Pnin dio un suspiro en ruso, okh-okh-okh, y buscó una posición más cómoda. El viejo Bill Sheppard bajó a la pieza de baño del primer piso, hizo un ruido infernal y volvió fatigosamente a su dormitorio.
Luego todos se durmieron. Lástima que nadie presenciara el espectáculo en la calle vacía, donde la brisa de la aurora estriaba un gran charco luminoso y convertía los hilos telefónicos reflejados en el agua en negras líneas zigzagueantes e indescifrables.
CAPITULO QUINTO
1
Desde la terraza de una torre raras veces usada, «la torre del mirador», como se la llamaba antiguamente, situada en un cerro boscoso dé ochocientos pies de altura, llamado monte Ettrick y perteneciente a uno de los Estados más bellos de Nueva Inglaterra, el aventurero turista veraniego (Miranda o Mary, Tom o Jim, cuyos nombres escritos con lápiz en la balaustrada estaban casi borrados), podía observar un vasto mar de vegetación, compuesto principalmente de robles, abetos, chopos y pinos. Unas cinco millas al oeste, la esbelta aguja de una iglesia marcaba el sitio donde se anidaba la pequeña ciudad de Onkwedo, famosa en otro tiempo por sus manantiales. Tres millas al norte, en un claro junto al río y al pie de una colina con pastizales, se podían distinguir las veletas de una ornamentada casa (conocida por sus varios nombres: Cook's Place, Castillo de Cook, o Los Pinos, su nombre original). Por el flanco sur del monte Ettrick, un camino estatal seguía hacia el este después de atravesar Onkwedo. Numerosos senderos y rutas de ceniza y ladrillo entrecruzaban el arbolado llano triangular limitado por la tortuosa hipotenusa de una ruta rural pavimentada que serpenteaba hacia el noreste desde Onkwedo a Los Pinos, el cateto mayor de la autopista estatal mencionada, y el cateto menor de un río atravesado por un puente de acero cerca de Mount Ettrick y por un puente de madera cerca de Cook's.
Un caluroso y triste día del verano de 1954 Mary o Almira, o, si se quiere, Wolfgang von Goethe, cuyo nombre había sido esculpido en la balaustrada por algún gracioso de antaño, podrían haber divisado un automóvil que se apartó del camino antes de llegar al puente, orientándose a tientas en ese laberinto de dudosas rutas. Se movía cautelosa y volublemente, y cada vez que cambiaba de parecer, disminuía la velocidad y levantaba una nube de polvo, como un burro que da coces con las patas traseras. A un espíritu menos comprensivo que el de nuestro supuesto observador habría parecido que ese sedán de dos puertas, azul pálido, ovoide, de edad incierta y de condición mediocre, era conducido por un idiota. No obstante, su chófer era el profesor Timofey Pnin, de la Universidad de Waindell.
Pnin había comenzado, a principios de año, a tomar lecciones de manejo en la Escuela de Chóferes de Waindell. Pero la «verdadera comprensión», como él lo expresara, sólo le había venido cuando, un par de meses más tarde, había sido relegado a la cama con la espalda dolorida y sin más quehacer que estudiar, con delección profunda, el Manual del Chófer, de cuarenta páginas, editado por el Gobernador del Estado, en colaboración con otro experto, y el artículo sobre «Automóvil», en la Enciclopedia Americana, con dibujos de transmisiones, carburadores, frenos y las fotografías de un miembro del Tour Glidden, circa1905, encajado en el barro de un camino rural y rodeado por un ambiente depresivo. Entonces, y sólo entonces, le fue revelada la doble naturaleza de sus intuiciones iniciales, mientras yacía en su lecho de enfermo, moviendo los dedos de los pies y cambiando velocidades imaginarias. Durante las lecciones que le diera el áspero instructor emitiendo órdenes innecesarias con ladridos de modismos técnicos, tratando de arrancarle el manubrio en las esquinas y persistiendo en irritar a un alumno sereno e inteligente con vulgares expresiones acusadoras, le fue imposible combinar el coche que conducía en la mente con el que manejaba en el camino. Ahora se fundieron por fin. Si bien fracasó la primera vez que rindió examen para obtener licencia para manejar, fue principalmente porque discutió inoportunamente con su examinador, para demostrarle que no había nada más humillante para una criatura racional que pedirle que procurara desarrollar un vil reflejo condicionado deteniéndose ante una luz roja cuando alrededor no había alma viviente, ni con zapatos ni sobre ruedas. La segunda vez fue más circunspecto y pasó. Una alumna irresistible; matriculada en su curso de lengua rusa, Marilyn Hohn, le vendió en cien dólares su humilde y viejo coche; se iba a casar con el dueño de una máquina mucho más imponente. El viaje entre Waindell y Onkwedo, con una noche pasada en una hostería, había sido lento y difícil, pero falto de acontecimientos. Inmediatamente antes de entrar en Onkwedo, se detuvo en una gasolinera y bajó para respirar aire de campo. Un cielo blanco, inescrutable, colgaba sobre un campo de trébol, y desde un montón de jeña próximo a un cobertizo llegaba el canto quebrado y sonoro Je un gallo, verdadero dandy vocal. Una entonación casual del ave, ligeramente afónica, combinada con el viento cálido que choraba contra Pnin como si quisiera atraer su atención, le recordaron brevemente un día ya muerto, en que él, alumno de Primer Año en la Universidad de Petrogrado, había llegado a la pequeña estación de un balneario del Báltico; y los sonidos, y los olores, y la tristeza...
—Está sucio —dijo el empleado de brazos velludos mientras limpiaba el parabrisas.
Pnin sacó una carta de su billetera, desplegó el diminuto mapa rnimeografiado pegado a ella y preguntó al hombre a qué distancia estaba la iglesia donde se suponía que, torciendo a la izquierda, se llegaba a la propiedad de Cook. El parecido de ese empleado con el colega de Pnin en la Universidad de Waindell, el doctor Hagen, era impresionante. Se trataba de uno de esos parecidos que tienen tan poco sentido como una broma de mal gusto.
—Hay una manera mejor de llegar —dijo el falso Hagen—. Los camiones han estropeado ese camino y, además, a usted no le van a gustar las curvas. Siga adelante; atraviese la ciudad; cinco millas más allá de Onkwedo, apenas deje atrás el sendero de la izquierda que va monte Ettrick, y justamente antes de llegar al puente, doble a la izquierda. Es un buen camino de pedregón.
Dio una vuelta ágil alrededor del radiador y atacó el parabrisas con su estropajo desde el otro lado.
—Doble hacia el norte y siga hacia el norte en cada cruce; hay unos cuantos senderos de leñadores en esos bosques, pero siga tirando hacia el norte y llegará a lo de Cook en sólo doce minutos. No puede perderse.
Pnin llevaba ya más de una hora en ese laberinto de vías en medio del bosque y había llegado a la conclusión de que «seguir hacia el norte», y la palabra «norte» misma, no significaba nada. Tampoco pudo explicarse qué lo impulsó a él, un ser racional, s escuchar a un entrometido en vez de seguir perseverantemente las instrucciones (pedantes a fuerza de ser precisas), que su amigo Alexandr Petrovich Kukolnikov, conocido en la localidad como Al Kook, le había enviado junto con la invitación para que pasara el verano en su amplia y hospitalaria casa de campo.
Nuestro desventurado chófer estaba ya demasiado perdido para volver al camino estatal. Y como su experiencia era escasa pata maniobrar en rutas angostas y fangosas con zanjas y hasta barrancos que abrían sus fauces a cada lado, sus variadas indecisiones y tan. teos adoptaron ese aspecto grotesco que un observador, desde el mi. rador de la torre, habría contemplado con mirada compasiva. Pero no había criatura viviente en esa región impasible y desolada, salvo una hormiga que luchaba contra sus propias dificultades y que después de horas de inútil perseverancia, logró llegar a la solera de concreto (su autostrada), sintiéndose defraudada y perpleja, de un modo análogo al de ese absurdo coche de juguete que avanzaba más abajo. El viento había amainado. Bajo el cielo pálido, el mar de copas de árboles parecía no albergar vida alguna. No obstante, de pronto estalló un tiro de escopeta y una rama saltó al cielo. El alto y denso follaje del bosque comenzó a moverse con una serie de sacudidas y saltos, pasando la oscilación de un árbol a otro, hasta volver de nuevo a la calma. Pasó otro minuto y, entonces, todo sucedió al mismo tiempo: la hormiga encontró una ramita que descendía de la solera y comenzó a trepar con renovado celo; salió el sol, y Pnin, en la sima de la desesperanza, se encontró en un camino pavimentado donde, un letrero mohoso, pero aún legible, dirigía a los viajeros A Los Pinos.