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En Kumbel se efectuaba la expedición de los movilizados. Los formaron en filas, pasaron lista y los distribuyeron por los vagones. Y entonces fue cuando sucedió una extraña historia.

Cuando Kazangap iba con su columna a embarcar, uno de los empleados de la oficina de reclutamiento le alcanzó por el camino.

- ¡Asanbáyev Kazangap! ¿Quién es aquí Asanbáyev? ¡Que salga de la formación! ¡Sígame!

Kazangap hizo lo que se le decía.

- ¡Yo soy Asanbáyev!

- ¡La documentación! Correcto. Es él. Ahora, sígame. Y volvieron atrás, a la estación, donde estaba instalada la oficina de reclutamiento. Aquel hombre le dijo:

- Sabes qué, Asanbái, anda, vuélvete a casa. Que te vayas a casa. ¿Entendido?

- Entendido –respondió Kazangap, aunque no había comprendido nada.

- En este caso, vete, no estorbes el paso. Estás libre.

Kazangap se quedó en medio de la zumbante multitud de los que partían y de quienes iban a despedirlos sumido en una confusión total. Al principio incluso se alegró de que las cosas tomaran aquel cariz, pero de pronto sintió un sofoco insoportable ante una idea que fulguró en las profundidades de su conciencia. ¡Conque era eso! Y empezó a abrirse paso por entre el bloque de gente hacia la puerta del jefe de la oficina de reclutamiento.

–¿Adónde vas? ¿Dónde te metes? –le gritaron quienes querían también llegar al jefe de la oficina.

–¡Tengo un asunto urgente! ¡El tren va a partir, mi asunto es urgente! –Y se abrió paso.

En el despacho, lleno de humo de tabaco hasta formar una neblina azulada, rodeado de teléfonos, papeles y personas, un hombre medio canoso, enronquecido, levantó de la mesa su convulsa cara cuando Kazangap se acercó hasta él.

- ¿Qué quieres? ¿Cuál es el problema?

- No estoy de acuerdo.

- ¿No estás de acuerdo en qué?

- Mi padre fue rehabilitado como víctima de los excesos. ¡No era un kulak!¡Comprobad todos vuestros documentos! Fue rehabilitado como campesino medio.

- ¡Espera, espera! ¿Qué quieres?

- Si no me aceptáis por esa causa, es una injusticia.

- Oiga, no diga desatinos. Kulak,campesino medio... ¿quién se ocupa ahora de esas cosas? ¿De dónde caes tú? ¿Quién eres?

Asanbáyev, del apartadero de Boranly-Buránny. El jefe se puso a ojear las listas.

- Haberlo dicho. No me vengas con cuentos. ¡Que si el campesino medio, que si pobre, que si kulak!¡Tienes un destino! Te llamaron por equivocación. Hay una orden del propio Stalin: no tocar a los ferroviarios, que todos permanezcan en sus puestos. Anda, no molestes, vete a tu apartadero y haz tu trabajo...

La puesta de sol lo cogió por el camino, no lejos de Boranly-Buránny. Se acercaban de nuevo a la línea del ferrocarril, se oían ya los silbidos de los trenes que pasaban en uno y otro sentido, y se podía distinguir la composición de los convoyes. Desde lejos, en medio del desierto de Sary-Ozeki, parecían de juguete. A sus espaldas el sol se apagaba lentamente iluminando, y al propio tiempo sombreando, los limpios barrancos y montículos de los alrededores; a la vez que el crepúsculo crecía invisible sobre la tierra oscureciendo el aire y saturándolo con el perfume azul y frío de la tierra primaveral que aun conservaba restos de la humedad invernal.

–¡Éste es nuestro Boranly! –señaló con la mano Kazangap volviéndose hacia Yediguéi en el camello y hacia Ukubala que caminaba a su lado–. Queda muy poco, si Dios quiere pronto llegaremos y podréis descansar.

Ante ellos, en un lugar donde el ferrocarril dibujaba un zigzag apenas perceptible sobre la superficie del desierto, había unas casitas, y en la vía paralela, esperando que se abriera el semáforo se encontraba un tren de paso. Y más allá, y por los lados, se veía el campo liso y llano, el declive suave de las depresiones, un mudo e inconmensurable espacio, estepa y más estepa...

El corazón de Yediguéi se desanimó: él era un hombre de la estepa costera, estaba acostumbrado a los desiertos del Aral, pero no esperaba aquello. Del mar azul eternamente cambiante, en cuyas orillas había nacido, ¡a aquella sequedad de muerte! ¿Cómo podría vivir allí?

Ukubala, que caminaba a su lado, alargó la mano hasta tocar el pie de Yediguéi y dio algunos pasos sin retirar la mano. Él la comprendió. «No importa –decía con el gesto–, lo importante es que recuperes la salud. Viviremos y luego ya veremos...»

Así se acercaron al lugar donde debían, como resultó luego, pasar largos años, todo el resto de su vida.

Pronto se apagó el sol, y ya en tinieblas, cuando tan claras y precisas aparecían en el cielo de Sary-Ozeki multitud de estrellas, llegaron a Boranly-Buránny.

Durante algunos días vivieron en casa de Kazangap. Luego, fueron a vivir aparte. Les dieron una habitación en una barraca que había para los obreros de la vía, y con eso empezaron la vida en aquel nuevo lugar.

Pese a todas las incomodidades, y a la soledad de Sary-Ozeki, angustiosa especialmente en los primeros tiempos, hubo dos cosas que fueron muy beneficiosas para Yediguéi: el aire y la leche de camella. El aire tenía una pureza primitiva, habría sido difícil encontrar otro lugar tan virgen como aquél, y en cuanto a la leche, Kazangap se lo solucionó, les cedió el ordeño de una de sus dos camellas.

–Mi mujer y yo hemos hablado sobre todo esto –dijo–, tenemos suficiente leche para nosotros, quedaos vosotros con el ordeño de nuestra Cabezablanca.Es una camella joven, muy lechera, va para el segundo parto. Cuidadla vosotros y beneficiaos. Sólo tened cuidado de no perjudicar a la cría. Será para vosotros, así lo hemos decidido mi mujer y yo, para ti, Yediguéi, para la recría, como principio. Si la cuidas bien, se formará un rebaño a su alrededor. Si después se te ocurre partir, puedes venderla y tendrás dinero.

El hijo de Cabezablanca–de negra cabeza, diminuto, con oscuras gibas infantiles– hacía sólo una semana y media que había nacido. Y tenía unos ojazos conmovedores: enormes, abultados, húmedos, brillando con infantil ternura y curiosidad. A veces empezaba a correr de un modo muy gracioso, a saltar y a juguetear junto a su madre, y cuando lo dejaban en el cercado, la llamaba con voz plañidera, casi humana. Quién habría podido pensarlo: era el futuro Burani Karanar.El mismo incansable y poderoso camello que se convertiría con el tiempo en la celebridad de la región. Había muchas cosas en la vida de Yediguéi relacionadas con ese animal. Pero entonces, el pequeño necesitaba un cuidado constante. Yediguéi le tomó un gran afecto. Ocupaba en él todo el tiempo libre de que disponía. Antes, cuando aún estaba en el Aral, tenía cierta práctica en ese asunto, y entonces le fue muy útil. Al llegar el invierno, el pequeño Karanarhabía crecido notablemente y ante la inminencia de los fríos le confeccionaron un caliente telliz que se abrochaba bajo la barriga. Resultaba muy gracioso con aquel paramento: sólo quedaban fuera la cabeza, el cuello, las patas y las dos gibas. Así anduvo vestido todo el invierno y comienzos de primavera, pasando días enteros en la estepa a cielo abierto.

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