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Una vez, en 1855, al explayarse sobre Pushkin y deseando dar un ejemplo de «una insensata combinación de palabras», citó precipitadamente un «sonido azul» de su propia invención —con lo que censuró de modo prof ético la «hora de tañido azul» de Blok que sonaría medio siglo después. «El análisis científico demuestra lo absurdo de tales combinaciones», escribió, ignorante del hecho fisiológico del «oído coloreado». «¿Acaso no es lo mismo —preguntó (al lector de Bajmuchansk o Novomirgorod, que con alegría le dio la razón) —decir un lucio de azuladas aletas o (como en un poema de Dershavin) un lucio con aletas azules (lo segundo es mejor, claro, habríamos gritado nosotros —así destaca más, ¡de perfil!)? Porque el pensador auténtico no tiene tiempo para ocuparse de estas cuestiones, en especial si pasa más horas en la plaza pública que en su estudio.» La «idea general» es otro asunto. El amor por las generalidades (enciclopedias) y el odio desdeñoso hacia las particularidades (monografías) le indujeron a tachar a Darwin de pueril y a Wallace de inepto («...todas esas doctas especialidades, desde el estudio de las alas de las mariposas al estudio de los dialectos cafres»). Chernyshevski tenía, por el contrario, un campo de peligrosa amplitud, una especie de actitud imprudente y confiada de «cualquier cosa sirve», que proyecta una sombra sospechosa sobre su propio trabajo especializado. Sin embargo, concedía «el interés general» a su propia interpretación: partía de la premisa de que lo que más interesaba al lector era el lado «productivo» de las cosas. En su crítica de una revista (en 1855) alaba artículos como «El estado termométrico de la tierra» y «Yacimientos de carbón en Rusia», y rechaza de manera tajante como en exceso especializado el único artículo que uno desearía leer: «Distribución geográfica del camello.»

A este respecto, es indicativo en extremo el intento de Chernyshevski de probar ( El Contemporáneo, 1856) que el metro ternario (anapesto, dáctilo) es más natural en ruso que el binario (yambo, troqueo). El primero (excepto cuando se usa para el noble, «sagrado» —y, por tanto, odioso— hexámetro dactílico) le parece más natural a Chernyshevski, «más sano», del mismo modo que para un mal jinete galopar es «más sencillo» que trotar. Sin embargo, la cuestión residía menos en esto que en la «regla general» a la que sometía a todos y a todo. Confundido por la emancipación rítmica del amplio verso de Nekrasov y los elementales anapestos de Koltsov («¿Por qué dormido, mushichyók?»), Chernyshevski olfateaba algo democrático en el metro ternario, algo que cautivaba al corazón, algo «libre» pero también didáctico, en contraste con el aire aristocrático del yambo; creía que los poetas que deseaban convencer, debían emplear el anapesto. Sin embargo, esto no era todo: en el verso ternario de Nekrasov ocurre con especial frecuencia que palabras de una o dos sílabas se encuentran en las partes no acentuadas de los pies y pierden su individualidad enfática, mientras que, por otro lado, se intensifica el ritmo colectivo: se sacrifica a las partes a favor del conjunto (como, por ejemplo, en el verso anapéstico «Volga, Volga, en primavera anegado», donde el primer «Volga» ocupa las dos depresiones del primer pie: Volga Vól). Nada de cuanto acabo de decir lo examina el propio Chernyshevski, pero es curioso que en sus versos, escritos durante sus noches siberianas en aquel terrible ternario cuya misma vulgaridad tiene un sabor de locura, Chernyshevski parodia sin darse cuenta el método de Nekrasov y lo lleva hasta el absurdo al introducir en las depresiones palabras de dos sílabas que normalmente no están acentuadas en la primera (como Volga) sino en la segunda, y haciéndolo tres veces en un solo verso —sin duda una supermarca: «Colinas remotas, remotas palmas, atónita muchacha del norte» (versos a su esposa, 1875). Repitamos: toda esta tendencia hacia un verso creado a imagen y semejanza de determinados dioses socioeconómicos era inconsciente por parte de Chernyshevski, pero sólo si se presta claridad a esta tendencia se puede entender el verdadero fondo de su extraña teoría. No comprendía en absoluto la esencia real, de violín, del anapesto; como tampoco comprendía el yambo, la más flexible de todas las medidas cuando se trata de transformar los acentos en movimientos escurridizos, en esas rítmicas desviaciones del metro que, debido a sus recuerdos del seminario, a Chernyshevski se le antojaban ilegítimas; y, finalmente, no comprendía el ritmo de la prosa rusa; es natural, por tanto, que el mismo método que aplicó para probar su teoría, se vengara de él: en sus citas de prosa, dividía el número de sílabas por el número de acentos y obtenía el resultado de tres y no el de dos, que según él hubiera obtenido de ser el metro binario más apropiado para la lengua rusa; pero es que no tenía en cuenta lo más importante: ¡los peones! Porque en los mismos pasajes que cita, partes enteras de frases siguen el ritmo fluido del verso libre, el más puro de todos los metros, es decir, ¡precisamente el yambo!

Me temo que el zapatero que visitó el taller de Apeles y criticó lo que no entendía, era un remendón mediocre. ¿Es todo realmente correcto desde el punto de vista matemático en el contenido de sus doctas obras económicas, cuyo análisis exige una curiosidad casi sobrehumana por parte del investigador? ¿Son realmente profundos sus comentarios sobre Mill (en que se esforzó por reconstruir ciertas teorías «de acuerdo con el nuevo elemento plebeyo del pensamiento y la vida»)? ¿Encajan realmente todas las botas que hizo? ¿O es simplemente la coquetería de un anciano lo que le impulsa, veinte años después, a recordar con complacencia los errores que cometió en sus cálculos logarítmicos relacionados con el efecto de ciertas mejoras agrícolas sobre la cosecha de cereales? Todo esto es triste, muy triste. Nuestra impresión general es que los materialistas de este tipo cayeron en un error fatal: descuidando la naturaleza de la cosa en sí, aplicaban su método más materialista únicamente a las relaciones entre los objetos, al vacío existente entre ellos y no a los objetos en sí; es decir, eran los metafísicos más ingenuos precisamente en el punto en que más necesitaban pisar terreno firme.

Una vez, en su juventud, hubo una mañana desdichada: le visitó un vendedor de libros a quien conocía, el viejo y narigudo Vasili Trofimovich, encorvado como una babayag¿ bajo el peso de un enorme saco de lona lleno de libros prohibidos y semiprohibidos. Pese a desconocer lenguas extranjeras, ser apenas capaz de escribir en caracteres latinos y pronunciar los títulos con espeso acento campesino, adivinaba por instinto la naturaleza subversiva de este o aquel alemán.

Aquella mañana vendió a Nikolai Gavrilovich (puestos ambos en cuclillas ante un montón de libros) un volumen de Feuerbach con los bordes de las páginas todavía sin cortar.

Por aquellos días se prefería a Andrei Ivanovich Feuerbach a Egor Fiodorovich Hegel. Homo feuerbachies un músculo cogitativo. Andrei Ivanovich creía que el hombre difiere del mono sólo en su punto de vista; sin embargo, no es probable que estudiara a los monos. Medio siglo después de él, Lenin refutó la teoría de que «la tierra es la suma de las sensaciones humanas» con «la tierra existió antes que el hombre»; y a su anuncio comercial: «Ahora convertimos la ignota "cosa en sí misma" de Kant en una "cosa para nosotros", mediante la química orgánica», añadió con total seriedad que «puesto que la alizarina ha existido en el carbón sin que lo supiéramos, las cosas deben existir independientemente de nuestro conocimiento.» De modo similar, Chernyshevski explicó: «Vemos un árbol; otro hombre mira el mismo objeto. Vemos en el reflejo de sus ojos que su imagen del árbol es igual que nuestro árbol. Así, pues, todos vemos los objetos tal como existen realmente.» Todas estas absurdas majaderías tienen su propia faceta cómica: es especialmente divertida la constante mención de los árboles por los materialistas, porque todos están muy poco familiarizados con la naturaleza, en especial con los árboles. Ese objeto tangible, que según Chernyshevski «actúa con mucha más fuerza que su propio concepto abstracto» (el Principio Antropológico de la Filosofía), está sencillamente más allá de su comprensión. ¡Contemplemos la terrible abstracción que resultó, en el análisis final, del materialismo»! Chernyshevski no sabía distinguir entre un arado y una soja de madera; confundía el madeira con la cerveza; era incapaz de nombrar una sola flor silvestre, salvo el escaramujo; y es característico que compensara esta deficiencia de conocimientos botánicos con la «generalización» que mantuvo con el convencimiento del ignorante de que «todas (las flores de la taiga siberiana) ¡son exactamente las mismas que florecen por toda Rusia!» Acecha un castigo secreto en el hecho de que él, que había construido su filosofía sobre la base de su conocimiento del mundo, se encontrara ahora, desnudo y solo, entre la naturaleza hechizada, de extraña exuberancia y todavía sólo descrita parcialmente, del nordeste de Siberia: castigo elemental, mitológico, que no habían tenido en cuenta sus jueces humanos.

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