Una voz que le parecía familiar preguntó por Herr Paul Hochenwart.
—Ha salido.
La voz titubeó un momento; luego, súbitamente, dijo:
—Pero, ¿es usted, Herr Albinus?
—Sí. Y usted, ¿quién es?
—Schiffermiller. Acabo de telefonear a la oficina de Herr Hochenwart, pero aún no había llegado. Por eso creí que lo encontraría en su casa. ¡Qué suerte dar con usted, Herr Albinus!
—¿Qué sucede? —preguntó Albinus.
—Bueno, probablemente, nada importante, pero creí mi deber asegurarme. Verá, FräuleinPeters acaba de venir a buscar algunas cosas y..., bueno..., la dejé entrar en el piso de usted, pero no sé exactamente... Por lo tanto, creí que sería mejor...
—Está bien —dijo Albinus moviendo los labios con dificultad; parecían paralizados, como si hubiera tomado cocaína.
—¿Qué ha dicho usted, Herr Albinus?
Albinus hizo un gran esfuerzo para recobrar el habla:
—Está bien —repitió, articulando cuidadosamente.
Colgó. Le temblaba la mano.
Apresurado, dando tropezones, llegó a su alcoba y abrió el cajón de la cómoda. Luego alcanzó el recibidor y trató de encontrar su sombrero y su bastón. Tanteando el terreno con toda cautela, salió de la casa y, aferrándose al pasamanos, descendió las escaleras, mientras murmuraba para sí, febrilmente, cosas enloquecidas. Unos momentos más tarde se encontraba en la acera. Algo frío y cosquilloso resbalaba por su frente: lluvia. Asió la baranda de hierro del jardín y estuvo rogando oír el ruido de una bocina de taxi. Pronto oyó el húmedo y restallante resbalar de neumáticos. Gritó, pero el sonido desplazóse negligentemente.
—¿Quiere que le ayude a atravesar? —preguntó una agradable voz juvenil.
—Por favor, consígame un taxi —imploró Albinus.
Una vez más escuchó el ruido de neumáticos acercándose. (En el cuarto piso se abrió una ventana, pero era demasiado tarde.)
—Siga todo recto, todo recto —dijo Albinus suavemente, y, una vez el taxi se hubo puesto en movimiento, tableó sobre el cristal y dio la dirección.
«Contaré las travesías —dijo para sí Albinus—. La primera, ésta, tiene que ser Motzstrasse.» A su izquierda oyó el metálico traqueteo de un tranvía eléctrico. Albinus pasó la mano por el asiento, por los cristales, por el suelo, súbitamente desasosegado ante la idea de que podía haber alguien junto a él. Otra travesía. «Ésta tiene que ser Victoria-Luisenplatz. Dentro de un momento estaremos en Kaiser-allee.»
El taxi se detuvo. ¿Había llegado ya? Según sus cálculos, faltaban, por lo menos, cinco minutos. Pero la puerta se abrió.
—Éste es el número cincuenta y seis —dijo el taxista.
Albinus salió del coche. Schiffermiller, el portero, le dijo:
—Me alegra verle de nuevo, Herr Albinus. La señorita está arriba, en el piso de usted. Ha...
—Silencio, silencio —musitó Albinus—. Pague el taxi, hágame el favor. Mis ojos están...
Su rodilla tropezó con algo que se zarandeó. y cayó al suelo estrepitosamente. Una bicicleta de niño, sin duda. Una bicicleta apoyada en la pared...
—Lléveme dentro —dijo a Schiffermiller—.
Déme la llave de mi piso. Rápido, por favor.
—Y ahora condúzcame al ascensor. No, no, usted puede quedarse abajo. Subiré solo. Yo mismo pulsaré el botón.
El ascensor produjo un sonido quedo, casi un lamento, y Albinus sintió un ligero vértigo. El suelo pareció trepidar bajo las suelas de sus zapatillas. Había llegado.
Salió del ascensor, caminó hacia delante y puso un pie en un abismo. No, no era nada, tan sólo el primer peldaño de la escalera. Tenía que estar quieto un momento, ¡temblaba tanto!
«Es a la derecha, más a la derecha...»
Con la mano extendida, atravesó el rellano. Al dar con la cerradura, metió la llave y le dio la vuelta.
¡Ah!, allí estaba el sonido que ansiaba desde días atrás, justamente a la izquierda, en el saloncito..., un crujir de papel de seda y un breve chasquido, como el que produce el cierre de una maleta al ser accionado.
—Le necesitaré dentro de un minuto, Herr Schiffermiller —dijo Margot con voz afable—. Tendrá que ayudarme usted a llevar...
La voz se interrumpió.
«Me ha visto», se dijo Albinus sacando la pistola del bolsillo.
Desde el saloncito le llegó de nuevo un sonido de llaves girando en una cerradura y, más tarde, un pequeño gruñido de satisfacción; la valija se había cerrado, por fin. La voz continuó en tono cantarino:
—...a llevar esto abajo. O quizá sería mejor que...
Con la palabra «que», su voz pareció echar a correr, y de pronto se detuvo. Silencio.
Albinus mantenía la pistola en su mano derecha, listo para disparar, mientras que con la izquierda buscó el marco de la puerta y la cerró tras de sí con un portazo.
Todo estaba quieto. Pero sabía que Margot estaba en aquella misma habitación, y aquella habitación no tenía sino una salida, la que él estaba cubriendo. Lo imaginaba todo con perfecta claridad, casi como si disfrutara del uso de sus ojos: a la izquierda, el sofá listado; junto a la pared de la derecha, una mesita con una figura de porcelana representando una danzarina de ballet; en el rincón, al lado de la ventana, un armarito con valiosas miniaturas; en el centro, otra mesa, grande, reluciente y suave.
Albinus adelantó la mano y empezó a mover la pistola de un lado a otro, lentamente, tratando de suscitar algún ruido que le revelara la posición exacta de Margot, a quien sabía cerca de las miniaturas...; desde aquella dirección le llegó un tenue hálito de calor mezclado con aquel perfume que se llamaba «L'heure bleu»; en aquel ángulo temblaba algo como el aire por encima de la arena en un día muy cálido, junto al mar. Estrechó la curva en torno a la cual viajaba su mano, y de pronto oyó un débil ruido de tela. ¿Disparaba? No, aún no. Tenía que acercarse mucho más a ella. Tropezó con la mesa del centro y se detuvo en seco. Sabía que Margot estaba haciéndose a un lado con todo sigilo, pero su propio cuerpo, aunque casi inmóvil, producía tanto ruido que no podía oírla. Sí, ahora estaba más a la izquierda, próxima a la ventana. ¡Oh!, si perdía la cabeza y, abriéndola, gritaba..., eso sería divino; un objetivo encantador. Pero ¿y si se escapaba por el otro lado de la mesa mientras él iba avanzando? «Mejor será cerrar la puerta» pensó. No, no había llave (las puertas estaban siempre en contra suya). Asió el borde de la mesa con una mano y, caminando hacia atrás, la arrastró hacia la puerta, a fin de tenerla a su espalda. De nuevo el calor se hizo perceptible, se debilitó, disminuyó. Después de bloquear la salida, se sintió más libre y otra vez, con el extremo de la pistola, localizó un algo viviente que temblaba en la oscuridad.