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Yediguéi no estuvo de acuerdo con él, aunque tampoco quiso discutir.

Se sumió en meditaciones y se sentó suspirando profundamente. «¿Y si de todos modos me fuera y me lanzara por otras tierras? —pensaba—. Pero ¿podré olvidar? ¿Y por qué tengo que olvidar? ¿Y qué hacer ahora? Es imposible no pensar, y hacerlo es penoso. ¿Y qué hará ella? ¿Dónde estará con esos inocentes niños? ¿Habrá alguien que pueda comprenderla y ayudarla si llega el caso? Tampoco es fácil para Ukubala, hace muchos días que soporta en silencio mi frialdad, mi aire sombrío... ¿Y por qué?»

Kazangap comprendió lo que pasaba por la mente de Burani Yediguéi y, para facilitar su situación, le dijo unas palabras. Carraspeó para llamar su atención, y cuando él levantó los ojos le dijo:

–Por lo demás, Yediguéi, no sé por qué habría de intentar convencerte, parece como si quisiera sacar algún provecho de ello. Tú mismo lo comprenderás todo. Y puestos en el caso, tú no eres Raimaly-agá ni yo soy Abdilján. Y sobre todo, a cien verstas a la redonda no hay aquí ningún abedul al que pueda atarte. Eres libre, obra como te parezca. Pero piénsalo bien antes de ponerte en camino.

Estas palabras de Kazangap permanecieron mucho tiempo en la memoria de Yediguéi.

CAPÍTULO XI

Raimaly-agá era un bardo muy conocido en su época. De joven se hizo famoso. Por la gracia de Dios, era un bardo que conjugaba en su persona tres principios maravillosos: era poeta, componía sus propias canciones y era un cantante fuera de serie. Raimaly-agá impresionaba a sus contemporáneos. Le bastaba pulsar las cuerdas para que tras la música fluyera la canción, que nacía en presencia de sus oyentes. Y al día siguiente, aquella canción iba ya de boca en boca, ya que después de escuchar la tonada de Raimaly, todos se la llevaban consigo por aldeas y campamentos.

Esta canción suya la cantaban los bravos mozos de entonces:

El corcel ardiente conoce el gusto del agua fresca cuando acude al río que baja veloz de la montaña. Cuando galope hacia ti, y de la silla quiera acudir a tus labios,

conoceré el gozo de la vida en la faz del mundo.

Raimaly-agá se vestía con hermosas ropas de vivos colores, Dios mismo lo dispuso así. Gustábanle especialmente las ricas gorras ribeteadas, hechas de las mejores pieles, diferentes según fuera para el invierno, el verano o la primavera. Y tenía además un inseparable corcel, el famoso Sarala, de la raza de Ajaltekin, oro tornasolado, que le habían regalado los turcmenos en un convite de gala. No menos alabanzas recibía Saralaque su amo. Los entendidos disfrutaban recreándose con su andadura, elegante y majestuosa. Por ello decían los que tenían ganas de bromear: «Toda la riqueza de Raimaly está en el sonido de la dombray en la andadura de Sarala».

Y así era. Raimaly pasó toda su vida en la silla con la dombraen las manos. No acumuló riquezas, aunque tenía una fama enorme. Vivía como el ruiseñor de mayo, siempre entre festejos y alegría, y en todas partes encontraba honores y afectos. Y el caballo, cuidados y pienso. Sin embargo, había personas poderosas y de buena posición que no le querían: «Ha vivido una vida desordenada –decían–, absurda, como el viento en el campo». Sí, hablaban también de esta manera a sus espaldas.

Pero cuando Raimaly-agá se presentaba en un buen festín, a los primeros sonidos de su dombray de sus canciones todos se callaban y contemplaban hechizados sus manos, sus ojos y su cara, incluso aquellos que no aprobaban su género de vida. Contemplaban sus manos, porque no había sentimiento en el corazón humano cuyo eco no encontraran aquellas manos en las cuerdas; miraban sus ojos, porque toda la fuerza de su pensamiento y de su alma ardía en aquellos ojos transfigurándose incesantemente; miraban su cara porque era hermoso y estaba inspirado. Cuando cantaba, su cara cambiaba como el mar en un día ventoso...

Las esposas huían de él, desesperadas, agotada la paciencia, pero muchas mujeres lloraron de noche a hurtadillas soñando con él.

Así fue rodando su vida de canción en canción, de boda en boda, de festín en festín, y la vejez se introdujo disimuladamente en él. Al principio brilló una cana en sus bigotes, luego se tornó blanca su barba. Y tampoco Saralaera ya el de antes: su cuerpo había cedido, su cola y su crin se acortaron, sólo por su andadura se podía pensar que en otro tiempo había sido un caballo de primera. Y entró Raimaly-agá en su invierno como un álamo de aguzada cima que se seca en su orgullosa soledad... Y entonces descubrió que no tenía familia ni casa, ni rebaño, ni riqueza alguna. Le dio asilo su hermano menor Abdilján, pero antes manifestó al círculo de sus parientes más próximos su descontento y sus reproches. De todos modos, mandó prepararle una casa aparte, ordenó que se le diera de comer y que se le lavara la ropa...

Raimaly-agá empezó a cantar la vejez y a pensar en la muerte. Aquellos días nacieron grandes y melancólicas canciones. Y le llegó el turno de pensar, en sus ratos de ocio, en el tema original de todos los pensadores: ¿por qué viene el hombre a este mundo?

Y ya no viajaba como antes por festines y bodas, permanecía la mayor parte del tiempo en casa, y cada vez con mayor frecuencia tocaba con la dombramelodías tristes, vivía de recuerdos, y pasaba gran parte de su tiempo con los ancianos en conversaciones sobre la fragilidad de la vida...

Y, Dios es testigo, Raimaly-agá habría culminado tranquilamente sus días de no ser por un suceso que le trastornó en el declive de la vida.

Un día, incapaz ya de contenerse, ensilló su viejo Saralay fue a una gran fiesta, a disipar su aburrimiento. Por lo que pudiera ser, tomó la dombraconsigo. La gente respetable le rogaba encarecidamente que fuera a la boda, si no a cantar, que asistiera por lo menos como invitado. Con esa intención fue finalmente Raimaly-agá, sin pensar en nada, con el propósito de regresar pronto.

Le acogieron con grandes honores, le invitaron a ocupar la mejor casa, de blanca cúpula. Y allí se sentó en un círculo de personas respetables bebiendo kumfi, sosteniendo decorosas conversaciones y expresando buenos deseos.

Y en el pueblo había gran jolgorio, sonaban canciones por todas partes, risas, voces jóvenes, juegos y diversiones. Oíase que preparaban carreras de caballos en honor de los recién casados, que los cocineros trabajaban junto a las hogueras, que alborotaban los rebaños en libertad, que retozaban despreocupadamente los perros, que el viento corría por la estepa llevando el perfume de las floridas hierbas... Pero lo que mejor y más celosamente captaba el oído de Raimaly-agá era la música y los cantos de las casas vecinas, y la risa de las doncellas, que escapaba al exterior una y otra vez obligándole a ponerse en guardia...

El alma del viejo cantor sufría y languidecía. Sin darlo a entender a sus interlocutores, Raimaly-agá vivía mentalmente en el pasado, había escapado hacia aquellos días en que era joven yhermoso, en que volaba por los caminos sobre su joven y diligente corcel Sarala, y la hierba, al doblarse bajo los cascos, lloraba y reía, y el sol, al escuchar su canción, le salía al encuentro, y el viento no cabía en su pecho, y los sonidos de su dombrahacían hervir la sangre en el corazón de los hombres, y cada una de sus palabras era cazada al vuelo, y sabía sufrir, amar, castigarse y derramar lágrimas al despedirse en el estribo... ¿Por qué y para qué había sucedido todo aquello? ¿Para luego lamentarlo y apagarse en la vejez como el fuego que se consume bajo la ceniza gris?

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