- Más tarde. El puente es de gran importancia.
- La chica me dijo que su amigo, el que estuvo en el tren con nosotros, ha muerto.
- Así es.
- ¡Qué pena! Nunca vi una explosión semejante. Era un hombre de mucho talento. Me gustaba mucho. ¿No sería posible volar ahora otro tren? Tenemos muchos hombres en las montañas, demasiados. Ya resulta difícil encontrar comída para todos. Sería mejor que nos fuéramos. Además tenemos caballos.
- Hay que volar un puente.
- ¿Dónde está ese puente?
- Muy cerca de aquí.
- Mejor que mejor -dijo la mujer de Pablo-. Vamos a volar todos los puentes que haya por aquí y nos largamos. Estoy harta de este lugar. Hay aquí demasiada gente. No puede salir de aquí nada bueno. Estamos aquí parados, sin hacer nada, y eso es repugnante.
Vio pasar a Pablo por entre los árboles.
- Borracho -gritó-. Borracho, condenado borracho. -Se volvió hacia Jordan jovialmente:- Se ha llevado una bota de vino para beber solo en el bosque -explicó-. Está todo el tiempo bebiendo. Esta vida acaba con él. Joven, me alegro mucho que haya venido -le dio un golpe en el hombro-. Vamos -dijo-, es usted más fuerte de lo que aparenta. -Y le pasó la mano por la espalda, palpándole los músculos bajo la camisa de franela.- Bien, me alegro mucho de que haya venido.
- Lo mismo le digo.
- Vamos a entendernos bien -aseguró ella-. Beba un trago.
- Hemos bebido varios -repuso Jordan-. ¿Quiere usted beber? -preguntó Jordan.
- No -contestó ella-, hasta la hora de la cena. Me da ardor de estómago. -Luego volvió la cabeza y vio otra vez a Pablo.- Borracho -gritó-. Borracho. -Se volvió a Jordan y movió la cabeza.- Era un hombre muy bueno -dijo-; pero ahora está acabado. Y escuche, quiero decirle otra cosa. Sea usted bueno y muy cariñoso con la chica. Con la María. Ha pasado una mala racha. ¿Comprendes? -dijo tuteándole súbitamente.
- Sí, ¿por qué me dice usted eso?
- Porque vi cómo estaba cuando entró en la cueva, después de haberte visto. Vi que te observaba antes de salir.
- Hemos bromeado un poco.
- Lo ha pasado muy mal -dijo la mujer de Pablo-. Ahora está mejor, y sería conveniente llevársela de aquí.
- Desde luego; podemos enviarla al otro lado de las líneas con Anselmo.
- Anselmo y usted pueden llevársela cuando acabe esto -dijo dejando momentáneamente el tuteo.
Robert Jordan volvió a sentir la opresión en la garganta y su voz se enronqueció.
- Podríamos hacerlo -dijo.
La mujer de Pablo le miró y movió la cabeza.
- ¡Ay, ay! -dijo-. ¿Son todos los hombres como usted?
- No he dicho nada -contestó él-; y es muy bonita, como usted sabe.
- No, no es guapa. Pero empieza a serlo; ¿no es eso lo que quiere decir? -preguntó la mujer de Pablo-. Hombres. Es una vergüenza que nosotras, las mujeres, tengamos que hacerlos. No. En serio. ¿No hay casas sostenidas por la República para cuidar de estas chicas?
- Sí -contestó Jordan-. Hay casas muy buenas. En la costa, cerca de Valencia. Y en otros lugares. Cuidarán de ella y la enseñarán a cuidar de los niños. En esas casas hay niños de los pueblos evacuados. Y le enseñarán a ella cómo tiene que cuidarlos.
- Eso es lo que quiero para ella -dijo la mujer de Pablo-. Pablo se pone malo sólo de verla. Es otra cosa que está acabando con él. Se pone malo en cuanto la ve. Lo mejor será que se vaya.
- Podemos ocuparnos de eso cuando acabemos con lo jttto.
- ¿Y tendrá usted cuidado de ella si yo se la confío a usted? Le hablo como si le conociera hace mucho tiempo.
- Y es como si fuera así -dijo Jordan-. Cuando la gente se entiende, es como si fuera así.
- Siéntese -dijo la mujer de Pablo-. No le he pedido que me prometa nada, porque lo que tenga que suceder, sucederá. Pero si usted no quiere ocuparse de ella, entonces voy a pedirle que me prometa una cosa.
- ¿Por qué no voy a ocuparme de ella?
- No quiero que se vuelva loca cuando usted se marche. La he tenido loca antes y ya he pasado bastante con ella.
- Me la llevaré conmigo después de lo del puente -dijo Jordan-. Si estamos vivos después de lo del puente, me la llevaré conmigo.
- No me gusta oírle hablar de esa manera. Esa manera de hablar no trae suerte.
- Le he hablado así solamente para hacerle una promesa -dijo Jordan-. No soy pesimista.
- Déjame ver tu mano -dijo la mujer, volviendo otra vez al tuteo.
Jordan extendió su mano y la mujer se la abrió, la retuvo, le pasó el pulgar por la palma con cuidado y se la volvió a cerrar. Se levantó. Jordan se puso también en pie y vio que ella le miraba sin sonreír.
- ¿Qué es lo que ha visto? -preguntó Jordan-. No creo en esas cosas; no va usted a asustarme.
- Nada -dijo ella-; no he visto nada.
- Sí, ha visto usted algo, y tengo curiosidad por saberlo. Aunque no creo en esas cosas.
- ¿En qué es en lo que usted cree?
- En muchas cosas, pero no en eso.
- ¿En qué?
- En mi trabajo.
- Ya lo he visto.
- Dígame qué es lo que ha visto.
- No he visto nada -dijo ella agriamente-. El puente es muy difícil, ¿no es así?
- No, yo dije solamente que es muy importante.
- Pero puede resultar difícil.
- Sí. Y ahora voy a tener que ir abajo a estudiarlo. ¿Cuantos hombres tienen aquí?
- Hay cinco que valgan la pena. El gitano no vale para nada, aunque sus intenciones son buenas. Tiene buen corazón. En Pablo no confío.
- ¿Cuántos hombres tiene el Sordo que valgan la pena?
- Quizá tenga ocho. Veremos esta noche al Sordo. Vendrá por aquí. Es un hombre muy listo. Tiene también algo de dinamita. No mucha. Hablará usted con él.
- ¿Ha enviado a buscarle?
- Viene todas las noches. Es vecino nuestro. Es un buen amigo y camarada.
- ¿Qué piensa usted de él?
- Es un hombre bueno. Muy listo. En el asunto del tren estuvo enorme.
- ¿Y los de las otras bandas?