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—Sí... cierto... no está nada mal...

Pasó una hora y otra. En el vecino parque de la ciudad tocaba una orquesta, cantaba un coro. Cuando Vera Iósifovna cerró su libreta, durante cinco minutos quedaron en silencio. Escuchaban "El candil" —que cantaba el coro— y la canción les decía lo que no se daba en la novela, pero sí sucedía en la vida.

—¿Publica usted sus obras? —preguntó Stártsev a Vera Iósifovna.

—No —contestó la señora—, no publico en ninguna parte, lo escribo y lo guardo en un cajón. ¿Para qué publicarlo? —aclaró—. Medios no nos faltan.

Por alguna razón, todos suspiraron.

—Y ahora, querida, tócanos algo —dijo Iván Petróvich a su hija.

Levantaron la tapa del piano de cola, abrieron el libro de notas que ya estaba preparado para el caso. Ekaterina Ivánovna se sentó y con ambas manos golpeó las teclas y seguidamente dio otro golpe con todas sus fuerzas. Los golpes se sucedieron uno tras otro, los hombros y los pechos de la muchacha se estremecían, golpeaba con obstinación siempre en las mismas teclas y parecía que no iba a parar hasta que estas no se hundieran en el piano. El salón se llenó de estruendo; todo rugía: el suelo, el techo, los muebles... Ekaterina Ivánovna tocaba un pasaje difícil, interesante justamente por su dificultad; era extenso y reiterado. Stártsev, al escucharlo, se imaginaba cómo de una alta montaña iban cayendo rocas y más rocas y deseó que terminaran de caer cuanto antes. Pero al mismo tiempo Ekaterina Ivánovna, sonrosada y en tensión, fuerte, enérgica, con un mechón de pelo cayéndole sobre la frente, le agradaba mucho. Después de un invierno pasado en Diálizh entre enfermos y mujiks, era tan agradable, tan nuevo encontrarse en ese salón, mirar a este ser joven exquisito y lleno de gracia, y escuchar estos sonidos ruidosos, cansinos, pero de todos modos cultos...

—¡Bueno, querida, hoy has interpretado como nunca! —exclamó Iván Petróvich con lágrimas en los ojos cuando su hija acabó de tocar y se levantó—. ¡Apuesto a que mejor imposible!

Todos la rodearon, felicitándola, y aseguraban asombrados que hacía tiempo no habían oído cosa igual. Ella escuchaba en silencio, con leve sonrisa y aire triunfal.

—¡Maravilloso! ¡Espléndido!

—¡Maravilloso! —dijo Stártsev, entregándose al regocijo general—. ¿Dónde ha estudiado música? —preguntó a Ekaterina Ivánovna—. ¿En el conservatorio?

—No, ahora tengo intención de ir. He estudiado aquí, con madame Zavlóvskaia.

—¿Ha terminado sus estudios en el liceo de la ciudad?

—¡Oh, no! —respondió por su hija Vera Iósifovna—. Los profesores han venido a casa. Porque estará usted de acuerdo conmigo en que en el liceo o en el instituto podía tener malas compañías; mientras la chica crece, sólo debe hallarse bajo la tutela de su madre.

—Pero iré al conservatorio de todos modos —dijo Ekaterina Ivánovna.

—No, Katia es buena y no hará enfadar ni a papá ni a mamá.

—¡No, iré! ¡Iré sin falta! —exclamó Ekaterina Ivánovna medio en broma haciendo pucheros, y sacudió su pie contra el suelo.

Durante la cena fue Iván Petróvich quien lució su talento. Riéndose sólo con los ojos, contaba chistes, lanzaba frases ingeniosas, proponía divertidos acertijos que él mismo resolvía. Todo el tiempo usaba un lenguaje especial, fruto de largos ejercicios de ingenio. Empleaba expresiones que, al parecer, ya eran habituales en él: "enormísimo", "no está pero que nada mal", "se lo agradezco deformemente".

Pero esto no era todo. Cuando los invitados, satisfechos después de la cena, se agolpaban en la entrada buscando sus abrigos y bastones, entre ellos se afanaba el lacayo Pavlusha o, como se le llamaba en casa, Pava, un muchacho de catorce años, con el pelo corto y mejillas rellenas.

—¡A ver, Pava, cómo lo haces! —le dijo Iván Petróvich.

Pava se colocó en postura teatral, alzó un brazo y exclamó en tono trágico:

—¡Muere, desdichada!

Y todos se echaron a reír.

"Divertido" —pensó Stártsev al salir a la calle.

Entró en un restaurante, se tomó una cerveza y después se fue caminando hacia su casa en Diálizh. Mientras entonaba:

—Oigo tu voz, cual caricia dolorosa...

A pesar de los nueve kilómetros recorridos, al acostarse no se sintió nada fatigado. Al contrario, le parecía que muy bien hubiera podido recorrer veinte kilómetros más.

—"No está nada mal" —recordó al dormirse, y sonrió.

II

Stártsev tenía intención de volver a visitar a los Turkin, pero en el hospital había mucho trabajo y no conseguía encontrar tiempo libre. De este modo, ocupado y solitario pasó más de un año; pero un día le llegó una carta en un sobre azul.

Vera Iósifovna hacía tiempo que sufría de dolores de cabeza, y como últimamente su querida hija la amenazaba con marcharse a estudiar al conservatorio, los dolores arreciaron. Visitaron a los Turkin todos los médicos de la ciudad, hasta que por fin le tocó hacerlo al médico rural. Vera Iósifovna le envió una carta muy emotiva en la que le rogaba que viniera a visitarla, para aligerar así sus sufrimientos. Stártsev fue a verla y a partir de entonces visitó a los Turkin muy a menudo... En efecto, en algo había ayudado a Vera Iósifovna, y esta empezó a contarles a todos sus conocidos que se trataba de un doctor asombroso, nunca visto. Pero los dolores de cabeza ya no eran el motivo de la presencia del doctor en casa de los Turkin...

Sucedió en un día de fiesta. Ekaterina Ivánovna había acabado sus largos y agotadores ejercicios de piano, después de lo cual pasaron largo tiempo en el comedor, tomando té; Iván Petróvich contaba algo divertido. De pronto sonó el timbre; había que ir a la entrada y recibir a algún invitado. Stártsev, aprovechando la confusión del momento, susurró a Ekaterina Ivánovna lleno de zozobra:

—¡Por el amor de Dios, se lo imploro, no me torture, salgamos al jardín!

Ella se encogió de hombros con aire de asombro y de no comprender qué era lo que quería Stártsev, pero se levantó, dirigiéndose hacia el jardín.

—Se pasa usted tres y cuatro horas tocando el piano —decía el médico caminando detrás de ella—, después se queda con su mamá y así no hay manera de hablarle. Dedíqueme al menos un cuarto de hora, se lo ruego.

Se acercaba el otoño y el viejo jardín estaba silencioso, triste; los senderos se cubrían de hojas mustias. Ya empezaba a anochecer temprano.

—No la he visto en toda una semana —prosiguió Stártsev—, ¡Y si usted supiera cuánto sufro por ello! Sentémonos. Quiero que me escuche.

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