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Aquella noche recordó Yediguéi cómo Ojos de Halcónhabía vituperado con rencor el relato de la alocución de Raimaly-agá a su hermano Abdilján, que había encontrado entre los papeles de Abutalip Kuttybáyev. Abutalip, por el contrario, tenía una opinión muy alta de lo que él llamaba el poema del Goethe de la estepa, pues los alemanes tuvieron también a un grande y prudente anciano que se enamoró de una jovencita. Abutalip escribió la canción de Raimaly-agá sacándola de las palabras de Kazangap con la esperanza de que la leyeran sus hijos cuando fueran mayores. Abutalip decía que hay casos aislados, destinos de ciertos hombres, que se convierten en patrimonio de muchos, pues el valor de la lección es muy elevado y el contenido de la historia muy grande, y lo que le sucedió a un solo hombre parece extenderse a todos los que viven en esa época e incluso a los que vendrán mucho después...

Ante él, tocando inspiradamente la dombray acompañándola con su voz, se sentaba Erlepés, el jefe del apartadero que tenía ante todo que entender de raíles en un determinado tramo del ferrocarril, y parecía que no tenía por qué llevar dentro de sí una atormentadora historia de tiempos remotos, la historia del desgraciado Raimaly-agá, no tenía por qué sufrir como si se encontrara en su lugar... Así es la música y el verdadero canto, pensaba Yediguéi; cuando dicen: muere y nace de nuevo, uno estaría dispuesto a hacerlo en aquel momento... Ay, si siempre pudiera arder en el alma iluminada esa luz que permite al hombre pensar con claridad a su antojo sobre sí mismo de la mejor manera...

En aquel nuevo lugar, Yediguéi no consiguió dormirse en seguida, pese a que antes salió a respirar el frío aire, y aunque los dueños de la casa le arreglaron una cómoda y caliente yacija, con esas sábanas limpias que se guardan en todas las casas para casos semejantes. Yacía junto a la ventana y oía cómo el viento arañaba y silbaba, cómo pasaban los trenes en una y otra dirección... Esperaba el amanecer para apoderarse del amotinado Karanary ponerse cuanto antes en camino, para llegar pronto a Boranly-Buránny, donde vivían sus hijos, los de ambas casas, ya que él los amaba de igual manera, pues por ello vivía en esa tierra, para que se sintieran bien... Pensaba de qué manera podría someter a Karanar. Ése era el problema, todo lo suyo era diferente de lo de los demás, y le había tocado el camello más terco y furioso, la gente se ponía a temblar sólo al verlo y ahora estaba dispuesta incluso a disparar... Pero cómo meter en la cabeza de un animal lo que es bueno y lo que es malo... Porque si había ido hacia aquellos lugares no era porque sí, así lo había dispuesto la naturaleza, y Karanarera grande y poderoso, por lo cual no había para él barrera alguna y destrozaría a quien se interpusiera en su camino... ¿Qué hacer? ¿Cómo apretarle las clavijas a Karanar? Sería preciso encadenarlo y tenerlo todo el invierno en el vallado, no fuera que le volaran su pecadora cabeza; si no Kospán, algún otro le dispararía y no habría remedio... Al dormirse, recordó Una vez más la canción de Erlepés, cómo tocaba la dombra, y se alegró de haber podido pasar con ellos toda la velada. Gracias a aquella dombrahabían revivido, trasladados a su alma, los sufrimientos del bardo Raimaly-agá, que se enamoró para su desgracia. Y aunque no había nada en común entre los dos, Yediguéi encontró en la historia de Raimaly-agá Un lejano eco, Un cierto dolor común. Lo que experimentara Raimaly-agá cien años atrás, se transmitía como un eco hasta él, hasta Burani Yediguéi, que vivía en el desierto Sary-Ozeki. Yediguéi suspiraba profundamente, se revolvía en su yacija, se sentía triste y apenado por toda aquella vaguedad que se avecinaba, por aquella indeterminación de su espíritu. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía continuar? ¿Qué decirle a Zaripa? ¿Qué responder a Ukubala? Sí, se hallaba indeciso, vagaba, erraba de camino, y al dormirse se sintió de pronto en el mar de Aral... La cabeza le dio vueltas ante aquel insoportable azul y aquel viento... Y como entonces, como en su infancia, se precipitó hacia el mar para imaginarse gaviota viviendo libremente sobre las olas, y se sintió muy feliz con ello, exultante. Se cernía sobre los espacios marinos escuchando continuamente el zumbido y el tintineo de la dombra, el canto de Erlepés sobre el desgraciado amor de Raimaly-agá, y soñó de nuevo que soltaba al mar el mekre de oro. El mekre era flexible y pesado, y cuando lo llevaba al agua sentía claramente la viva carne del pez y los esfuerzos que hacía en su ansia por escapar hacia su elemento natural. Él caminaba por la orilla, el mar rodaba a su encuentro, él se reía con la cara al aire, y luego abrió los brazos y el mekre de oro, encendiéndose sobre el denso azul del mar como un irisado brillo, estuvo largo rato deslizándose y cayendo en el agua... Y sin embargo, de alguna parte llegaba una música... Alguien lloraba y se quejaba de su destino.

Aquella noche se paseó por la estepa un viento helado e impetuoso. El frío cobraba fuerza. La manada de camellas, de cuatro cabezas, la manada predilecta que vigilaba Burani Karanar, estaba en Un lugar aislado, en un barranco bajo un pequeño montículo. Barridas por la nieve de los lugares donde soplaba el viento, se habían agrupado para calentarse unas a otras colocando cada una la cabeza sobre el cuello de la vecina. Pero su furioso y velludo amo Karanarno las dejaba en paz. No hacía más que dar vueltas e ir de acá para allá, rugiendo de ira, celoso no se sabe de quién ni de qué, como no fuera de la Luna, que brillaba en las alturas, entre la flotante neblina. Karanarestaba muy inquieto. Esa negra fiera de dos gibas, largo cuello y lanuda y rugiente cabeza trotaba por la helada y brumosa superficie barrida por la ventisca. ¡Cuánta fuerza había en ella! Tampoco en aquel momento le habría repugnado dedicarse a su ocupación favorita, y fastidiaba e importunaba ora a una hembra ora a otra, las mordía con fuerza en los tobillos y en los muslos, arrancaba a una de las demás, y eso era ya demasiado por su parte, pues las camellas tenían ya bastante con las horas del día, en las que con gusto cedían a sus caprichos, pero de noche deseaban descansar. Por eso también bramaban indignadas como respuesta, resistiendo a su importuno asedio y sin ningunas ganas de ceder. Por la noche deseaban descansar.

Cerca del amanecer, Burani Karanarse tranquilizó un poco, se calmó. Estaba junto a las hembras y gritaba de vez en cuando medio dormido, al tiempo que lanzaba salvajes miradas a su alrededor. Y entonces las camellas se tendieron sobre la nieve, las cuatro, una junto a otra, con los cuellos extendidos y se quedaron calladas, algo adormiladas. Soñaron en los tiernos camellitos, en los que habían tenido ya, y en los que tendrían de aquel negro semental que había llegado allí quién sabe de dónde y las había conquistado en dura lucha con otros sementales. Y soñaron en el verano, en el aromático ajenjo, en el tierno contacto de los camellitos apegados a sus pezones, que les producían suave dolor, que les punzaba desde vagas profundidades, como un presentimiento de la futura leche... Burani Karanarcontinuaba de guardia, el viento silbaba sobre sus greñas...

Y la Tierra giraba siguiendo sus círculos, bañada por los vientos superiores. Giraba alrededor del Sol, y cuando al girar sobre sí misma presentó finalmente el costado necesario para que llegara la mañana a Sary-Ozeki, Burani Karanarvio de pronto que aparecían en la cercanía dos hombres cabalgando sobre una camella. Eran Yediguéi y Kospán. Éste llevaba su escopeta.

Burani Karanarse enfureció, se puso a temblar, a bramar, a hervir de ira. ¿Cómo se atrevía la gente a penetrar en su territorio? ¿Cómo podían acercarse a su rebaño? ¿Qué derecho tenían a romper su época de celo? Karanarberreó con voz penetrante y furiosa, y levantando su cabeza de largo cuello hizo chasquear sus dientes, como un dragón, abriendo sus terribles y bien dentadas fauces. Su ardiente boca exhalaba vapor, como humo, que se depositaba inmediatamente sobre sus negras guedejas en forma de una blanca capa de escarcha. Presa de excitación, el camello se puso a orinar, se levantó con las patas separadas y lanzó el chorro contra el viento, con lo que el aire olió vivamente a orines pulverizados mientras unas gotas heladas caían sobre Yediguéi.

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