- Agachaos -ordenó Robert Jordan.
El avión estaba ya por encima de sus cabezas y su sombra cubría el espacio abierto, mientras que la trepidación de su motor llegaba al máximo de intensidad. Luego se alejó hacia la cima del valle y le vieron perderse poco a poco hasta desaparecer para surgir de nuevo, describiendo un amplio círculo; descendió y dio dos vueltas por encima de la planicie, antes de encaminarse hacia Segovia.
Robert Jordan miró a Pilar, que tenía la frente cubierta de sudor. Ella movió la cabeza mientras se mordía el labio inferior.
- Cada cual tiene su punto flaco -dijo-. A mí, son ésos los que me atacan los nervios.
- ¿No se te habrá pegado mi miedo? -preguntó irónicamente Primitivo.
- No -contestó ella, poniéndole la mano en el hombro-. Tú no tienes miedo, ya lo sé. Te pido perdón por haberte tratado con demasiada confianza. Estamos todos en el mismo caldero. -Y luego, dirigiéndose a Robert Jordan:- Os mandaré comida y vino. ¿Quieres algo más?
- Por el momento, nada más. ¿Dónde están los otros?
- Tu reserva está intacta, ahí abajo, con los caballos -dijo ella, sonriendo-. Todo está bien guardado. Todo está listo María está con tu material.
- Si por casualidad se presentaran aviones, mételo en la cueva.
- Sí, señor inglés -repuso Pilar-. A tu gitano, te lo regalo, le he mandado a coger setas para guisar las liebres. Hay muchas setas en este tiempo y he pensado que será mejor que nos comamos las liebres hoy, aunque estarían más tiernas mañana o pasado mañana.
- Creo que será mejor comérnoslas hoy, en efecto -respendió Robert Jordan.
Pilar puso su manaza sobre el hombro del muchacho en el sitio por donde pasaba la correa de la metralleta, y levantando la mano le acarició los cabellos luego.
- ¡Qué inglés! -exclamó-. Mandaré a María con los pucheros, cuando estén guisadas.
El tiroteo lejano había concluido casi por completo. Sólo se oía de vez en cuando algún disparo aislado.
- ¿Crees que ha acabado todo? -preguntó Pilar.
- No -contestó Jordan-; por el ruido, parece que ha habido un ataque y ha sido rechazado. Ahora, yo diría que los atacantes los han rodeado. El Sordo se ha guarecido esperando los aviones.
Pilar se dirigió a Primitivo.
- Tú, ya sabes que no he querido insultarte.
- Ya lo sé -respondió Primitivo-; estoy acostumbrado a cosas peores. Tienes una lengua asquerosa. Pon atención en lo que dices, mujer. El Sordo era un buen camarada mío.
- ¿Y no lo era mío? -preguntó Pilar-. Escucha, cara aplastada. En la guerra no se puede decir lo que se siente. Tenemos bastante con lo nuestro, sin preocuparnos de lo del Sordo-. Primitivo siguió mostrándose hosco.
- Debieras ir al médico -le dijo Pilar-. Y yo me voy a hacer el desayuno.
- ¿Me has traído los documentos de ese requeté? -le preguntó Robert Jordan.
- ¡Qué estúpida soy! -dijo ella-; los he olvidado. Mandaré a María con los papeles.
Capítulo veintiséis
Los aviones no volvieron hasta las tres de la tarde. La nieve se había derretido enteramente desde el mediodía y las rocas estaban recalentadas por el sol. No había nubes en el cielo, y Robert Jordan, que estaba sentado sobre un peñasco, se quitó la camisa y se puso a tostarse las espaldas al sol mientras leía las cartas que habían encontrado en los bolsillos del soldado de caballería muerto. De vez en cuando dejaba de leer para mirar a través del valle hacia la línea de pinos; luego volvía a las cartas. No volvió a aparecer más caballería. De vez en cuando se oía algún tiro hacia el campamento del Sordo. Pero el tiroteo era esporádico.
Por la lectura de los papeles militares supo que el muchacho era de Tafalla (Navarra), que tenía veintiún años, que no estaba casado y que era hijo de un herrero. El número de su regimiento sorprendió a Robert Jordan, porque suponía que ese regimiento estaba en el Norte. El muchacho era un carlista que había sido herido en la batalla de Irún a comienzos de la guerra.
«Probablemente le he visto correr delante de los toros por las calles en la feria de Pamplona -pensó Robert Jordan-. Uno no mata nunca a quien se quisiera matar en la guerra. Bueno, casi nunca», se corrigió. Y siguió leyendo las cartas.
Las primeras que leyó eran cartas amaneradas, escritas con caligrafía cuidadosa, y se referían casi exclusivamente a sucesos locales. Eran de la hermana, y Robert Jordan se enteró por ellas de que todo iba bien en Tafalla, de que el padre seguía bien, de que la madre estaba como siempre, aunque tenía dolores en la espalda; confiaba en que el muchacho estuviera bien y no corriese muchos peligros y se sentía dichosa por saber que estuviera acabando con los rojos para liberar a España de las hordas marxistas. Luego había una lista de los muchachos de Tafalla muertos o gravemente heridos desde su última carta. Mencionaba diez muertos. Era mucho para un pueblo de la importancia de Tafalla, pensó Robert Jordan.
En la carta también se hablaba extensamente de la religión, y la hermana rogaba a San Antonio, a la Santísima Virgen del Pilar y a las otras vírgenes que le protegieran. Y asimismo le pedía al muchacho que no olvidara que estaba igualmente protegido por el Sagrado Corazón de Jesús, que siempre debía llevar sobre su corazón, como estaba ella segura de que lo llevaba, ya que innumerables casos habían probado -y esto estaba subrayado- que gozaba del poder de detener las balas. Se despedía con un «Tu hermana que te quiere, como siempre, Concha».
Esa carta estaba un poco sucia por los bordes y Robert Jordan la guardó cuidadosamente con el resto de los papeles militares y abrió otra, cuya caligrafía era menos primorosa. Era de la novia que, bajo fórmulas convencionales, parecía loca de histeria por los peligros que corría el muchacho. Robert Jordan la leyó, luego metió las cartas y los papeles en el bolsillo de su pantalón. No le quedaron ganas de leer las otras cartas.
«Creo que ya he hecho mi buena acción de hoy -se dijo-. Vaya que sí.»
- ¿Qué estabas leyendo? -le preguntó Primitivo.
- Los papeles y las cartas de ese requeté que hemos matado esta mañana. ¿Quieres verlos?
- No sé leer -contestó Primitivo-. ¿Hay algo interesante?
- No -repuso Robert Jordan-; son cartas de familia.
- ¿Cómo están las cosas en el pueblo del muchacho? ¿Se puede averiguar por las cartas?
- Parece que las cosas van bien -dijo Robert Jordan-; ha habido muchas bajas en su pueblo. -Examinó el refugio, que habían modificado y mejorado un poco, después de derretirse la nieve, y que tenía un aspecto muy convincente. Luego miró hacia la lejanía.