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- Adelante, Rafael -dijo Jordan-. Al galope, hombre.

El gitano llevaba de las bridas al caballo cargado con los bultos, que se resistía a seguir adelante.

- Suelta a ese caballo y galopa -dijo Robert Jordan.

Vio a Rafael levantar la mano, cada vez más alto, como si se despidiera de todo y para siempre, mientras hundía los talones en los costados de su montura. La cuerda del otro se cayó y el gitano había cruzado ya el camino cuando Robert Jordan tuvo que entendérselas con un caballo de tiro que, asustado, había retrocedido hasta topar con él. El gitano, entretanto, galopaba por la carretera y se oía el galopar de los cascos del caballo, según iba subiendo la cuesta.

¡Psiiii, crac, bum! El proyectil seguía su trayectoria baja y Jordan vio al gitano sacudirse como un jabalí en fuga mientras la tierra se levantaba tras de él en forma de un pequeño geiser negro y gris. Le vio galopar, más despacio ahora llegando a la ladera cubierta de hierba, mientras la ametralladora le perseguía con sus disparos, que llovían alrededor, hasta que, por fin, llegó a los otros, resguardados por la colina.

«No puedo llevar conmigo a este condenado caballo con la carga -pensó Robert Jordan-. Sin embargo, me gustaría tenerlo a mi lado. Me gustaría ponerlo entre esos cuarenta y siete milímetros y yo, antes de que me disparen encima. Por Dios, voy a tratar de llevarle.»

Se acercó al carguero, logró coger la soga y, con el caballo trotando detrás de él, subió unos cincuenta metros cuesta arriba entre los árboles. Allí se detuvo para observar la carretera hasta donde estaba el camión, hacia el puente. Vio que había hombres en el puente y detrás, en la carretera, algo que parecía un embotellamiento de vehículos. Buscó alrededor hasta que encontró lo que buscaba, se irguió en el caballo y rompió una rama seca de pino. Dejó caer la cuerda del carguero, le dirigió hacia la carretera y le golpeó con fuerza en la grupa con la rama de pino. «Vamos, hijo de perra», dijo. Y lanzó la rama seca detrás de él. El caballo atravesó la carretera y empezó a subir la cuesta. La rama volvió a golpearle y el caballo se lanzó al galope.

Robert Jordan subió una treintena de metros más arriba, hasta el límite extremo por donde podría cruzar sin encontrar la pendiente demasiado abrupta. El cañón disparaba llenando el aire con silbidos de obuses, tronaba y crepitaba levantando tierra por todas partes. «Vamos, tú, bastardo fascista», dijo Robert Jordan al caballo. Y le lanzó por la pendiente. Luego se encontró al descubierto, cruzando la carretera, tan dura bajo los cascos del caballo, que la sentía resonar hasta los hombros, el cuello y los dientes. Después llegó a la cuesta blanda, en donde los cascos del caballo se hundían y mientras el animal trataba de afirmarse, tomaba impulso y seguía adelante, vio el puente desde un ángulo que no le había visto jamás. Lo veía de perfil, sin escorzos; en el centro tenía un boquete y detrás de él, en la carretera, se veía el tanquecillo, y detrás del tanquecillo un tanque enorme con un cañón. Y el cañón disparó y hubo un fogonazo amarillento, tan brillante como un espejo, y el relámpago que fulguró al desgarrarse el aire pareció haber descuajado el largo pescuezo gris que tenía delante de él. Robert Jordan volvió la cabeza y vio un surtidor sucio de tierra levantándose. El carguero iba delante de él; pero corría demasiado hacia la derecha y perdía velocidad. Jordan, al galope, volvió de nuevo la mirada hacia el puente y vio la hilera de camiones detenidos junto al recodo, bien visible desde la parte más elevada de su camino. Mientras ganaba altura, volvió a ver nuevamente el resplandor amarillo y oyó el psiiii y el bum de la explosión; pero la bomba cayó un poco corta partiéndose los pedazos de metal por el camino como si brotaran del lugar en que había caído el proyectil.

Vio a los otros al borde de la arboleda y dijo: «¡Arre, caballo!» y vio cómo el pecho del caballo se hinchaba con la pendiente abrupta y cómo estiraba el cuello y las orejas grises, e inclinándose le dio unas palmadas en el cuello húmedo y luego volvió los ojos hacia atrás, hacia el puente, y vio un nuevo fogonazo que salía del tanque pesado color de tierra allá abajo, en la carretera, y esta vez no oyó el silbido, sino solamente le llegó el olor acre del estallido, como si hubiera reventado una caldera y se encontró bajo el caballo gris, que pateaba y forcejeaba mientras él hacía por zafarse del peso.

Se podía mover. Se podía mover hacia la derecha. Pero su pierna izquierda se le había quedado aplastada bajo el caballo, mientras él se movía hacia la derecha. Se hubiera dicho que tenía una nueva articulación, no la de la cadera, sino otra lateral. En seguida comprendió de qué se trataba. Entonces el caballo gris se irguió sobre las rodillas, y la pierna derecha de Robert Jordan, que se había quedado desgajada del estribo, pasó por encima de la montura y se juntó con la otra. Se palpó con las dos manos la cadera izquierda y sus manos tocarón el hueso puntiagudo y el lugar en donde hacía presión contra la piel.

El caballo gris se quedó parado junto a él, y él podía ver el jadeo de sus costillas. La hierba en donde estaba sentado era verde, con florecillas silvestres. Miró hacia abajo, hacia la carretera, el puente y el desfiladero, y vio el tanque y aguardó el fogonazo. Se produjo en seguida, sin ser acompañado de silbidos. En el momento de la explosión vio volar los terrones y la metralla le llevó hasta la nariz el acre olor del explosivo, y vio al gran tordillo recoger las patas traseras y sentarse tranquilamente, como si fuera un caballo de circo, al lado de él. Y luego, mirando al caballo, sentado allí, se dio cuenta de lo que significaba el ruido que hacía.

Luego Primitivo y Agustín le cogieron por las axilas para arrastrarle hasta lo alto de la cuesta, y la nueva articulación de su pierna le hacía bailar según los accidentes del terreno. Un obús silbó por encima de ellos, que se arrojaron al suelo aguardando a que estallase. El polvo les cayó encima, la metralla se dispersó y volvieron a recogerle. Luego le pusieron al abrigo de unos árboles, cerca de los caballos, y vio que María, Pilar y Pablo estaban alrededor.

María se arrodilló a su lado, diciendo:

- Roberto, ¿qué te ha pasado?

Jordan, empapado de sudor, contestó:

- La pierna izquierda se ha roto, guapa.

- Vamos a vendarla -dijo Pilar-. Podrás montar en ése -y señaló a uno de los caballos cargueros -. Descargadle.

Robert Jordan vio a Pablo negar con la cabeza y le hizo un gesto.

- Alejaos -dijo. Luego añadió-: Escucha, Pablo, ven aquí.

Su peludo rostro, mojado de sudor, se inclinó hacia él y Robert Jordan sintió de lleno el olor de Pablo.

- Dejadnos hablar -dijo a María y a Pilar-. Tengo que hablar con Pablo.

- ¿Te duele mucho? -preguntó Pablo, inclinándose muy cerca de él.

- No. Creo que el nervio ha sido destrozado. Oye. Marchaos. Yo estoy listo, ¿te das cuenta? Quiero hablar un rato con María. Cuando te diga que te la lleves, llévatela. Ella se querrá quedar. Pero voy a hablar un rato con ella.

- Te darás cuenta de que no tenemos mucho tiempo -dijo Pablo.

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