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Los acontecimientos se sucedieron con mucha rapidez aquella ventosa primavera. Se declararon incendios aquí y allí. Y de pronto —contra este telón de fondo negro y anaranjado—, una visión. Corriendo con el sombrero en la mano, Dostoyevski pasa como una exhalación: ¿a dónde?

El lunes de Pentecostés (28 de mayo de 1862) sopla un fuerte viento; una conflagración se ha iniciado en la Ligovka y luego los incendiarios prenden fuego al Palacio Apraxin. Dostoyevski corre, los bomberos galopan «y al pasar se reflejan cabeza abajo en los globos polícromos de los escaparates de las farmacias» (como lo vio Nekrasov). Y más allá, espesas oleadas de humo sobre el canal Fontanka se mueven en dirección a la calle Chernyshyov, donde no tarda en elevarse una nueva columna negra... Mientras tanto, Dostoyevski ya ha llegado. Ha llegado al corazón de la negrura, a casa de Chernyshevski, a quien suplica histéricamente que ponga fin a todo esto. Aquí hay dos aspectos interesantes: la fe en los poderes satánicos de Nikolai Gavrilovich y los rumores de que los incendios provocados se llevan a cabo de acuerdo con el mismo plan elaborado por los Petrashevskian, nada menos que en 1849.

Agentes secretos, en tonos que tampoco carecían de horror místico, informaron de que durante la noche, en el momento cumbre del desastre, «se oyeron carcajadas procedentes de la ventana de Chernyshevski». La policía le había dotado de una habilidad demoníaca y olía un truco en cada uno de sus movimientos. La familia de Niolai Gavrilovich se fue a pasar el verano a Pavlovsk, a pocos kilómetros de San Petersburgo, y allí, pocos días después de los incendios, el 10 de junio para ser exactos (crepúsculo, mosquitos, música), un tal Lyubetski, mayor ayudante del regimiento de ulanos de la guardia, hombre apuesto, de nombre dulce como un beso, se fijó al salir del coche en dos mujeres que andaban dando brincos como dos locas, y tomándolas en la sencillez de su corazón por dos jóvenes Camelias (mujeres de vida fácil), «intentó agarrarlas a ambas por la cintura». Los cuatro estudiantes que las acompañaban, le rodearon y amenazaron con un justo castigo, ya que, dijeron, una de las damas era la esposa del escritor Chernyshevski y la otra, su cuñada. ¿Cuál es la intención del marido, en opinión de la policía? Intenta llevar el caso ante el tribunal de la asociación de oficiales —no por consideraciones de honor sino simplemente con el propósito clandestino de enfrentar a los militares y los universitarios. El 5 de julio tuvo que visitar el Departamento de la Policía Secreta en relación con su denuncia. Potapov, el jefe, rechazó su petición, pues, según la información de que disponía, el ulano estaba dispuesto a pedir disculpas. Chernyshevski renunció a sus reclamaciones y, cambiando de tema, preguntó: «Dígame, el otro día envié a mi familia a Saratov y estoy a punto de reunirme con ellos para descansar (ya habían clausurado El Contemporáneo); pero si debiera llevar a mi esposa a un balneario del extranjero —verá usted, padece dolores nerviosos—, ¿podría yo marcharme sin impedimentos?» «Claro que sí», contestó Potapov de buen humor; y dos días después tuvo lugar el arresto.

A todo esto le precedió el siguiente suceso: en Londres acaba de inaugurarse una «exposición universal» (el siglo XIX tuvo una insólita afición a exhibir su riqueza —legado abundante y de mal gusto que el siglo actual ha derrochado); allí se han congregado turistas y comerciantes, corresponsales y espías; un día, durante un enorme banquete, Herzen, haciendo gala de una repentina imprudencia, entregó, a la vista de todo el mundo, a un tal Vetoshnikov, que se preparaba para volver a Rusia, una carta dirigida al periodista radical Serno-Solovievich, a quien se pedía que llamase la atención de Chernyshevski hacia el anuncio aparecido en La Campana en relación con su buena disposición a publicar El Contemporáneoen el extranjero. Los ágiles pies del mensajero apenas habían tenido tiempo de pisar las arenas rusas cuando fue detenido. Chernyshevski vivía entonces cerca de la iglesia de San Vladimir (más tarde también definió sus direcciones de Astracán por su proximidad a este o aquel edificio sagrado), en una casa donde antes viviera Muravyov (más tarde ministro del gabinete), a quien había descrito con tan impotente odio en El prólogo. El 7 de julio fueron a verle dos amigos: el doctor Bokov (quien posteriormente solía enviarle consejos médicos al exilio) y Antonovich (miembro de «País y Libertad», quien, pese a su estrecha amistad con Chernyshevski, no sospechaba que éste tenía conexiones con dicha sociedad). Se encontraban en el salón, donde poco después se les unió el coronel Rakeev, oficial de policía uniformado de negro, robusto, de perfil desagradable y feroz. Se sentó con la actitud de un invitado; en realidad, había venido a arrestar a Chernyshevski. Una vez más, pautas históricas entran en aquel extraño contacto «que estremece al jugador que pueda haber en los historiadores» ( Strannolyubski): se trataba del mismo Rakeev que, como personificación de la despreciable cobardía del gobierno, había sacado a hurtadillas de la capital el ataúd de Pushkin para enviarlo a un destierro póstumo. Después de charlar unos minutos para guardar las apariencias, Rakeev informó a Chernyshevski con una sonrisa cortés (que «provocó escalofríos» en el doctor Bokov) de que le gustaría hablar con él a solas. «En tal caso, vamos a mi estudio», contestó Chernyshevski y se dirigió a él con tanta precipitación que Rakeev, si bien no del todo desconcertado —tenía demasiada experiencia para ello—, no consideró posible, en su papel de invitado, seguirle con la misma rapidez. Pero Chernyshevski volvió inmediatamente, y la nuez de la garganta se le movía de modo convulsivo mientras tragaba algo con un poco de té frío (tragó papeles, según la siniestra suposición de Antonovich), y, mirando por encima de las gafas, cedió el paso al visitante. Sus amigos, a falta de algo mejor que hacer (esperar en el salón, donde la mayoría de los muebles estaban cubiertos por fundas, se antojaba demasiado triste), salieron a dar un paseo («No puede ser... no puedo creerlo», no dejaba de repetir Bokov), y cuando volvieron a la casa, la cuarta de la cañe Bolshoi Moskovski, se alarmaron al ver ahora frente a la puerta —en una especie de espera humilde, y por ello aún más repugnante —un carruaje celular. Primero entró Bokov a despedirse de Chernyshevski, y después Antonovich. Nikolai Gavrilovich estaba sentado ante su mesa, jugando con unas tijeras, mientras el coronel se hallaba a su lado, con una pierna sobre la otra; charlaban —todavía para salvar las apariencias —sobre las ventajas de Pavlovsk en comparación con otras áreas de vacaciones. «Y además, la gente que va allí es estupenda», decía el coronel con una tos silenciosa.

—¡Cómo ¿Tú también te vas sin esperarme? —inquirió Chernyshevski, volviéndose hacia su apóstol.

—Por desgracia, tengo que... —repuso Antonovich con gran confusión.

—Muy bien, adiós, entonces —dijo Nikolai Gavrilovich en un jocoso tono de voz, y, levantando mucho la mano, la bajó con rapidez y agarró la de Antonovich: un tipo de despedida entre camaradas que después adoptaron muchos de los revolucionarios rusos.

«¡Así pues —exclama Strannolyubski al principio del mejor capítulo de su incomparable monografía—, Chernyshevski ha sido arrestado!» Aquella noche la noticia de la detención vuela por toda la ciudad. Muchos corazones rebosan de indignación. Muchos puños se cierran con fuerza... Pero hubo bastantes que sintieron un placer maligno: «Aja, ya han encerrado a ese rufián, ya nos hemos librado de ese descarado patán y sus aullidos», como dijo la novelista (algo chiflada, de todos modos, Kojanovski. En seguida, Strannolyubski hace una notable descripción del complejo trabajo que debieron realizar las autoridades a fin de inventar pruebas «que tenía que haber y no había», pues la situación era muy curiosa: no podían agarrarse a nada, en términos jurídicos, por lo que hubo que elevar un andamiaje para que la ley trepase por él e iniciara su trabajo. Laboraron con «cantidades falsas», al suponer que podrían eliminar todas las falsedades cuando el vacío abarcado por la ley estuviera lleno de algo real. El caso ideado contra Chernyshevski era un fantasma; pero era el fantasma de una culpa genuina; y después —desde fuera, artificialmente, por una ruta tortuosa— consiguieron encontrar cierta solución al problema que casi coincidía con la verdadera.

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