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—¡No! —dijo la voz—. Amo no bueno. Abandona al pobre Sméagol y se va con otros amigos. Amo puede esperar. Sméagol no ha terminado.

—No hay tiempo —dijo Frodo—. Trae el pescado contigo. ¡Ven!

—¡No! Tengo que terminar el pescado.

—¡Sméagol! —dijo Frodo desesperado—. El Tesoro se enfadará. Sacaré el Tesoro y le diré: haz que se trague las espinas y se ahogue. Nunca más probarás pescado. Ven. ¡El Tesoro espera!

Hubo un silbido agudo. Un instante después, Gollum emergió de la oscuridad en cuatro patas, como un perro errabundo que acude a una llamada. Tenía en la boca un pescado comido a medias y otro en la mano. Se detuvo muy cerca de Frodo, casi nariz con nariz, y lo olió. Los ojos pálidos le brillaban. Entonces se sacó el pescado de la boca y se irguió.

—¡Buen amo! —murmuró—. Buen hobbit, venir a buscar al pobre Sméagol. El buen Sméagol ha venido. Ahora vamos, pronto, sí. A través de los árboles mientras las Caras están oscuras. ¡Sí, pronto, vamos!

—Sí, pronto iremos —dijo Frodo—. Pero no en seguida. Yo iré contigo como prometí. Te lo prometo de nuevo. Pero no ahora. Todavía no estás a salvo. Yo te salvaré, pero tienes que confiar en mí.

—¿Tenemos que confiar en el amo? —dijo Gollum, dudando—. ¿Por qué no partir en seguida? ¿Dónde está el otro hobbit, el hobbit malhumorado y grosero? ¿Dónde está?

—Allá arriba —dijo Frodo, señalando la cascada—. No partiré sin él. Tenemos que ir a buscarlo. —Se le encogió el corazón. Esto se parecía demasiado a una celada. No temía en realidad que Faramir permitiese que mataran a Gollum, pero probablemente lo tomaría prisionero y lo haría atar; y lo que Frodo estaba haciendo le parecería sin duda una traición a la infeliz criatura traicionera. Quizá nunca llegaría a comprender o creer que Frodo le había salvado la vida del único modo posible. ¿Qué otra cosa podía hacer, para guardar al menos cierta lealtad a uno y otro?— ¡Ven! —dijo—. Si no vienes el Tesoro se enfadará. Ahora volveremos, subiendo por la orilla del río. ¡Adelante, adelante, tú irás al frente!

Gollum trepó un corto trecho junto a la orilla, olisqueando con recelo. Muy pronto se detuvo y levantó la cabeza.

—¡Hay algo allí! —dijo—. No es un hobbit. —Retrocedió bruscamente. Una luz verde le brillaba en los ojos saltones—. ¡Amo, amo! —siseó—. ¡Malvado! ¡Astuto! ¡Falso! —Escupió y extendió los largos brazos chasqueando los dedos.

En ese momento la gran forma negra de Anborn apareció por detrás y cayó sobre él. Una mano grande y fuerte lo tomó por la nuca y lo inmovilizó. Gollum giró en redondo con la celeridad de un rayo, mojado como estaba y cubierto de lodo, retorciéndose como una anguila, mordiendo y arañando como un gato. Pero otros dos hombres salieron de las sombras.

—¡Quieto! —le dijo uno de ellos—. O te ensartaremos más púas que las de un puerco espín. ¡Quieto!

Gollum se derrumbó y empezó a gimotear y lloriquear. Los hombres lo ataron con cuerdas, sin demasiados miramientos.

—¡Despacio, despacio! —dijo Frodo—. No tiene tanta fuerza como vosotros. No lo lastiméis, si podéis evitarlo. Se calmará. ¡Sméagol! No te harán daño. Yo iré contigo, y no pasara nada. A menos que me maten también a mí. ¡Ten confianza en el amo!

Gollum volvió la cabeza y escupió a Frodo en la cara. Los hombres lo alzaron, lo embozaron con un capuchón hasta los ojos, y se lo llevaron.

Frodo los siguió, sintiéndose profundamente desdichado. Pasaron por la abertura disimulada entre los arbustos, y a través de las escaleras y los pasadizos regresaron a la caverna. Ya habían encendido dos o tres antorchas. Los hombres iban de un lado a otro, en plena actividad. Sam, que estaba allí, lanzó una mirada curiosa al bulto fofo que los cazadores llevaban a la rastra.

—¿Usted lo atrapó? —le preguntó a Frodo.

—Sí. Bueno, no, no lo atrapé yo. Él vino voluntariamente, porque confió en mí al principio, me temo. Yo no quería que lo atasen así. Ojalá salga bien; pero odio todo esto.

—También yo —dijo Sam—. Y nunca nada saldrá bien donde se encuentre esa criatura abominable.

Un hombre se acercó a los hobbits, les hizo una seña y los condujo al nicho del fondo de la caverna. Allí los esperaba Faramir sentado en su silla, y en la hornacina la lámpara estaba encendida otra vez. Con un ademán invitó a los hobbits a sentarse junto a él, en los taburetes.

—Traed vino para los huéspedes —dijo—. Y traedme al prisionero.

Sirvieron el vino, y un momento después entró Anborn, llevando a Gollum. Levantándole el capuchón, lo ayudó a ponerse en pie, permaneciendo junto a él para sostenerlo. Gollum entornó los ojos, ocultando detrás de los párpados pálidos y pesados una mirada maligna. Chorreando agua y entumecido, y con olor a pescado (todavía llevaba uno apretado en la mano), parecía la viva imagen de la miseria; los cabellos ralos le colgaban como algas fétidas sobre las órbitas huesudas, la nariz le moqueaba.

—¡Desatadnos! ¡Desatadnos! —dijo—. La cuerda nos hace daño, sí, nos lastima, duele, y no hicimos nada.

—¿Nada? —dijo Faramir clavando en la infeliz criatura una mirada incisiva, pero sin expresión alguna, ni de cólera, ni de piedad ni de extrañeza—. ¿Nada? ¿Nunca hiciste nada que mereciera que te atasen o castigos peores? No es a mí, sin embargo, a quien incumbe juzgarte. Por fortuna. Pero esta noche has venido a un lugar donde sólo venir significa la muerte. Caros se pagan los peces de este lago.

Gollum dejó caer el pescado que tenía en la mano.

—No queremos pescado —dijo.

—El precio no está en el pescado —dijo Faramir—. Basta venir aquí y mirar el lago para merecer la muerte. Si hasta este momento te he perdonado la vida ha sido gracias a las súplicas del amigo Frodo, quien dice que él al menos te debe cierta gratitud. Pero también a mí tendrás que satisfacerme. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Y adónde vas? ¿Cuál es tu ocupación?

—Estamos perdidos —dijo Gollum—. Sin nombre, sin ocupación, sin el Tesoro, nada. Sólo vacío. Sólo hambre; sí, tenemos hambre. Unos pocos pescaditos, horribles pescaditos espinosos para una pobre criatura, y ellos dicen muerte. Tan sabios son; tan justos, tan verdaderamente justos.

—No verdaderamente sabios —dijo Faramir—. Pero justos sí, tal vez: tan justos como lo permite nuestra menguada sabiduría. ¡Desátalo, Frodo! —Faramir sacó del cinto un cuchillo pequeño y se lo tendió a Frodo. Gollum, interpretando mal el gesto, lanzó un chillido y se desplomó.

—¡Vamos, Sméagol! —dijo Frodo—. Tienes que confiar en mí. No te abandonaré. Contesta con veracidad, si puedes. Te hará bien, no temas. —Cortó las cuerdas que sujetaban las muñecas y los tobillos de Gollum, y lo ayudó a ponerse en pie.

—¡Acércate! —dijo Faramir—. ¡Mírame! ¿Conoces el nombre de este lugar? ¿Has estado antes aquí?

Gollum levantó la vista lentamente y de mala gana miró a Faramir. La luz se le apagó en los ojos, y por un instante los clavó, taciturnos y pálidos, en los ojos claros e imperturbables del hombre de Gondor. Hubo un silencio de muerte. De pronto Gollum dejó caer la cabeza y se enroscó sobre sí mismo, hasta quedar en el suelo tembloroso, hecho un ovillo.

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