- No has visto nada. No has visto más que a un hombre. A un hombre a caballo. Vete. Vuélvete ahora mismo.
- Dime que me quieres.
- No. Ahora no.
- ¿Ya no me quieres?
- Déjame. Vuélvete. Este no es el momento.
- Quiero sujetar las patas de la ametralladora, y mientras disparas, quererte.
- Estás loca. Vete.
- No estoy loca -dijo ella-; te quiero.
- Entonces, vuélvete.
- Bueno, me voy. Y si tú no me quieres, yo te quiero a ti lo suficiente para los dos.
El la miró y le sonrió, sin dejar de pensar en lo que le preocupaba.
- Cuando oigas tiros, ven con los caballos, y ayuda a Pilar con mis mochilas. Puede que no suceda nada. Así lo espero.
- Me voy -dijo ella-. Mira qué caballo lleva Pablo.
El tordillo avanzaba por el sendero.
- Sí, ya lo veo. Pero vete.
- Me voy.
El puño de la muchacha, aferrado fuertemente dentro del bolsillo de Robert Jordan, le golpeó en la cadera. El la miró y vio que tenía los ojos llenos de lágrimas. Sacó ella la mano del bolsillo, le rodeó el cuello con sus brazos y le besó.
- Me voy -dijo-; me voy, me voy.
El volvió la cabeza y la vio parada allí, con el primer sol ¿e la mañana brillándole en la cara morena y en la cabellera, corta y dorada. Ella levantó el puño, en señal de despedida, y dando media vuelta descendió por el sendero con la cabeza baja.
Primitivo volvió la cara para mirarla.
Si no tuviese cortado el pelo de ese modo, sería muy bonita.
- Sí -contestó Robert Jordan-. Estaba pensando en otra cosa.
- ¿Cómo es en la cama? -preguntó Primitivo.
_¿Qué?
- En la cama.
- Cállate la boca.
- Uno no tiene por qué enfadarse si…
- Calla -dijo Robert Jordan. Estaba estudiando las posiciones.
Capítulo veintidós
- Córtame unas cuantas ramas de pino -dijo Robert Jordan a Primitivo- y tráemelas en seguida. No me gusta la ametralladora en esa posición -dijo a Agustín.
- ¿Porqué?
- Colócala ahí y más tarde te lo explicaré -precisó Jordan-. Aquí, así -añadió-. Deja que te ayude. Aquí. -Y se agazapó junto al arma.
Miró a través del estrecho sendero, fijándose especialmente en la altura de las rocas a uno y otro lado.
- Hay que ponerla un poco más allá -dijo-. Bien, aquí. Aquí estará bien hasta que podamos colocarla debidamente. Aquí. Pon piedras alrededor. Aquí hay una. Pon esta otra del otro lado. Deja al cañón holgura para girar con toda libertad. Hay que poner una piedra un poco más allá, por este lado. Anselmo, baje usted a la cueva y tráigame el hacha. Pronto. ¿No habéis tenido nunca un emplazamiento adecuado para la ametralladora? -preguntó a Agustín.
- Siempre la hemos puesto ahí.
- ¿Os dijo Kashkin que la pusierais ahí?
- Cuando trajeron la ametralladora, él ya se había marchado.
- ¿No sabían utilizarla los que os la trajeron?
- No, eran sólo cargadores.
- ¡Qué manera de trabajar! -exclamó Robert Jordan-. ¿Os la dieron así, sin instrucciones?
- Sí, como si fuera un regalo. Una para nosotros y otra para el Sordo. La trajeron cuatro hombres. Anselmo los guió.
- Es un milagro que no la perdieran. Cuatro hombres a través de las líneas.
- Lo mismo pensé yo -dijo Agustín-. Pensé que los que la enviaban tenían ganas de que se perdiera. Pero Anselmo los guió muy bien.
- ¿Sabes manejarla?
- Sí. He probado a hacerlo. Yo sé. Pablo también sabe. Primitivo sabe. Fernando también. Probamos a montarla y a desmontarla sobre la mesa, en la cueva. Una vez la desmontamos y estuvimos dos días sin saber cómo montarla de nuevo. Desde entonces no hemos vuelto a montarla más.
- ¿Dispara bien por lo menos?
- Sí, pero no se la dejamos al gitano ni a los otros, para que no jueguen con ella.
- ¿Ves ahora? Desde donde estaba no servía para nada -dijo Jordan-. Mira, esas rocas que tenían que proteger vuestro flanco, cubrían a los asaltantes. Con una arma como ésta hay que tener un espacio descubierto por delante, para que sirva de campo de tiro. Y además, es preciso atacarlos de lado. ¿Te das cuenta? Fíjate ahora; todo queda dominado.
- Ya lo veo -dijo Agustín-; pero no nos hemos peleado nunca a la defensiva, salvo en nuestro pueblo. En el asunto del tren, los que tenían la máquina eran los soldados.
- Entonces aprenderemos todos juntos -repuso Robert Jordan-. Hay que fijarse en algunas cosas. ¿Dónde está el gitano? Ya debería estar aquí.
- No lo sé.
- ¿Adonde puede haberse ido?
- No lo sé.
Pablo fue cabalgando por el sendero y dio una vuelta por el espacio llano que formaba el campo de tiro del fusil automático. Robert Jordan le vio bajar la cuesta en aquellos momentos a lo largo de las huellas que el caballo había trazado al subir. Luego desapareció entre los árboles, doblando hacia la izquierda.
- «Espero que no tropiece con la caballería -pensó Robert Jordan-. Temo que nos lo devuelvan como un regalo.»
Primitivo trajo ramas de pino y Robert Jordan las plantó en la nieve, hasta llegar a la tierra blanda, arqueándola alrededor del fusil.
- Trae más -dijo-; hay que hacer un refugio para los dos hombres que sirven la pieza. Esto no sirve de mucho, pero tendremos que valernos de ello hasta que nos traigan el hacha, y escucha -añadió-: Si oyes un avión, échate al suelo, dondequiera que estés, ponte al cobijo de las rocas. Yo me quedo aquí con la ametralladora.
El sol estaba alto y soplaba un viento tibio que hacía agradable el encontrarse junto a las rocas iluminadas, brillando a su resplandor.
«Cuatro caballos -pensó Robert Jordan-. Las dos mujeres y yo. Anselmo, Primitivo, Fernando, Agustín… ¿Cómo diablos se llama el otro hermano? Esto hacen ocho. Sin contar al gitano, que haría nueve. Y además, hay que contar con Pablo, que ahora se ha ido con el caballo, que haría diez. ¡Ah, sí, el otro hermano se llama Andrés! Y el otro también, Eladio. Así suman once. Ni siquiera la mitad de un caballo para cada uno. Tres hombres pueden aguantar aquí y cuatro marcharse. Cinco, con Pablo. Pero quedan dos. Tres con Eladio. ¿Dónde diablos estará? Dios sabe lo que le espera al Sordo hoy, si encuentran la huella de los caballos en la nieve. Ha sido mala suerte que dejase de nevar de repente. Aunque, si se derrite, las cosas se nivelarán. Pero no para el Sordo. Me temo que sea demasiado tarde para que las cosas puedan arreglarse para el Sordo. Si logramos pasar el día sin tener que combatir, podremos lanzarnos mañana al asunto con todos los medios de que disponemos. Sé que podemos. No muy bien, pero podemos. No como hubiéramos querido hacerlo; pero, utilizando a todo el mundo, podemos intentar el golpe si no tenemos que luchar hoy. Si tenemos hoy que pelear, Dios nos proteja.