—Tengo siete años, papá —replicó Kola, niña de tez parda, pelo y ojos negros como el carbón.
—Sí; hemos envejecido; perdimos nuestra energía —dice Lobnief suspirando—. He ahí la causa de todo: la vejez; nos faltan los hombres de iniciativa, y los que la tenían son viejos. No arde el mismo fuego. En mi juventud no me gustaba que la sociedad se aburriera. Siempre fui el mejor cooperador de Ana Pavlovna. En todo lo que ella llevaba a cabo, veladas de beneficencia, loterías, protección a tal o cual artista de mérito, yo la secundaba con asiduidad, dejando a un lado mis otras ocupaciones. En cierto invierno, tanto me moví, tanto me agité, que hasta me puse enfermo. No olvidaré jamás aquella temporada. ¿No se acuerda usted del espectáculo que arreglamos a beneficio de las víctimas de un incendio?
—¿En qué año fue?
—No ha mucho...; me parece que en el 80.
—Díganme, ¿qué edad tiene Vania?
—¡Cinco años! —grita desde su gabinete Ana Pavlovna.
—Como quiera que sea, ya se han ido seis años. ¡Amigo mío! Ya no arde el mismo fuego.
Lobnief y Charamúkin permanecen pensativos. Los tizones de la chimenea lanzan un postrer destello y se cubren de ceniza.
La máscara
En el club social de la ciudad de X se celebraba, con fines benéficos, un baile de máscaras o, como le llamaban las señoritas de la localidad, "un baile de parejas".
Era ya medianoche. Unos cuantos intelectuales sin antifaz, que no bailaban —en total eran cinco—, estaban sentados en la sala de lectura, alrededor de una gran mesa, y ocultas sus narices y barbas detrás del periódico, leían, dormitaban o, según la expresión del cronista local de los periódicos de la capital, meditaban.
Desde el salón del baile llegaban los sones de una contradanza. Por delante de la puerta corrían en un ir y venir incesante los camareros, pisando con fuerza; mas en la sala de lectura reinaba un profundo silencio.
—Creo que aquí estaremos más cómodos —se oyó de pronto una voz de bajo, que parecía salir de una caverna. ¡Por acá, muchachas, vengan acá!
La puerta se abrió y al salón de lectura penetró un hombre ancho y robusto, disfrazado de cochero, con el sombrero adornado de plumas de pavo real y con antifaz puesto. Le seguían dos damas, también con antifaz, y un camarero, que llevaba una bandeja con unas botellas de vino tinto, otra de licor y varios vasos.
—¡Aquí estaremos muy frescos! —dijo el individuo robusto—. Pon la bandeja sobre la mesa... Siéntense, damiselas. ¡Ye vu pri a la trimontran! Y ustedes, señores, hagan sitio. No tienen por qué ocupar la mesa.
El individuo se tambaleó y con una mano tiró al suelo varias revistas.
—¡Pon la bandeja acá! Vamos, señores lectores, apártense. Basta de periódicos y de política.
—Le agradecería a usted que no armase tanto alboroto —dijo uno de los intelectuales, mirando al disfrazado por encima de sus gafas—. Estamos en la sala de lectura y no en un buffet... No es un lugar para beber.
—¿Por qué no es un lugar para beber? ¿Acaso la mesa se tambalea, o el techo amenaza derrumbarse? Es extraño. Pero no tengo tiempo para charlas... Dejen los periódicos. Ya han leído bastante, demasiado inteligentes se han puesto; además, es perjudicial para la vista y lo principal es que yo no lo quiero y con esto basta.
El camarero colocó la bandeja sobre la mesa y, con la servilleta encima del brazo, se quedó de pie junto a la puerta. Las damas la emprendieron inmediatamente con el vino tinto.
—¿Cómo es posible que haya gente tan inteligente que prefiera los periódicos a estas bebidas? —comenzó a decir el individuo de las plumas de pavo real, sirviéndose licor—. Según mi opinión, respetables señores, prefieren ustedes la lectura porque no tienen dinero para beber. ¿Tengo razón? ¡Ja, ja...! Pasan ustedes todo el tiempo leyendo. Y ¿qué es lo que está ahí escrito? Señor de las gafas, ¿qué acontecimientos ha leído usted? Bueno, deja de darte importancia. Mejor bebe.
El individuo de las plumas de pavo real se levantó y arrancó el periódico de las manos del señor de las gafas. Éste palideció primero, se sonrojó después y miró con asombro a los demás intelectuales, que a su vez le miraron.
—¡Usted se extralimita, señor! —estalló el ofendido—. Usted convierte un salón de lectura en una taberna; se permite toda clase de excesos, me arranca el periódico de las manos. ¡No puedo tolerarlo! ¡Usted no sabe con quién trata, señor mío! Soy el director del Banco, Yestiakov.
—Me importa un comino que seas Yestiakov. Y en lo que se refiere a tu periódico mira... El individuo levantó el periódico y lo hizo pedazos.
—Señores, pero ¿qué es esto? —balbuceó Yestiakov estupefacto—. Esto es extraño, esto sobrepasa ya lo normal...
—¡Se ha enfadado! —echóse a reír el disfrazado—. ¡Uf! ¡Qué susto me dio! ¡Hasta tiemblo de miedo! Escúchenme, respetables señores. Bromas aparte, no tengo deseos de entrar en conversación con ustedes... Y como quiero quedarme aquí a solas con las damiselas y deseo pasar un buen rato, les ruego que no me contradigan y se vayan... ¡Vamos! Señor Belebujin, ¡márchate a todos los diablos! ¿Por qué están frunciendo el ceño? Si te lo digo, debes irte. Y de prisita, no vaya a ser que en hora mala te largue algún pescozón.
—Pero ¿cómo es eso? —dijo Belebujin, el tesorero de la Junta de los Huérfanos, encogiéndose de hombros—. Ni siquiera puedo comprenderlo... ¡Un insolente irrumpe aquí y... de pronto ocurren semejantes cosas!
—¿Qué palabra es ésa de insolente? —gritó enfadado el individuo de las plumas de pavo real, y golpeó con el puño la mesa con tanta fuerza que los vasos saltaron en la bandeja—. ¿A quién hablas? ¿Te crees que como estoy disfrazado puedes decirme toda clase de impertinencias? ¡Atrevido! ¡Lárgate de aquí, mientras estés sano y salvo! ¡Que se vayan todos, que ningún bribón se quede aquí! ¡Al diablo!
—¡Bueno, ahora veremos! —dijo Yestiakov, y hasta sus gafas se le habían humedecido de emoción. ¡Ya le enseñaré! ¡A ver, llamen al encargado!
Un minuto más tarde entraba el encargado, un hombrecito pelirrojo, con una cintita azul en el ojal. Estaba sofocado a consecuencia del baile.
—Le ruego que salga —comenzó—. Aquí no se puede beber. ¡Haga el favor de ir al buffet!
—Y tú ¿de dónde sales? —preguntó el disfrazado—. ¿Acaso te he llamado? —Le ruego que no me tutee y que salga inmediatamente.
—Óyeme, amigo, te doy un minuto de plazo... Como eres la persona responsable, haz el favor de sacar de aquí a estos artistas. A mis damiselas no les gusta que haya nadie aquí... Se azoran y yo, pagando mi dinero, voy a tener el gusto de que estén al natural.
—Por lo visto, este imbécil no comprende que no está en una cuadra —gritó Yestiakov—. Llamen a Evstrat Spiridónovich.