— ¿Acaso estás ciego?
— Venía de aquel lado — insistió Antón -. Sigamos las huellas.
— Estás diciendo una tontería — dijo Pashka, irritado -. En primer lugar, ningún conductor consciente circula por una dirección prohibida. Y en segundo lugar, mira dónde está el bache y dónde la huella del frenazo. ¿De dónde venía entonces?
— ¡Y a mí qué me importan tus conductores conscientes! ¡Yo mismo soy inconsciente y paso debajo del «ladrillo»!
Pashka palideció.
— ¡Puedes marcharte por donde quieras! — dijo, tartamudeando un poco -. ¡Chiflado! ¡Te has atontado con el calor!
Antón se volvió y, mirando hacia adelante, pasó debajo de la señal. Tan sólo deseaba una cosa: que ante él apareciera algún puente volado que le impidiera pasar al otro lado. ¿Qué tengo que ver yo con los conscientes? pensó. Que se vayan donde quieran… ella y su Pashka. Luego recordó cómo Anka había cortado a Pashka cuando éste la llamó Anechka, y sintió un cierto alivio. Miró hacia atrás.
Vio en seguida a Pashka. Bon Saranchá, hecho un ovillo, seguía atentamente las huellas del auto misterioso. El disco oxidado se balanceaba lentamente sobre la carretera y, a través del agujero, se veía a veces el cielo azul. Anka estaba sentada en la cuneta, con los codos apoyados en las desnudas rodillas y el mentón sobre los puños cerrados.
Empezaba a oscurecer. Iban de regreso. Los muchachos remaban, y Anka llevaba el timón. Por encima del bosque, que parecía negro, se alzaba una luna roja. Las ranas croaban furiosamente.
— Todo estaba tan bien planeado — dijo Anka tristemente -. ¡Y vosotros dos…!
Los muchachos permanecieron callados. Luego, Pashka preguntó a media voz:
— Toshka, ¿qué viste por aquella parte?
— Un puente volado — respondió Antón -, y el esqueleto de un fascista encadenado a una ametralladora. La ametralladora estaba completamente hundida en la tierra, era imposible moverla.
— Ya… — dijo Pashka -. Yo no tuve tanta suerte. Yo tuve que ayudar a un pobre tipo a reparar su auto.
I
Cuando Rumata dejó atrás la tumba de San Miki, séptima y última de aquella carretera, había anochecido ya por completo. El alabado caballo jamajareño que le dió Don Tameo como pago de lo que había perdido a las cartas resultó ser un auténtico penco. Sudaba, se rozó las patas, era lerdo, y trotaba tambaleándose. Rumata le apretaba los flancos con las rodillas, lo fustigaba entre las orejas con el guante, pero el animal no hacía más que mover tristemente la cabeza sin acelerar el paso. A lo largo de la carretera había unos arbustos que en la oscuridad parecían nubes de humo petrificadas. El zumbido de los mosquitos se hacía insoportable. En el turbio cielo, sobre su cabeza, titilaban unas deslucidas estrellas. De vez en cuando soplaba un vientecillo templado y fresco a la vez, como solía ocurrir cada otoño en aquel país marítimo, de días polvorientos y sofocantes y noches frescas.
Rumata se embozó mejor en su capa y soltó las bridas. No tenía por qué apresurarse. Faltaba aún una hora para la medianoche, y el Bosque Hiposo se distinguía ya formando una negra franja dentada en el horizonte. A ambos lados de la carretera se extendían campos cultivados, entre los cuales centelleaban a la luz de las estrellas los malolientes pantanos y se destacaban las sombras de los túmulos y las podridas empalizadas del tiempo de la Invasión. Allá a lo lejos, a la izquierda, se veía un resplandor que aumentaba y disminuía a intervalos. Debía estar ardiendo alguna aldea, una de tantas Cadaverinos, Ahorcaperros o Atracabobos que por real decreto habían cambiado sus antiguos nombres por los de Villa — soñada, Buenaventura o Los Serafines. Aquel país, cubierto por la capa de sus nubes de mosquitos, desgarrado por sus barrancos, inundado por sus pantanos y azotado por la fiebre, la peste y los resfriados hediondos, se extendía cientos de kilómetros, desde las orillas del Estrecho hasta la saiva del Bosque Hiposo.
Tras una de las curvas de la carretera, una sombra surgió de entre los arbustos. El caballo se estremeció y enderezó las orejas. Rumata cogió las bridas, tiró como de costumbre de los encajes de su manga derecha y echó mano a la empuñadura de su espada. El hombre que había salido al camino se quitó el sombrero.
— Buenas noches, noble Don — dijo quedamente -. Os pido mil perdones.
— ¿Qué deseas? — preguntó Rumata, prestando oído. No existían emboscadas silenciosas. Los bandidos se descubren por el crujir de alguna cuerda; los Milicianos Grises, por no poder contener los eructos producidos por la mala cerveza; las partidas de los barones, por su fiero resuello y el entrechocar de sus armaduras; y los monjes cazadores de esclavos, por su ostentoso rascarse. Pero entre los arbustos reinaba el silencio. Por otra parte, aquel hombre no parecía ser un cebo ni tenía su aspecto: era un hombrecillo rechoncho, vestido con una humilde capa.
— Permitidme ir junto a vos — dijo, haciendo una reverencia.
— Está bien — dijo Rumata, dando un tirón a las bridas -. Puedes sujetarte al estribo.
El hombre echó a andar al lado de Rumata. Llevaba el sombrero en la mano, y en su cabeza relucía una gran calva. Parece un comerciante, pensó Rumata. Irá comprando lino o cáñamo a los barones y asentadores. Pero tiene que ser atrevido… Aunque quizá no sea comerciante. Tal vez sea un intelectual. Un fugitivo. Un proscrito. Esos son quienes más andan de noche por las carreteras en estos tiempos. Claro que también puede ser un espía…
— ¿Quién eres y de dónde vienes? — preguntó Rumata.
— Me llamo Kiun — dijo el hombre tristemente -. Vengo de Arkanar.
— Creo más bien que huyes de Arkanar.
— Sí, noble Don; huyo de Arkanar.
Un pobre hombre, se dijo para sí mismo Rumata. ¿O tal vez un espía? He de probarlo ¿Y para qué? ¿Qué me importa? ¿Quién soy yo para probar a nadie? ¿Por qué no he de creer en lo que me dice? Está claro que es un intelectual que huye de la ciudad para salvar su vida. Va solo y tiene miedo, y como es débil busca protección. Ha encontrado a un aristócrata. Los aristócratas, por su orgullo y estupidez, no entienden de política, pero sus espadas son largas y no les gustan los Grises. ¿Qué impide pues que Kiun busque el desinteresado amparo de un aristócrata estúpido y orgulloso? No, no lo probare. No es necesario. Hablaré con él para pasar el rato, y luego nos despediremos como buenos amigos.
— Kiun… — murmuró -. Yo conocía a un Kiun. Vendía drogas y era alquimista. Vivía en la Calle de la Hojalata. ¿Eres pariente suyo?
— Sí, noble Don — dijo Kiun -. Pariente lejano. Pero a ellos les da lo mismo… hasta la duodécima generación.
— ¿Y hacia dónde huyes, Kiun?