano del cincuenta y dos fue más caluroso de lo normal. La tierra se secó y se recalentó hasta tal grado que ni los reptiles de Sary-Ozeki sabían dónde meterse; sin temer a las personas, acudían corriendo al umbral de las casas, con la garganta palpitando desesperadamente y la boca muy abierta, con tal de esconderse del sol en alguna parte. Y los milanos, buscando frescor, alcanzaban alturas tan insólitas que resultaba difícil distinguirlos a simple vista. Sólo de vez en cuando daban a conocer su presencia con vivos y solitarios chillidos; luego guardaban silencio dentro de aquella ardiente y movediza neblina.

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