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- Sí, sí, sí… -dijo Pilar.

La cólera, la sensación de vacío y el odio que había sentido cuando, al levantarse de la cuneta, había visto a Anselmo, seguían dominándole. Y sentía también desesperación, esa desesperación que nace de la pena y que inspira a los soldados el odio suficiente para continuar siendo soldados. Ahora que todo había acabado, se sentía solo, abandonado, sin ganas de nada y odiando a todos los que tenía alrededor.

- Si no hubiera nevado… -dijo Pilar.

Y entonces, no de una manera súbita, como hubiera ocurrido tratándose de un desahogo físico, si, por ejemplo, Pilar le hubiera puesto el brazo encima del hombro, sino lentamente y de una forma reflexiva, empezó a aceptar lo que había pasado y a dejar que el odio se disipara.

Claro, la nieve. Había sido la culpable de todo. La nieve. La nieve había jugado a otros una mala pasada también. Y al ver cómo sucedieron las cosas a los demás, al conseguir desembarazarse de sí mismo, de ese del que había que desembarazarse constantemente en una guerra, volvía a ver las cosas de una manera objetiva. En la guerra no había lugar para uno mismo. Y al olvidarse de sí mismo, le oyó a Pilar decir: «El Sordo…»

- ¿Qué dices? -preguntó.

- El Sordo…

- Sí -dijo Robert Jordan, y sonrió con una sonrisa crispada, tensa, una sonrisa que le hacía daño en los músculos de la cara.

- Perdóname. He hecho mal. Lo siento, mujer. Hagámoslo todo bien y de acuerdo. Como tú dices, el puente ha volado.

- Sí, tienes que poner las cosas en su lugar.

- Voy a reunirme ahora con Agustín. Coloca a tu gitano más abajo, para que pueda ver la carretera. Dale estos fusiles a Primitivo y coge tú la máquina. Déjame que te enseñe cómo.

- Guárdate tu máquina -repuso Pilar-; no estaremos aquí mucho rato. Pablo llegará en seguida, y nos iremos.

- Rafael -llamó Robert Jordan-, ven aquí a mi lado. Aquí. Bien. ¿Ves a esos que salen de la cuneta? Ahí, más arriba del camión. ¿Los ves que se dirigen al camión? Pégale a uno de ellos. Siéntate. Hazlo con calma.

El gitano apuntó cuidadosamente y disparó, y mientras corría el cerrojo, para tirar el cartucho, Robert Jordan comentó:

- Muy alto. Has dado en la roca de más arriba. ¿Ves el polvo que ha levantado? Procura atinar medio metro por debajo. Ahora. Pero con cuidado. Corren. Bien. Sigue tirando.

- Le di a uno -dijo el gitano.

El hombre quedó tendido en medio de la carretera, entre la cuneta y el camión. Los otros dos no se detuvieron para recogerle. Se arrojaron a la cuneta y se quedaron agazapados allí.

- No les tires a ellos -dijo Robert Jordan-. Apunta a lo alto de uno de los neumáticos delanteros del camión. De manera que, si no atinas, le des al motor. Bien. -Miró con los prismáticos-. Un poco bajo. Bien. Estás pegando bien. Mucho. Mucho. Apunta a lo alto del radiador. En cualquier parte del radiador. Eres un campeón. Mira. No dejes pasar a nadie de ese punto. ¿Te das cuenta?

- Mira cómo le deshago el parabrisas -dijo el gitano, feliz.

- No. El camión ya está fastidiado -dijo Jordan-. Guarda las balas para cuando aparezca otro vehículo en la carretera. Empieza a disparar cuando lleguen frente a la cuneta. Trata de acertarle al conductor. Entonces, disparad todos -dijo a Pilar, que había bajado acompañada de Primitivo-. Estáis muy bien colocados. ¿Ves cómo esta elevación os protege el flanco?

- Ve a hacer tu trabajo con Agustín -dijo Pilar-. No hace falta que nos des una conferencia. Sé lo que es el terreno desde hace mucho tiempo.

- Coloca a Primitivo más arriba -dijo Robert Jordan-. Allí. ¿Te das cuenta, hombre? Allí, por donde la pendiente se hace más abrupta.

- Acaba ya -dijo Pilar-. Vete, inglés. Tú y tu perfección. Aquí no hay ningún problema. En aquel momento oyeron los aviones.

María llevaba mucho tiempo con los caballos; pero no era ningún consuelo para ella. Ni para los caballos. Desde el paraje del bosque en que se encontraba, no podía ver la carretera ni el puente, y cuando el tiroteo comenzó pasó el brazo alrededor del cuello del gran semental bajo de frente blanca, que había acariciado y regalado a menudo cuando los caballos estaban en el cercado, entre los árboles, por encima del campamento. Pero su nerviosismo desazonaba al gran semental, que sacudía la cabeza con las ventanas de las narices dilatadas al oír el ruido de las explosiones de los fusiles y de las granadas. María no era capaz de quedarse quieta en un mismo sitio y daba vueltas alrededor de los caballos, los acariciaba, les daba palmaditas y no conseguía más que exacerbar su nerviosismo y su agitación.

Intentó pensar en el tiroteo, no como una cosa terrible, que estaba sucediendo en aquellos momentos, sino imaginando que Pablo estaba abajo con los últimos que habían llegado y Pilar arriba con los otros, y que no tenía por qué inquietarse ni dejarse llevar por el pánico, sino tener confianza en Roberto. Pero no lo conseguía. Y todo el tiroteo de arriba y el tiroteo de abajo y la batalla que descendía del puerto como una tormenta lejana con un tableteo seco y el estallido regular de las bombas componían un cuadro de horror que casi la impedía respirar. Más tarde oyó el vozarrón de Pilar que, desde abajo, desde el flanco del cerro, gritaba indecencias que no comprendía; y pensó: «Dios mío, no; no hables así mientras él está en peligro. No ofendas a nadie. No provoques riesgos inútiles. No los provoques.»

Luego se puso a rezar por Robert, rápida y maquinalmente, como en el colegio, diciendo sus oraciones de prisa, todo lo de prisa que podía, y contándolas con los dedos de la mano izquierda, rezando misterios completos de avemarías. Por fin el puente saltó y un caballo rompió las riendas después de espantarse, y se escapó por entre los árboles. María salió tras él para cogerle y le trajo temblando, estremeciéndose, con el pecho bañado en sudor, la montura torcida, y, mientras regresaba por entre los árboles, oyó el tiroteo más cercano y pensó: «No puedo soportar esto mucho tiempo. No puedo aguantar más sin saber lo que pasa. No puedo respirar y tengo la boca seca. Tengo miedo y no sirvo de nada, y he asustado a los caballos y he cogido a éste por casualidad; porque tiró la montura al tropezar con un árbol y se enganchó en los estribos, y ahora que estoy reajustando la montura, Dios mío, no sé, no puedo soportarlo, te lo ruego. Que vaya todo bien; porque mi corazón y todo mi ser están en el puente. La República es una cosa, y el que tengamos que ganar esta guerra es otra. Pero, Virgen bendita, traéle del puente sano y salvo y haré todo lo que quieras. Porque yo no estoy aquí. No soy yo. Yo no vivo más que por él. Protégele, porque te lo pido yo, y entonces haré todo lo que quieras, y él no se opondrá. Y no será contra la República. Te lo ruego; perdóname, porque no entiendo nada en estos momentos; haré lo que esté bien hecho; haré lo que él diga y lo que tú digas, y lo haré con toda mi alma. Pero ahora no puedo soportar el no saber lo que pasa.»

Luego ajustó la silla, estiró la manta, apretó las cinchas y oyó el vozarrón de Pilar que le llegaba de entre los árboles:

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