—Ya está. Ahora, Rodrig Ivanovich, os pediré que anunciéis oficialmente mi título y me presentéis.
El director se caló las gafas apresuradamente, examinó un trozo de papel y se dirigió a Cincinnatus con voz megafónica:
—Está bien —éste es M'sieur Pierre. Bref—. El ejecutante de la decapitación... Me siento muy agradecido por el honor —añadió, y con expresión de sorpresa se dejó caer sobre la silla.
—Bueno, no lo hizo muy bien —dijo M'sieur Pierre con desagrado—. Después de todo existen ciertas formas oficiales de procedimiento y deben respetarse. Por cierto, no soy pedante, pero en momento de tanta importancia... De nada vale llevarse la mano al pecho, amigo mío. Es usted chapucero. No, no, quédese sentado, ya está bien. Continuemos. Roman Vissarionovich, ¿adónde está el programa?
—Se lo di a usted —dijo volublemente el abogado—. Sin embargo... —Y comenzó a revolver dentro de su cartera.
—Lo encontré, no se preocupe —dijo M'sieur Pierre—, de modo que... la función está programada para pasado mañana en Thriller Square. No podían haber elegido mejor lugar. ¡Asombro...! (Continúa leyendo murmurando para sí) Se admitirán adultos... Los abonados tendrán preferencia... Bla, bla, bla, bla... El ejecutante del decapitamiento, con pantalones rojos... todo esto es pura tontería; se les ha ido la mano como de costumbre... (A Cincinnatus) Pasado mañana entonces. ¿Comprendido? Y mañana, como lo exige nuestra gloriosa tradición, ambos tenemos que ir a visitar a los padres de la ciudad. ¿Usted tiene la listita, no es cierto Rodrig Ivanovich?
Éste empezó a cachetear distintos lugares de su acolchado cuerpo, girando los ojos y poniéndose de pie por alguna razón. Por fin fue encontrada la lista.
—Bien —dijo M'sieur Pierre—, agregúela a su archivo Roman Vissarionovich. Creo que esto es todo. Ahora, de acuerdo a la ley, el estrado...
—Oh, no, c'est vraiement superflu... —interrumpió ansiosamente Rodrig Ivanovich—. Después de todo esa ley es muy anticuada.
—De acuerdo a la ley —repitió firmemente M'sieur Pierre volviéndose hacia Cincinnatus—, el estrado os pertenece.
—¡Cuán honesto! —dijo el director con voz quebrada temblándole los gelatinosos carrillos.
Se hizo un silencio. El abogado escribía tan rápidamente que los destellos de su lápiz herían los ojos.
—Esperaré un minuto entero —dijo M'sieur Pierre colocando un grueso reloj sobre la mesa.
El abogado aspiró espasmódicamente y comenzó a reunir las hojas cubiertas de escritura. Pasó el minuto.
—La conferencia ha concluido —dijo M'sieur Pierre—. Partamos caballeros. Roman Vissarionovich, ¿me permitirá usted ver las actas antes de hacerlas mimeografiar, no es cierto? No, un poco más tarde. Ahora tengo los ojos cansados.
—Debo admitir —dijo el director—, a pesar de mí mismo, que algunas veces lamento que ya no empleemos el sis... —se inclinó sobre el oído de M'sieur Pierre al llegar al umbral.
—¿Qué está usted diciendo, Rodrig Ivanovich? —preguntó celoso el abogado. El director también se lo dijo a él. —Sí, tiene usted razón —asintió el abogado—. Sin embargo, se puede trampear la queridita ley. Por ejemplo, si los golpecitos son varios...
—Vamos, vamos —dijo M'sieur Pierre—. Ya está de sobra, chistosos. No acostumbro a hacer entalladuras.
—No, hablábamos en teoría —sonrió el director compraderamente—; sólo que en los viejos tiempos, cuando era legal emplear... —La puerta se cerró con un golpe y las voces se perdieron en la distancia.
Casi inmediatamente, sin embargo, Cincinnatus tuvo otra visita: el bibliotecario, que venía a retirar los libros. Su cara larga y pálida, con su halo de polvorientos cabellos negros alrededor de un punto calvo, su largo torso trémulo cubierto por un saco de lana azulado, sus largas piernas en sus troncados pantalones —todo esto junto creaba una rara y mórbida impresión, como si el hombre hubiera sido achatado. Sin embargo, a Cincinnatus le dio impresión de que, con el polvo de los libros, una película de algo remotamente humano se había asentado sobre el bibliotecario.
—Debe haber usted oído —dijo Cincinnatus—, que pasado mañana seré exterminado. No pediré más libros.
—No lo hará —dijo el bibliotecario. Cincinnatus continuó:
—Me gustaría extirpar algunas verdades nocivas. ¿Tiene usted un minuto? Quiero decir que ahora, cuando sé exactamente... qué deliciosa era esa ignorancia que tanto me deprimía... No más libros.
—¿Le agradaría algo sobre dioses? —sugirió el bibliotecario.
—No, no se preocupe. No tengo humor para leer esas cosas.
—Algunos sí —dijo el bibliotecario.
—Sí, lo sé, pero, realmente no vale la pena.
—Para la última noche —el bibliotecario completó el pensamiento con dificultad.
—Está usted hoy muy conversador —dijo Cincinnatus con una sonrisa—. No, llévelo todo. ¡No pude terminar Quercus! A propósito, esto me lo trajo por error... desgraciadamente no tuve tiempo para estudiar las lenguas orientales.
—Lástima —dijo el bibliotecario.
—No tiene importancia. Mi alma lo compensará. Espere un momento. No se vaya todavía. Aunque sé, desde luego, que usted sólo está encuadernado en piel humana, por decirlo así, sin embargo... Me contento con poco... Pasado mañana.
Pero, temblando, el bibliotecario partió.
CAPÍTULO XVII
La tradición exigía que en la víspera de la ejecución sus participantes, activo y pasivo, hicieran juntos una breve visita de despedida a cada uno de los funcionarios de la ciudad; sin embargo, para acortar el ritual se decidió que tales personas se reunieran en la casa suburbana del sub-gerente de la ciudad (el gerente, que era sobrino del sub-gerente, estaba de viaje visitando a unos amigos de Pritomsk). Y allí, Cincinnatus y M'sieur Pierre participarían de una cena informal.
Era una noche oscura y soplaba un fuerte viento cálido cuando, vistiendo idénticas capas, a pie, escoltados por seis soldados que soportaban alabardas y linternas cruzaron el puente y entraron en la dormida ciudad donde, evitando las calles principales, comenzaron a subir un pedregoso sendero entre jardines susurrantes.
(Justo antes de esto, al cruzar el puente, Cincinnatus dio vuelta la cabeza para liberarla de la capucha: la enorme masa de la fortaleza, azul, con sus innumerables torres, se alzaba contra el tétrico cielo, donde una nube había tapado una luna de albaricoque. El oscuro aire sobre el puente guiñaba y se retorcía por los murciélagos. —Usted se comprometió... —murmuró M'sieur Pierre dándole un ligero apretón en el codo, y Cincinnatus volvió a ponerse la capucha).