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Y se perdieron de vista en el recodo del sendero mientras él se quedaba allí, empapado de sudor, mirando hacia un punto en donde no había nadie.

Agustín estaba de pie junto a él.

- ¿Quieres que te mate, inglés? -preguntó, inclinándose hacia él-. ¿Quieres? Es una cosa sin importancia.

- No hace falta -contestó Robert Jordan-. Puedes marcharte; estoy muy bien aquí.

- Me cago en la leche que me han dado -gritó Agustín. Lloraba y no veía a Robert Jordan con claridad-. Salud, inglés.

- Salud, hombre -dijo Robert Jordan. Miró cuesta abajo-. Cuida bien de la rapadita, ¿quieres?

- Eso, ni se pregunta -dijo Agustín-. ¿Tienes todo lo que te hace falta?

- Hay muy pocas municiones para esta máquina; así es que me quedo yo con ella -dijo Robert Jordan-. Tú no podrías hacerte con más. Para la otra y la de Pablo, sí.

- He limpiado el cañón -dijo Agustín-. Se llenó de tierra al caer tú al suelo.

- ¿Qué fue del caballo carguero?

- El gitano logró cazarlo.

Agustín estaba ya a caballo, pero no tenía ganas de marcharse. Se inclinó hacia el árbol, contra el que Robert Jordan estaba recostado.

- Vete, amigo -le pidió Robert Jordan-. En la guerra suceden cosas como ésta.

- ¡Qué puta es la guerra! -dijo Agustín.

- Sí, hombre, sí; pero vete.

- Salud, inglés -dijo Agustín, cerrando el puño derecho.

- Salud -dijo Robert Jordan-; pero vete, hombre.

Agustín dio media vuelta a su caballo, bajó el puño de golpe, como si maldijera, y subió por el sendero. Todos los demás estaban fuera del alcance de la vista desde hacía rato.

Se volvió cuando el sendero se perdía por entre los árboles y sacudió el puño. Robert Jordan le hizo un ademán y luego Agustín desapareció también. Jordan se quedó mirando la pendiente cubierta de hierba, hacia la carretera y el puente. «Estoy aquí tan bien como en cualquier otra parte. Todavía no vale la pena que corra el riesgo de arrastrarme sobre el vientre con este hueso tan cerca de la piel, y veo bien desde aquí.»

Sentíase como vacío y agotado a causa de la herida y de la despedida y tenía un sabor a bilis. Por fin no tenía ya problemas. De cualquier manera que sucediesen las cosas y cualquiera que fuese el modo como ocurrieran, en adelante no habría para él ningún problema.

Se habían ido todos y se había quedado solo, recostado contra un árbol. Miró la verde ladera de la colina y vio el caballo gris que Agustín había rematado. Un poco más abajo de la cuesta, vio la carretera y, más abajo todavía, la porción arbolada. Luego miró al puente y a la otra orilla y observó los movimientos que había en el puente y en la carretera. Veía los camiones en la carretera en la parte descendente. La columna gris de los camiones aparecía entre el verdor de los árboles. Luego miró a la otra parte de la carretera, al lugar donde asomaba por lo alto del cerro y pensó: «Van a venir en seguida.»

«Pilar cuidará de ella lo mejor que pueda. Lo sabes. Pablo debe de tener un buen plan; si no, no lo hubiera intentado. No tienes que preocuparte por Pablo. No sirve de nada pensar en María. Intenta creer en lo que le has dicho. Es lo mejor. ¿Y quién dice que no es verdad? Tú, no. Tú no lo dices, de la misma manera que no dirías que las cosas que han pasado no han pasado. Agárrate a lo que crees en estos momentos. No te hagas el cínico. El tiempo es muy corto y acabas de despedirte de ella. Cada cual hace lo que puede. Tú no puedes hacer nada por ti; pero quizá puedas hacer algo por otro. Bueno, hemos tenido suerte durante cuatro días. Cuatro días, no. Fue por la tarde cuando llegué aquí, y aún no es mediodía. En total, no hace más que tres días y tres noches. Haz la cuenta exacta. Tienes que ser exacto. Creo que harías mejor si fueses acomodándote. Debieras resolverte a buscar un sitio desde donde pudieras ser útil, en vez de permanecer recostado contra ese árbol como un vagabundo. Has tenido mucha suerte. Hay cosas peores que esto. A todos les llega, un día u otro. No sientes miedo porque sabes que tiene que ser así, ¿no es verdad? No. Es una suerte de todas formas que el nervio haya quedado deshecho. Ni siquiera me doy cuenta de lo que tengo por debajo de la fractura.»

Se tocó la pierna y era como si no formase parte de su cuerpo. Volvió a mirar a lo largo de la ladera y pensó: «Siento tener que dejar todo esto. Lamento muchísimo tener que dejarlo y espero haber hecho algo de utilidad. Intenté hacerlo con todo el talento de que era capaz. Con todo el talento de que soy capaz, quiero decir. Eso es, con todo el talento de que soy capaz.

»He estado combatiendo desde hace un año por cosas en las que creo. Si vencemos aquí, venceremos en todas partes. El mundo es hermoso y vale la pena luchar por él, y siento mucho tener que dejarlo. Has tenido mucha suerte -se dijo a sí mismo- por haber llevado una vida tan buena. Has llevado una vida tan buena como la del abuelo, aunque no haya sido tan larga. Has llevado una vida tan buena como pueda ser la vida, gracias a estos últimos días. No vas a quejarte ahora, cuando has tenido semejante suerte. Pero me gustaría que hubiese un modo de transmitir lo que he aprendido. Cristo, cómo estaba aprendiendo estos últimos días. Me gustaría hablar con Karkov. Eso sería en Madrid. Ahí, detrás de esas colinas y atravesando el llano, descendiendo nada más dejar las rocas grises y los pinos, la jara y la retama, a través de la altiplanicie amarilla, se ve aparecer la ciudad, hermosa y blanca. Eso es tan verdad como las mujeres viejas de que habla Pilar, que beben sangre en los mataderos. No hay una cosa que sea la única verdad. Todo es verdad. De la misma manera que los aviones son hermosos, sean nuestros o de ellos. Al diablo si lo son. Y ahora, tómalo con calma. Túmbate boca abajo mientras tengas tiempo. Oye ahora una cosa. ¿Te acuerdas de eso? De lo de Pilar y la mano. ¿Crees en esa patraña? No. ¿No crees, después de lo que ha pasado? No, no creo en eso. Pilar estuvo muy amable a propósito de eso esta mañana, antes que empezase todo. Tenía miedo acaso de que yo creyera en ello. Pero no creo. Ella, sí. Los gitanos ven algunas cosas. O bien sienten algunas cosas. Como los perros de caza. ¿Y las percepciones extrasensoriales? ¿Y las puñeterías? Pilar no quiso decirme adiós porque sabía que, si me lo decía, María no hubiera querido irse. ¡Qué Pilar ésa! Vamos, vuélvete, Jordan.» Pero sentía pereza de intentarlo. Entonces se acordó de que llevaba la pequeña cantimplora en el bolsillo, y pensó: «Voy a tomar una buena dosis de ese matagigantes, y luego lo intentaré.» Pero la cantimplora no estaba en el bolsillo. Y se sintió mucho más solo sabiendo que no tendría siquiera ese consuelo. Debiera haber contado con ello, se dijo.

«¿Crees que Pablo la ha cogido? No seas idiota; debiste perderla cuando lo del puente. Vamos, Jordan, vamos. Tienes que decidirte.»

Cogió con las dos manos su pierna izquierda y tiró con fuerza, con la espalda todavía apoyada contra el árbol. Lúego se tumbó y se sujetó la pierna, para que el hueso roto no rasgara la piel, y giró lentamente sobre la rodilla hasta quedar de cara a la barranca. Luego, sujetándose siempre la pierna con las dos manos, apoyó la planta del pie derecho en forma de palanca sobre el izquierdo y, sudando abundantemente, dio la vuelta hasta que se quedó con la cara pegada al suelo. Se apoyó sobre los codos, estiró la pierna izquierda, acomodándola con un empujón de ambas manos, y apoyándose luego, para hacer fuerza, en el pie derecho, se encontró donde quería encontrarse, empapado en sudor. Se palpó el muslo con el dedo y lo encontró bien. El extremo fracturado del hueso no había perforado la piel y se encontraba hundido en la masa del músculo.

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