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Tú no me amas, no...

Al pronunciar la palabra «no», tuerce la boca hasta la oreja.

Charmant, charmant, gimen en francés las otras jóvenes. Ya llega la noche. Por detrás de los matorrales asoma una luna lamentable. Todo está en silencio. S e percibe un olor repugnante de heno cortado. Tomo mi sombrero y me voy a marchar.

—Tengo que comunicarle algo interesante —murmura Masdinka a mi oído.

Abrigo el presentimiento de que algo malo me va a suceder, y, por delicadeza, me quedo. Masdinka me coge del brazo y me arrastra hacia una avenida. Toda su fisonomía expresa una lucha. Está pálida, respira con dificultad; diríase que piensa arrancarme el brazo derecho. «¿Qué tendrá?», pienso yo.

—Escuche usted; no puedo...

Quiere decir algo; pero no se atreve. Veo por su cara que, al fin, se decide. Me lanza una ojeada, y con la nariz, que va hinchándose gradualmente, me dice a quema ropa:

—Nicolás, yo soy suya. No lo puedo amar; pero le prometo fidelidad.

Se aprieta contra mi pecho y retrocede poco después.

—Alguien viene, adiós; mañana a las once me hallaré en la glorieta.

Desaparece. Yo no comprendo nada. El corazón me late. Regreso a mi casa. El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros me aguarda; pero trabajar me es imposible. Estoy rabioso. Me siento terriblemente irritado. Yo no permito que se me trate como a un chiquillo. Soy irascible, y es peligroso bromear conmigo. Cuando la sirvienta me anuncia que la cena está lista, la despido brutalmente:

—¡Váyase en mal hora!

Una irritabilidad semejante nada bueno promete. Al otro día, por la mañana, el tiempo es el habitual en el campo. La temperatura fría, bajo cero. El viento frío; lluvia, fango y suciedad. Todo huele a naftalina, porque mi mamá saca a relucir su traje de invierno. Es el día 7 de agosto de 1887, día del eclipse de sol. Hay que advertir que cada uno de nosotros, aun sin ser astrónomo, puede ser de utilidad en esta circunstancia. Por ejemplo: cada uno puede, primero, marcar el diámetro del sol con respecto al de la luna; segundo, dibujar la corona del sol; tercero, marcar la temperatura; cuarto, fijar en el momento del eclipse la situación de los animales y de las plantas; quinto, determinar sus propias impresiones, etcétera. Todo esto es tan importante, que por el momento resuelvo dejar aislado el impuesto sobre los perros. Me propongo observar el eclipse. Todos nos hemos levantado muy temprano. Reparto el trabajo en la forma siguiente: yo calcularé el diámetro del sol y de la luna; el oficial herido dibujará la corona. Lo demás correrá a cargo de Masdinka y de las señoritas de diversos matices.

—¿De qué proceden los eclipses? —pregunta Masdinka.

Yo contesto:

—Los eclipses proceden de que la luna, recorriendo la elíptica, se coloca en la línea sobre la cual coinciden el sol y la tierra.

—¿Y qué es la elíptica?

Yo se lo explico. Masdinka me escucha con atención, y me pregunta:

—¿No es posible ver, mediante un vidrio ahumado, la línea que junta los centros del sol y de la tierra?

—Es una línea imaginaria —le contesto.

—Pero si es imaginaria —replica Masdinka—, ¿cómo es posible que la luna se sitúe en ella?

No le contesto. Siento, sin embargo, que, a consecuencia de esta pregunta ingenua, mi hígado se agranda.

—Esas son tonterías —añade la mamá de Masdinka—; nadie es capaz de predecir lo que ocurrirá. Y, además, usted no estuvo jamás en el cielo. ¿Cómo puede saber lo que acontece a la luna y al sol? Todo ello son puras fantasías.

Es cierto; la mancha negra empieza a extenderse sobre el sol. Todos parecen asustados; las vacas, los caballos, los carneros con los rabos levantados, corren por el campo mugiendo. Los perros aúllan. Las chinches creen que es de noche y salen de sus agujeros, con el objeto de picar a los que hallen a su alcance. El vicario llega en este momento con su carro de pepinos, se asusta, abandona el vehículo y se oculta debajo del puente; el caballo penetra en su patio, donde los cerdos se comen los pepinos. El empleado de las contribuciones, que había pernoctado en la casa vecina, sale en paños menores y grita con voz de trueno: «¡Sálvese quien pueda!» Muchos veraneantes, incluso algunas bonitas jóvenes, se lanzan a la calle descalzos. Otra cosa ocurre que no me atrevo a referir.

—¡Qué miedo! ¡Esto es horrible! —chillan las señoritas de diversos matices.

—Señora, observe bien, el tiempo es precioso. Yo mismo calculo el diámetro.

Me acuerdo de la corona, y busco al oficial herido, quien está parado, inmóvil.

—¿Qué diablos hace usted? ¿Y la corona?

El oficial se encoge de hombros, y con la mirada me indica sus dos brazos. En cada uno de ellos permanece colgada una señorita, las cuales, asidas fuertemente a él, le impiden el trabajo. Tomo el lápiz y anoto los minutos y los segundos: esto es muy importante. Marco la situación geográfica del punto de observación: esto es también muy importante. Quiero calcular el diámetro, pero Masdinka me coge de la mano y me dice:

—No se olvide usted: hoy, a las once.

Me desprendo de ella, porque los momentos son preciosos y yo tengo empeño en continuar mis observaciones. Varinka se apodera de mi otro brazo y no me suelta. El lápiz, el vidrio ahumado, los dibujos, todo se cae al suelo. ¡Diantre! Hora es de que esta joven sepa que yo soy irascible, y cuando yo me irrito, no respondo de mí. En vano pretendo seguir. El eclipse se acabó.

—¿Por qué no me mira usted? —me susurra tiernamente al oído.

Esto es ya más que una burla. No es posible jugar con la paciencia humana. Si algo terrible sobreviene, no será por culpa mía. ¡Yo no permito que nadie se mofe de mí! ¡Qué diablo! En mis instantes de irritación no aconsejo a nadie que se acerque a mí. Yo soy capaz de todo. Una de las señoritas nota en mi semblante que estoy irritado y trata de calmarme.

—Nicolás Andreievitch, yo he seguido fielmente sus indicaciones, observé a los mamíferos y apunté cómo, ante el eclipse, el perro gris persiguió al gato, después de lo cual quedó por algún tiempo meneando la cola.

Nada resulta, pues, de mis observaciones. Me voy a casa. Llueve, y no me asomo al balconcito. El oficial herido se arriesga a salir a su balcón, y hasta escribió: «He nacido en...» Pero desde mi ventana veo cómo una de las señoritas de marras lo llama, con el fin de que vaya a su casa. Trabajar me es imposible. El corazón me late con violencia. No iré a la cita de la glorieta. Es evidente que cuando llueve yo no puedo salir a la calle. A las doce recibo una esquelita de Masdinka, la cual me reprende, y exige que me persone en la glorieta, tuteándome. A la una recibo una segunda misiva, y a las dos una tercera. Hay que ir, no cabe duda. Empero, antes de ir, debo pensar qué es lo que habré de decirle. Me comportaré como un caballero. En primer lugar, le declararé que es inútil que cuente con mi amor; no, semejante cosa no se le dice a las mujeres; decir a una mujer «yo no la amo», es como decir a un escritor: «usted escribe mal». Le expondrá sencillamente mi opinión acerca del matrimonio. Me pongo, pues, el abrigo de invierno, empuño el paraguas y me dirijo a la glorieta. Conocedor como soy de mi carácter irritable, temo cometer alguna barbaridad. Me las arreglaré para refrenarme. En la glorieta, Masdinka me espera. Narinka está pálida y solloza. Al verme prorrumpe en una exclamación de alegría y se agarra a mi cuello.

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