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- Esos son los cerdos que mataron a mi hermana y a mi madre -dijo el capitán. Tenía la tez roja, un bigote rubio, de aspecto británico, y algo raro en la mirada. Los ojos eran de un azul pálido, con pestañas rubias también. Cuando se les miraba se tenía la impresión de que se fijaban lentamente-. ¡Rojos! -gritó-. ¡Cobardes! -Y empezó otra vez a insultarlos.

Se había quedado enteramente al descubierto y, apuntando con cuidado, disparó sobre el único blanco que ofrecía la cima de la colina: el caballo muerto que había pertenecido al Sordo. La bala levantó una polvareda a unos quince metros por debajo del caballo. El capitán disparó de nuevo. La bala fue a dar contra una roca y rebotó silbando.

El capitán, de pie, siguió contemplando la cima de la colina. El teniente Berrendo miraba el cuerpo del otro teniente, que yacía justamente por debajo de la cima. El soldado miraba al suelo que tenía a sus pies. Luego levantó sus ojos hacia el capitán.

- Ahí arriba no queda nadie vivo -dijo el capitán-. Tú -añadió, dirigiéndose al soldado-, vete a verlo.

El soldado miró al suelo y no contestó.

- ¿No me has oído? -le gritó el capitán.

- Sí, mi capitán -contestó el soldado, sin mirarle.

- Entonces, vete. -El capitán tenía en la mano la pistola.- ¿Me has oído?

- Sí, mi capitán.

- Entonces, ¿por qué no vas?

- No tengo ganas, mi capitán.

- ¿No tienes ganas? -El capitán apoyó la pistola contra los riñones del soldado.- ¿No tienes ganas?

- Tengo miedo, mi capitán -respondió con dignidad el soldado.

El teniente Berrendo, que observaba la cara del capitán y sus ojos extraños, creyó que iba a matar al soldado.

- Capitán Mora… -dijo.

- Teniente Berrendo…

- Es posible que el soldado tenga razón.

- ¿Que tenga razón cuando dice que tiene miedo? ¿Que tenga razón cuando me dice que no quiere obedecer una orden?

- No. Que tenga razón cuando dice que es una trampa que se nos tiende.

- Están todos muertos -replicó el capitán-. ¿No me oyes cuando digo que están todos muertos?

- ¿Hablas de nuestros camaradas desparramados por esa ladera? -preguntó Berrendo-. Entonces estoy de acuerdo contigo.

- Paco -dijo el capitán-, no seas tonto. ¿Crees que eres el único que apreciaba a Julián? Te digo que los rojos están muertos. Mira.

Se irguió, puso las dos manos en la parte superior de la roca y, ayudándose torpemente con las rodillas, se encaramó y se puso de pie.

- Disparad -gritó, de pie sobre el peñasco de granito gris, agitando los brazos-. Disparad. Disparad. Matadme.

En la cima de la colina el Sordo seguía acurrucado detrás del caballo muerto y sonreía.

«¡Qué gente!», pensó. Rió intentando contenerse, porque la risa le sacudía el brazo y le hacía daño.

- ¡Rojos! -gritaba el de abajo-. Canalla roja, disparad. Matadme.

El Sordo, con el pecho sacudido por la risa, echó una rápida ojeada por encima de la grupa del caballo y vio al capitán, que agitaba los brazos en lo alto de su peñasco. Otro oficial estaba junto a él. Un soldado estaba al otro lado. El Sordo continuó mirando en aquella dirección y moviendo la cabeza muy contento.

«Disparad sobre mí -repetía en voz baja-. Matadme.» Y volvieron a sacudirse sus hombros por la risa. Todo ello le hacía daño en el brazo y cada vez que reía, sacaba la impresión de que su cabeza iba a estallar. Pero la risa le acometía de nuevo como un espasmo.

El capitán Mora descendió del peñasco.

- ¿Me crees ahora, Paco? -le preguntó al teniente Berrendo.

- No -dijo el teniente Berrendo.

- ¡C…! -exclamó el capitán-. Aquí no hay más que idiotas y cobardes.

El soldado fue a refugiarse prudentemente detrás del peñasco y el teniente Berrendo se agazapó junto a él.

El capitán, al descubierto, a un lado del peñasco, se puso a gritar atrocidades hacia la cima de la colina. No hay lenguaje más atroz que el español. Se encuentra en este idioma la traducción de todas las groserías de las otras lenguas y, además, expresiones que no se usan más que en los países en que la blasfemia va pareja con la austeridad religiosa. El teniente Berrendo era un católico muy devoto. El soldado, también. Eran carlistas de Navarra y juraban y blasfemaban cuando estaban encolerizados; pero no dejaban de mirarlo como un pecado, que se confesaban regularmente.

Agazapados detrás de la roca, escuchando las blasfemias del capitán, trataron de desentenderse de él y de sus palabras. No querían tener sobre su conciencia ese linaje de pecados en un día en que podían morir.

«Hablar así no nos va a traer suerte -pensó el soldado-. Ese habla peor que los rojos.»

«Julián ha muerto -pensaba el teniente Berrendo-. Muerto ahí, sobre la cuesta, en un día como éste. Y ese mal hablado va a traernos peor suerte aún con sus blasfemias.»

Por fin el capitán dejó de gritar y se volvió hacia el teniente Berrendo. Sus ojos parecían más raros que nunca.

- Paco -dijo alegremente-, subiremos tú y yo.

- Yo no.

- ¿Qué dices? -exclamó el capitán, volviendo a sacar la pistola.

«Odio a los que siempre están sacando a relucir la pistola -pensó Berrendo-. No saben dar una orden sin sacar el arma. Probablemente harán lo mismo cuando vayan al retrete para ordenar que salga lo que tiene que salir.»

- Iré si me lo ordenas; pero bajo protesta -dijo el teniente Berrendo al capitán.

- Está bien. Iré yo solo -dijo el capitán-. No puedo aguantar tanta cobardía.

Empuñando la pistola con la mano derecha, comenzó firmemente la subida de la ladera. Berrendo y el soldado le miraban desde su refugio. El capitán pretendía esconderse y llevaba la vista al frente, fija en las rocas, el caballo muerto y la tierra recién removida de la cima.

El Sordo estaba tumbado detrás de su caballo, pegado a su roca, mirando al capitán, que subía por la colina.

«Uno solo. Pero, por su manera de hablar, se ve que es caza mayor. Mira qué animal. Mírale cómo avanza. Ese es para mí. A ése me lo llevo yo por delante. Ese que se acerca va a hacer el mismo viaje que yo. Vamos, ven, camarada viajero. Sube. Ven a mi encuentro. Vamos. Adelante. No te detengas. Ven hacia mí. Sigue como ahora. No te detengas para mirarlos. Muy bien. No mires hacia abajo. Continúa avanzando, con la mirada hacia delante. Mira, lleva bigote. ¿Qué te parece eso? Le gusta llevar bigote al camarada viajero. Es capitán. Mírale las bocamangas. Ya dije yo que era caza mayor. Tiene cara de inglés. Mira. Tiene la cara roja, el pelo rubio y los ojos azules. Va sin gorra y tiene bigote rubio. Tiene los ojos azules. Sus ojos son de color azul pálido y hay algo extraño en ellos. Son ojos que no miran bien. Ya está bastante cerca. Demasiado cerca. Bien, camarada viajero, ahí va eso. Eso es para ti, camarada viajero.»

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