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»El tiempo ha cambiado y está peor o, en realidad, está mejor, porque este viento y esta nieve a medio derretir, ¿no anuncian la llegada de la primavera, linda primaverita, que despierta vagos deseos incluso en el corazón de un hombre de edad? Recuerdo un aforismo que sin duda...»

Hojeé rápidamente la carta hasta el final. No había nada más de interés para mí. Carraspeé y con pulso firme doblé cuidadosamente las hojas.

—Final de trayecto, señor —dijo una voz áspera encima de mí.

Noche, lluvia, las afueras de la ciudad...

Vestido con un extraordinario abrigo de pieles con un cuello femenino, Smurov está sentado en un peldaño de la escalera. De pronto Khrushchov, también con abrigo de pieles, baja y se sienta a su lado. Para Smurov es muy difícil empezar, pero hay poco tiempo y tiene que decidirse. Libera una mano delgada, reluciente de anillos —rubíes, todos rubíes—, de la ancha manga de piel y, alisándose el cabello, dice:

—Hay algo que quiero recordarle, Filip Innokentievich. Por favor, escuche atentamente.

Khrushchov asiente. Se suena la nariz (tiene un fuerte resfriado de estar constantemente sentado en la escalera). Vuelve a asentir y se le mueve nerviosamente la nariz hinchada.

Smurov continúa:

—Voy a hablarle de un pequeño incidente que ocurrió hace poco. Por favor, escuche con atención.

—Para servirle —contesta Khrushchov.

—Me resulta difícil empezar —dice Smurov—. Podría traicionarme con una palabra imprudente. Escuche con atención. Escúcheme, por favor. Tiene que comprender que vuelvo a este incidente sin ninguna idea preconcebida. Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza que podría tomarme por un ladrón. Usted mismo estará de acuerdo conmigo en que me es totalmente imposible saber que piensa esto: al fin y al cabo, no leo las cartas de los demás. Quiero que comprenda que el tema ha surgido por pura casualidad... ¿Me está escuchando?

—Siga —dice Khrushchov, arrebujándose en su abrigo de pieles.

—Muy bien. Volvamos atrás, Filip Innokentievich. Recordemos la miniatura de plata. Usted me pidió que se la enseñara a Weinstock. Escuche atentamente. Cuando me despedí de usted la tenía en la mano. No, no, por favor, no recite el alfabeto. Puedo comunicar con usted perfectamente sin el alfabeto. Y le juro, le juro por Vanya, le juro por todas las mujeres a las que he amado, le juro que cada palabra de la persona cuyo nombre no puedo pronunciar —ya que de otro modo usted creería que leo la correspondencia de los demás y que, por lo tanto, también soy capaz de robar—, le juro que cada palabra de él es mentira: la perdí de veras. Llegué a casa y ya no la tenía, y no es culpa mía. Lo que ocurre es que soy muy distraído, y que la quiero tanto.

Pero Khrushchov no cree a Smurov; sacude la cabeza. En vano Smurov jura, en vano retuerce sus relucientes manos blancas: es inútil, no hay palabras para convencer a Khrushchov. (Aquí mi sueño agotó su escasa provisión de lógica: a estas alturas la escalera en que tenía lugar la conversación estaba completamente sola en pleno campo, y debajo había jardines escalonados y una neblina de árboles de borrosa floración; las terrazas se extendían en lontananza, donde parecían distinguirse cascadas y praderas.)

—Sí, sí —dijo Khrushchov con voz dura y amenazadora—. Había algo dentro de aquella caja, por lo tanto es insustituible. Dentro estaba Vanya: sí, sí, esto les ocurre a veces a las muchachas... Un fenómeno muy raro, pero ocurre, ocurre...

Me desperté. Era muy temprano. Los cristales de la ventana vibraron al pasar un camión. Hacía tiempo que habían dejado de estar cubiertos de una película malva de escarcha, porque la primavera estaba cerca. Me detuve a pensar en cuántas cosas habían ocurrido últimamente, cuánta gente había conocido y qué fascinante, qué inútil era esta búsqueda de casa en casa, esta búsqueda mía del verdadero Smurov. De nada sirve fingir; todas estas personas que yo había conocido no eran seres vivientes sino sólo espejos fortuitos para Smurov. Sin embargo, uno de ellos, y para mí el más importante, el espejo más resplandeciente de todos, se negaba a ofrecerme el reflejo de Smurov. Los anfitriones y los invitados del número 5 de Peacock Street se desplazaban delante de mí de la luz a la sombra, sin esfuerzo alguno, inocentemente, creados sólo para mi entretenimiento. Una vez más Mukhin se levanta ligeramente del sofá y alarga la mano a través de la mesa hacia el cenicero, pero no veo la cara ni la mano con el cigarrillo, sólo veo su otra mano, que (¡ya inconscientemente!) se apoya por un momento en la rodilla de Vanya. Una vez más Román Bogdanovich, con barba y con un par de manzanas rojas por mejillas, inclina su cara congestionada para soplar en el té, y de nuevo Marianna se sienta y cruza las piernas, unas piernas delgadas con medias de color albaricoque. Y, bromeando —era Nochebuena, me parece—, Khrushchov se pone el abrigo de pieles de su mujer, adopta posturas de maniquí delante del espejo y se pasea por la habitación entre las carcajadas generales, que gradualmente empiezan a hacerse forzadas, porque Khrushchov siempre se excede en sus bromas. La preciosa manita de Evgenia, con las uñas tan brillantes que parecen húmedas, recoge una pala de ping-pong, y la pelotita de celuloide suena obediente a un lado y a otro de la red verde. De nuevo, en la penumbra flota Weinstock, sentado en su tabla de escritura espiritista como si fuera un volante; de nuevo, la criada —Hilda o Gretchen— pasa como en sueños de una puerta a otra, y de pronto empieza a susurrar y a salir, retorciéndose, del vestido. Siempre que lo desee, puedo acelerar o retardar a una lentitud ridícula los movimientos de toda esta gente, o distribuirlos en distintos grupos, o disponerlos en diseños diversos, iluminándolos unas veces desde abajo, otras desde un lado... Para mí, toda su existencia ha sido simplemente un débil resplandor en una pantalla.

Pero, un momento, la vida hizo un último intento por demostrarme que era real: opresiva y tierna, provocadora de excitación y tormento, dueña de cegadoras posibilidades para la felicidad, con lágrimas, con un cálido viento.

Aquel día subí al piso de ellos al mediodía. Encontré la puerta sin cerrar, las habitaciones vacías, las ventanas abiertas. En algún lugar, una aspiradora estaba poniendo toda su alma en un ardiente zumbido. De repente, a través de la puerta vidriera que conducía de la sala al balcón, vi la cabeza inclinada de Vanya. Estaba sentada en el balcón con un libro y —cosa bastante rara— era la primera vez que la encontraba sola en casa. Desde que había tratado de dominar mi amor diciéndome que Vanya, como todos los demás, existía únicamente en mi imaginación, y era un simple espejo, me había acostumbrado a adoptar un tono especial de desenvoltura con ella y ahora, al saludarla, dije sin la menor vergüenza que estaba «como una princesa que da la bienvenida a la primavera desde su altiva torre». El balcón era bastante pequeño, con macetas vacías de color verde y, en un rincón, una olla de barro rota, que comparé mentalmente con mi corazón, pues ocurre a menudo que el estilo que utilizamos al hablar con una persona influye en nuestra manera de pensar en presencia de dicha persona. El día era cálido, si bien no muy soleado, con un toque de turbiedad y de humedad: la diluida luz del sol y una brisita achispada pero mansa, recién llegada de visitar algún jardín público donde la tierna hierba estaba ya velluda y verde contra el negro de la marga. Respiré a fondo este aire y me di cuenta simultáneamente de que sólo faltaba una semana para la boda de Vanya. Esta idea me volvió a traer todo el anhelo y el dolor, me olvidé de nuevo de Smurov, olvidé que tenía que hablar despreocupadamente. Me volví y empecé a mirar hacia abajo, hacia la calle. Qué altos estábamos, y tan completamente solos.

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