—Aquel día que nos encontramos —dijo Conrad, reclinando también su cabeza sobre los brazos— tuve una experiencia más bien fascinante con aquellos dos amigos suyos del autobús. ¿Les conoce usted, no es cierto?
—Sí, ligeramente —dijo Albinus con una risa breve.
—Eso es lo que pensé, a juzgar por la alegría que expresaron al verle quedarse en tierra.
«Condenada chiquilla —pensó Albinus con ternura—. ¿Le hablo de ella? No.»
—Lo pasé magníficamente escuchando su conversación. Pero lo que sentí no fue nostalgia precisamente. Es algo extraño: cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que llega un momento en la vida de un artista en que éste deja de necesitar a su patria. Como esas criaturas, ¿sabe usted?, que primero viven en un medio acuático y luego en tierra firme.
—En mí siempre quedaría una añoranza por la frescura de agua. —Albinus hablaba con una suerte de veleidad un poco aburriente—. A propósito, encontré un fragmento bastante hermoso al comienzo del último libro de Braum, El descubrimiento de Taprobana. Un viajero chino atravesó el Gobi en dirección a la India. Un día se detuvo ante una gran imagen de Buda hecha en jade, en la ladera de una montaña, en Ceilán, y vio a un mercader que ofrecía una dádiva de su China natal, un abanico de seda blanca, y...
—Y —le interrumpió Conrad— «un súbito hastío por su largo exilio dominó al viajero». Conozco ese estilo de cosas, aunque no he leído el último aborto de ese necio insufrible, ni lo haré nunca. De todas formas, los mercaderes que yo veo aquí no son particularmente habilidosos provocando nostalgias.
Ambos enmudecieron de nuevo; ambos se sintieron muy aburridos. Después de contemplar durante unos minutos los pinos y el cielo, Conrad se levantó y dijo:
—¿Sabe usted, querido? Lo siento horrores, pero, ¿le importaría mucho que regresáramos? Debo terminar un trabajo antes del mediodía.
—Tiene usted razón. A mí me esperan en el hotel.
Desandaron el camino en silencio y luego se dieron la mano ante la casa de Conrad, con grandes muestras de cordialidad.
«Bueno, se acabó —pensó Albinus con mucho alivio—. La próxima visita que le haga será en el Valle de Josafat.»
29
De regreso al hotel, entró en un bar-tabacpara comprar cigarrillos, y mientras se abría paso con el reverso de la mano por entre la cortina tintineante de juncos y cuentas de cristal, Albinus chocó con un coronel francés, retirado del servicio activo, que durante los últimos dos o tres días había sido vecino suyo en el comedor. Albinus retrocedió sobre el estrecho peldaño.
— Pardon—dijo el coronel, un tipo muy simpático—. Bonita mañana, ¿eh?
—Muy bonita —convino Albinus.
—¿Y dónde están hoy los enamorados? —preguntó el coronel.
—¿Qué enamorados?
—Bueno, la gente que se soba en los rincones, qui se pelotent dans tous les coins, suelen recibir ese nombre, ¿no es cierto? —dijo el coronel, en cuyos ojos azul índigo, festoneados de tenues venillas rojas, relucía lo que los franceses llaman una mirada goguenard—. Lo único que me gustaría pedirles es que no lo hicieran en el jardín, justo debajo de mi ventana. Es algo que llena a un viejo de envidia.
—¿Qué está usted diciendo? —balbuceó Albinus.
—No me veo con fuerzas de repetirlo otra vez en alemán —contestó el coronel, con una carcajada francesa—. Buenos días, mi querido señor.
El coronel se alejó. Albinus entró en la tienda.
—¡Qué sandez! —exclamó, mirando fijamente a una mujer que estaba sentada en un alto taburete, tras el mostrador.
— Comment, Monsieur? —preguntó ella.
—¡Qué sandez! —repitió, mientras se detenía en la esquina, cejijunto, obstruyendo el paso.
Tuvo la confusa sensación de que todo había sido puesto al revés, de forma que era preciso leerlo en sentido inverso si se quería comprender; era una sensación carente de todo dolor o asombro; era, sencillamente, algo oscuro y detectable tan sólo a medias que, sin embargo, se acercaba a él suave, sin ruido. Y allí se quedó plantado, inmerso en una especie de estupor soñoliento, desesperado, sin siquiera tratar de evitar aquel impacto fantasmagórico, como si fuese algún fenómeno curioso que nada malo pudiera hacerle en tanto durase su estupor.
«Imposible», se dijo de pronto. Y se le ocurrió una idea extraña y retorcida; siguió su hilo con toda calma, con todo detalle, como si fuera algo que debiera estudiarse sin miedo. Se volvió en redondo, derribando casi a una niñita que llevaba un delantal negro, y rehizo el camino que acababa de seguir.
Conrad, que había estado escribiendo en el jardín, fue a su estudio de la planta baja en busca de un libro de notas que necesitaba y dedicábase a buscarlo en el pupitre, junto a la ventana, cuando vio la cara de Albinus mirándole desde fuera. «¡Qué pelmazo! —pensó de inmediato—. ¿Es que no va a dejarme en paz? Siempre aparece cuando menos se le espera.»
—Óigame, Udo —dijo Albinus con una voz extraña, como barbotada—. Olvidé preguntarle. ¿De qué hablaban en el autobús?
—¿Cómo dice? —preguntó Conrad.
—¿De qué hablaban aquellos dos en el autobús? Dijo usted que fue una experiencia fascinante.
—¿Una qué? —preguntó Conrad—. ¡Oh, sí!, ya entiendo. Bueno, fue fascinante en un cierto sentido; eso es. Yo quería ponerle a usted un ejemplo de cómo se comportan los alemanes cuando creen que nadie los entiende. ¿Es eso lo que quiere usted decir?
Albinus asintió.
—Pues bien —dijo Conrad—, fue la más vulgar, la más escandalosa y la más sucia jerga de amor que he oído en mi vida. Aquellos amigos suyos hablaban tan libremente del amor como si estuvieran solos en el Paraíso, un Paraíso bastante grosero, temo decir.
—Udo, ¿puede usted jurar lo que está diciendo?
—¿Cómo dice?
—¿Está usted completa, completamente seguro de lo que dice?
—Pues claro. Pero, veamos, ¿de qué se trata? Espere usted un segundo; salgo al jardín. No le entiendo bien a través de la ventana.
Dio con su libro de notas y salió fuera.
—Hola. ¿Dónde está usted? —exclamó.
Albinus había desaparecido. Conrad salió a la carretera. No..., se había marchado.
—Me pregunto —murmuró Conrad—, me pregunto, Dios mío, si he metido a este hombre en un lío... ¡El verso asqueroso! ¿He dicho: «mío, nara-nara-ná, lío?» ¡Asqueroso!