«Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás cómo te la da.»
Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a él no le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve, aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran agitación y, agachándose, gritaba:
—¡Cógela, cógela! ¡Ah, diablo!
Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos lo trasladaban a la casa señorial. Allí, el árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo que nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en casa de los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a formar parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del zapatero Alajin, para que aprendiese el oficio...
«¡Ven, abuelito, ven! —continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho—. En nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y, además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me dio un pescozón tan fuerte que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es vivir; los perros viven mejor que yo... Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón guárdalo bien y no se lo dejes a nadie. Sin más, sabes que te quiere tu nieto
VANKA CHUKOV
Ven en seguida, abuelito.»
Vanka plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había comprado el día anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente dirección:
«En la aldea, a mi abuelo.»
Tras una nueva meditación, añadió:
«Constantino Makarich.»
Congratulándose de haber escrito la carta sin que nadie lo estorbase, se puso la gorra, y, sin otro abrigo, corrió a la calle.
El dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho que las cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían para llevarlas en troika a través del mundo entero.
Vanka echó su preciosa epístola en el buzón más próximo...
Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.
Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la carta de Vanka. El perro Serpiente se paseaba en torno de la estufa y meneaba el rabo...
Vecinos
Piotr Mijáilich Ivashin estaba de muy mal humor: su hermana, una muchacha soltera, se había fugado con Vlásich, que era un hombre casado. Tratando de ahuyentar la profunda depresión que se había apoderado de él y que no lo dejaba ni en casa ni en el campo, llamó en su ayuda al sentimiento de justicia, sus honoradas convicciones (¡porque siempre había sido partidario de la libertad en el campo!), pero esto no le sirvió de nada, y cada vez, contra su voluntad, llegaba a la misma conclusión: que la estúpida niñera, es decir, que su hermana había obrado mal y que Vlásich la había raptado. Y esto era horroroso.
La madre no salía de su habitación, la niñera hablaba a media voz y no cesaba de suspirar, la tía manifestaba constantes deseos de irse, y sus maletas ya las sacaban a la antesala, ya las retiraban de nuevo a su cuarto. Dentro de la casa, en el patio y en el jardín reinaba un silencio tal, que parecía que hubiese un difunto. La tía, la servidumbre y hasta los mujiks, según parecía a Piotr Mijáilich, lo miraban con expresión enigmática y perpleja, como si quisiesen decir: «Han seducido a tu hermana, ¿por qué te quedas con los brazos cruzados?» También él se reprochaba su inactividad, aunque no sabía qué era, en realidad, lo que debía hacer.
Así pasaron seis días. El séptimo —un domingo, después de la comida— un hombre a caballo trajo una carta. La dirección —«A su Excel. Anna Nikoláievna Iváshina»— estaba escrita con unos familiares caracteres femeninos. Piotr Mijáilich creyó ver en el sobre, en los caracteres y en la palabra escrita a medias, «Excel.», algo provocativo, liberal. Y el liberalismo de la mujer es terco, implacable, cruel...
«Preferirá la muerte antes de hacer una concesión a su desgraciada madre, antes de pedirle perdón», pensó Piotr Mijáilich cuando iba en busca de su madre con la carta en la mano.
Aquélla estaba en la cama, pero vestida. Al ver al hijo, se incorporó impulsivamente y, arreglándose los cabellos grises que se le habían salido de la cofia, preguntó con frase rápida:
—¿Qué hay? ¿Qué hay?
—Ha mandado... —dijo el hijo, entregándole la carta.
El nombre de Zina y hasta el pronombre «ella» no se pronunciaban en la casa. De Zina se hablaba de manera impersonal: «ha mandado», «se ha ido»... La madre reconoció la escritura de la hija, y su cara, desencajada, se hizo desagradable. Los cabellos grises se escaparon de nuevo de la cofia.
—¡No! —dijo, apartando las manos como si la carta le hubiese quemado los dedos—. ¡No, no, jamás! ¡Por nada del mundo!
La madre rompió en sollozos histéricos producidos por el dolor y el bochorno; parecía sentir deseos de leer la carta, pero el orgullo se lo impedía. Piotr Mijáilich se daba cuenta de que debía él mismo abrirla y leerla en voz alta, pero de pronto se sintió dominado por una cólera como nunca había conocido. Corrió al patio y gritó al hombre que había traído la misiva:
—¡Di que no habrá contestación! ¡No habrá contestación! ¡Dilo así, animal!
Y a renglón seguido hizo pedazos la carta. Luego las lágrimas afluyeron a sus ojos y, sintiéndose cruel, culpable y desdichado, se fue al campo.
Sólo tenía veintisiete años, pero ya estaba gordo, vestía como los viejos, con trajes muy holgados, y padecía disnea. Poseía ya todas las inclinaciones del terrateniente solterón. No se enamoraba, no pensaba en casarse y únicamente quería a su madre, a su hermana, a la niñera y al jardinero Vasílich. Le gustaba comer bien, dormir la siesta y hablar de política y de materias elevadas... Había terminado en tiempos los estudios en la Universidad, pero ahora miraba esto como si hubiese sido una carga inevitable para los jóvenes de los dieciocho a los veinticinco años. Al menos, las ideas que ahora rondaban cada día por su cabeza no tenían nada de común con la Universidad ni con lo que en ésta había estudiado.