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—Lamento haberme enojado así —decía M'sieur Pierre gentilmente—. No esté enfadado conmigo, amiguito. Usted comprende bien cuánto duele ver a otros chapucear cuando uno pone toda el alma en su trabajo.

Cruzaron el puente. La noticia de la ejecución recién había comenzado a esparcirse por el pueblo. Niños rojos y azules corrían tras el coche. Un hombre que fingía locura, un viejo de origen judío que durante muchos años pescara un pez inexistente en un río sin agua, juntaba sus enseres apurado por unirse al primer grupo de ciudadanos que iban hacia Thriller Square.

—... pero no perdamos el tiempo en eso —decía MonsieurPierre—. Los hombres de mi temperamento son iracundos pero se sobreponen rápidamente. Mejor volvamos nuestra atención a la conducta del bello sexo.

Varias muchachas, sin sombrero, chillando y empujándose, compraron toda la mercadería a una gorda florista de pechos bronceados y la más valiente de ellas se las arregló para tirar un ramo dentro del coche, sacándole casi la gorra a Roman. M'sieur Pierre sacudió un dedo.

El caballo, mirando de soslayo con su ojo legañoso a los chatos y manchados perros, que alargaban sus cuerpos corriendo junto a sus cascos, se arrastró por Garden Street; la multitud ya se agolpaba; otro ramo dio contra el coche. Ahora doblaban hacia la derecha, cruzando frente a las grandes ruinas de la antigua fábrica; luego recorrían Telegraph Street, toda ruidos, timbres, quejidos, por culpa de los instrumentos que estaban afinando; en seguida, por un sendero murmurante, sin pavimento, pasaron por un jardín público donde dos hombres barbudos se levantaron de un banco cuando vieron el coche y, gesticulando enfáticamente, empezaron a señalárselo uno al otro —ambos espantosamente excitados, con sus hombros cuadrados— y ya corrían, levantando angular y enérgicamente las piernas, hacia el mismo lugar que todo el mundo. Más allá del jardín público, la corpulenta estatua blanca había sido partida en dos —por un rayo, decían los periódicos.

—Dentro de un momento pasaremos frente a su casa —dijo M'sieur Pierre muy suavemente.

Roman comenzó a afanarse en el pescante y, dándose vuelta hacia Cincinnatus gritó:

—Dentro de un instante pasaremos frente a su casa —y de inmediato tomó su posición anterior, saltando como un gnomo satisfecho.

Cincinnatus no quiso mirar, pero sin embargo lo hizo. Marthe estaba sentada sobre las ramas del manzano estéril agitando un pañuelo, mientras en el jardín de la casa siguiente, entre girasoles y malvas un espantapájaros con un aplastado sombrero de copa, saludaba con la manga. La pared de la casa, especialmente en los lugares donde jugaran una vez las sombras de las hojas, estaba extrañamente descascarillada, y parte del techo... Pero ya habían pasado de largo.

—Realmente es usted empedernido —dijo M'sieur Pierre con un suspiro, e impacientemente golpeó con el bastón la espalda del cochero, quien se irguió ligeramente y, con frenéticos latigazos obtuvo un milagro: la jaca galopó. Ahora iban por el boulevard. La agitación crecía en la ciudad. Las abigarradas fachadas de las casas se ladeaban y aleteaban, apresuradamente decoradas con carteles de bienvenida. Una casita lucía especial atavío. Su puerta se abrió rápidamente, apareció un joven y toda su familia salió tras él a despedirle, ese día cumplía exactamente los años necesarios para asistir a las ejecuciones; mamá sonreía a través de sus lágrimas, abuelita le metía un emparedado en la mochila, el hermanito menor le alcanzaba el bastón. Los antiguos puentes de piedra que se arqueaban sobre las calles (tiempo atrás tan apreciados por los transeúntes, ahora sólo usados por los bobos y los supervisores de calles), ya hervían de fotógrafos. M'sieur Pierre se arreglaba el sombrero continuamente. Junto al carruaje pasaban petimetres montados en sus brillantes bicicletas a cuerda alargando el cuello. Alguien vestido con pantalones a la turca salió corriendo de un café con una bolsa de confetti, pero al errar la puntería lanzó su tormenta multicolor a la cara de un hirsuto individuo que llegaba corriendo de la vereda opuesta con una fuente de bienvenida de «pan y sal». Todo cuanto quedaba de la estatua del Capitán Somnus, eran las piernas hasta las caderas, rodeadas de rojas —allí también debió haber dado el rayo. En algún lugar más adelante una banda marchaba a gran velocidad a los acordes de Golubchnik. Blancas nubes brincaban a través de todo el cielo —pienso que las mismas pasan una y otra vez, pienso que sólo hay tres clases, pienso que todo esto es teatro, con un sospechoso tinte verde...

Llegaron. Aún había relativamente pocos espectadores, pero continuaban fluyendo sin cesar. En el centro de la plaza —no, no precisamente en el centro, eso era exactamente lo más horripilante— se levantaba la plataforma bermellón del cadalso. El viejo coche fúnebre municipal eléctrico esperaba modestamente a poca distancia.

Una brigada combinada de telegrafistas y bomberos guardaban el orden. La banda aparentemente tocaba con todas sus fuerzas, ya que el director, un inválido cojo, movía sus manos furiosamente, sin embargo no se oía un solo sonido.

M'sieur Pierre alzando sus gordos hombros bajó grácilmente del coche, y de inmediato se volvió a ayudar a Cincinnatus, pero éste descendió por el otro lado. Hubo algunos abucheos.

Rodrig y Roman saltaron del pescante; los tres se apretaron alrededor de Cincinnatus. —Sin ayuda —dijo Cincinnatus. Había unos veinte pasos hasta el cadalso y, para que nadie lo pudiera tocar, Cincinnatus fue obligado a trotar. Un perro ladró entre la multitud. Al llegar a los rojos escalones, Cincinnatus se detuvo. M'sieur Pierre le tomó del codo.

—Sin ayuda —dijo Cincinnatus. Subió a la plataforma donde estaba el aparato, es decir, una plancha de roble pulida y en declive, lo suficientemente grande como para que uno pudiera acostarse en ella con los brazos extendidos. M'sieur Pierre también subió. El público zumbó.

Mientras los demás se afanaban con los baldes y esparcían el aserrín, Cincinnatus, sin saber qué hacer, se apoyó en la barandilla de madera, pero un ligero temblor lo sacudía y algunos espectadores curiosos comenzaron a palparle los tobillos; se apartó y, un poco falto de aliento, mojándose los labios, con los brazos torpemente cruzados sobre el pecho como si lo hiciera por primera vez, comenzó a mirar a su alrededor. Algo había ocurrido con la luz; al sol le pasaba algo raro, y una parte del cielo temblaba. Habían plantado álamos bordeando la plaza, pero estaban yertos y destartalados —uno de ellos, muy lentamente...

Pero nuevamente la multitud zumbó. Rodrig y Roman, a los tumbos, chocándose, bufando y gruñendo, subieron torpemente el pesado estuche y lo dejaron caer sobre el piso. M'sieur Pierre se sacó la chaqueta quedándose en chaleco. En sus blancos bíceps tenía tatuada una mujer color turquesa, mientras que, en una de las primeras filas de la multitud que se apretujaba alrededor del mismísimo cadalso (a pesar de las súplicas de los bomberos) estaba la misma mujer, de carne y hueso, y también sus dos hermanas y el viejecito con la caña de pescar, y la bronceada florista, y el joven con su bastón, y uno de los cuñados de Cincinnatus, y el bibliotecario leyendo un diario, y ese fornido individuo Nikita Lukich, el ingeniero —y Cincinnatus divisó también a un hombre a quien solía encontrar cada mañana camino al Jardín de Infantes, pero cuyo nombre no conocía. Detrás de estas primeras filas había otros cuyos ojos y bocas no se destacaban tan precisamente, y más allá, capas de caras muy borrosas y por ello idénticas, y luego —las más lejanas estaban bastante mal embadurnadas sobre el telón de fondo. Otro álamo cayó.

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