—Bien —aceptó Andrei—. Pero antes, bajemos.
Descendieron de la elevación, se liberaron de los arreos, y Andrei sacó de su carrito el bidón recalentado, que se enredó primero en la correa del fusil automático, y después con el saco que contenía los restos de pan seco, pero Andrei logró sacarla. La apretó entre las rodillas y la abrió. Izya se movía a su lado, preparado, con una taza de plástico en cada mano.
—Saca la sal —dijo Andrei.
Izya dejó de moverse de inmediato.
—Olvídate de eso —dijo, quejumbroso—. ¿Para qué? Bebámosla así mismo...
—Sin la sal, no te la daré —repuso Andrei, cansado.
—Entonces, hagamos lo siguiente —dijo Izya, inspirado por una nueva idea. Había dejado las tazas sobre la piedra y buscaba en su carrito—. Primero me como la sal, y después me bebo el agua...
—Dios mío —dijo Andrei, asombrado—. Está bien, como quieras.
Sirvió dos medias tazas de agua caliente que olía a metal, y tomó el paquetito de sal que le tendía Izya.
—Saca la lengua —dijo.
Puso una pizca de sal sobre la gruesa lengua de su compañero y lo observó torcer el gesto y tragar con dificultad, mientras tendía ansioso la mano hacia la taza. Después, echó un poco de sal a su taza de agua y se dedicó a bebérsela, a sorbitos, como si fuera una medicina, sin sentir ningún placer.
—¡Qué bien! —dijo Izya, con un graznido—. Pero es poco, ¿verdad?
Andrei asintió. El agua bebida brotó enseguida por los poros convertida en sudor, y en la boca todo quedó como antes, sin el menor alivio. Levantó el bidón, estimando cuánto quedaba. Para un par de días, con toda seguridad, y después...
«Y después, si aparece algo... —se dijo con rabia—. El Experimento es el Experimento. No lo dejan a uno vivir, pero tampoco morir.» Echó una mirada a la meseta blanca, hirviente de calor, que se extendía delante de ellos, se mordió el labio seco y se dedicó a guardar el bidón en el carrito. Izya volvió a agacharse para vendarse de nuevo el zapato.
—¿Sabes una cosa? —dijo, resoplando—. Es un lugar verdaderamente extraño. No recuerdo nada por el estilo. —Miró al sol, cubriéndose con una mano—. En el cénit. Sin dudas, está en el cénit. Algo va a ocurrir... ¡Pero tira esa lata, no pierdas el tiempo con ella!
—Sin esta lata —le recordó Andrei mientras metía con cuidado el fusil automático junto al bidón, no hubiéramos podido recoger huesos detrás del Pabellón.
—¡Sí, detrás del Pabellón! —objetó Izya—. Desde ese momento llevamos andando más de cuatro semanas, y no hemos visto ni siquiera una mosca.
—Está bien, pero no la llevas tú. Vámonos.
La meseta de piedra resultó ser asombrosamente lisa. Los carritos rodaban como por una carretera asfaltada, sólo se oía el chirrido de las ruedas. Pero el calor era más terrible aún. La piedra blanca devolvía la radiación solar, y no había la menor salvación para los ojos. Las suelas quemaban como si caminaran descalzos, pero por extraño que fuera, el polvo no disminuía.
«Si no perecemos aquí —pensó Andrei—, viviremos eternamente. —Caminaba mirando a través de los párpados casi juntos, y después cerró los ojos del todo. Sintió cierto alivio—. Seguiré así —decidió—. Y abriré los ojos, digamos, cada veinte pasos. O cada treinta... Echaré un vistazo y seguiré caminando...»
Recordó el sótano de la Torre, estaba recubierto de una piedra blanca muy parecida. Pero allí estaba fresco y en penumbra, y a lo largo de las paredes se erguían muchas cajas de cartón grueso, llenas de artículos de ferretería, guardados allí quién sabe por qué razón. Había tornillos, clavos, pernos de todos los tamaños, latas con colas y pinturas, botellas con lacas de diversos colores, herramientas de mecánica y carpintería, cojinetes de bolas envueltos en papeles grasientos... No hallaron nada de comer, pero en un rincón había un pedazo de cañería que salía de la pared, y de ella caía, fluyendo y desapareciendo bajo el suelo, un delgado chorrito de agua fría e increíblemente sabrosa.
—En tu sistema todo está bien —decía Andrei, poniendo la taza bajo el chorrito por vigésima vez—. Sólo hay una cosa que no me gusta. No me gusta que clasifiquen a las personas en importantes y no importantes.
Eso no es correcto. Es una vileza. Ahí está el templo, y a su alrededor deambula sin sentido una manada de bueyes. «¡El hombre es un almilla que carga un cadáver!» No importa que sea así. De todos modos, es incorrecto. Hay que cambiar todo eso...
—¿Y acaso te he dicho que no sea necesario? —dijo Izya, con una sacudida—. Claro que sería excelente cambiar eso. Pero, ¿cómo? Hasta el momento, todos los intentos de transformar esa situación, de igualar a la humanidad, de poner a todos al mismo nivel para que todo fuera más correcto y justo, terminaron con la aniquilación del templo para que no se destacara y cortando las cabezas que sobresalían por encima del nivel general. Ya está. Y sobre el campo nivelado comenzó a brotar, muy, muy rápido, como un tumor cerebral, la hedionda pirámide de una nueva élite política, más asquerosa que la anterior... Y no sé si sabes que, por ahora, no se ha inventado otra manera de hacerlo. Por supuesto, todos esos excesos no pudieron cambiar la historia y no fueron capaces de aniquilar el templo hasta los cimientos, pero cortaron innumerables cabezas brillantes.
—Lo sé —dijo Andrei—, pero es lo mismo. Sigue siendo una canallada. Toda élite es una vileza.
—¡Pues perdóname! —objetó Izya—. Si hubieras dicho que toda élite que domine los destinos y la vida de otras personas es una vileza, yo hubiera estado de acuerdo contigo. Pero una élite en sí, una élite para sí, ¿qué daño hace? Irrita, sí, ¡hasta la ira, hasta el frenesí! Aunque ése es su cometido, irritar es una de sus funciones. Y la igualdad total es como una ciénaga absoluta, el estancamiento. Hay que darle gracias a la madre naturaleza por no permitir la existencia de la igualdad total. Entiéndeme bien, Andrei, no propongo un sistema para reconstruir el mundo. No conozco semejante sistema y no creo que exista. Se han probado demasiados sistemas diferentes y todo ha permanecido, en general, igual. Sólo propongo el objetivo de la existencia, bueno, ni siquiera propongo eso, me has enredado. Descubrí ese objetivo dentro de mí y para mí, es el objetivo de mi existencia, ¿entiendes? De la mía y de otros semejantes... Sólo hablo de eso contigo, y lo hago únicamente ahora porque me das lástima, veo que has madurado, que has quemado todo lo que hasta ayer venerabas y no sabes qué venerar ahora. Y tú no puedes vivir sin venerar algo, eso lo mamaste con la leche materna, la absoluta necesidad de venerar algo o a alguien. Te metieron en la cabeza para siempre que si no existe una idea por la que valga la pena morir, entonces no vale la pena vivir. Pero las personas como tú, cuando llegan a la comprensión final, son capaces de hacer cosas terribles. O se pegan un tiro en la cabeza, o se vuelven unos canallas sobrenaturales, convencidos, de principios, canallas desinteresados, ¿me entiendes? O, peor aún, empiezan a vengarse del mundo por ser como es en la realidad, y por no corresponder a un cierto ideal predestinado. A propósito, la idea del templo es buena, además, por el hecho de que está contraindicado morir por él. Por él hay que vivir. Vivir cada día, con todas tus fuerzas, a tope.