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La ciudad estaba aterrada. El rojizo sol del amanecer alumbraba lúgubremente las desiertas calles, las ruinas humeantes, los postigos arrancados y las puertas rotas. Los trozos de vidrio mezclados entre el polvo despedían reflejos sangrientos. Una nube de cuervos había caído sobre la ciudad, como si fuera un campo raso. Las plazoletas y las encrucijadas estaban tomadas por jinetes vestidos de negro que formaban parejas y tríos. Aquellos soldados vigilaban atentamente cualquier movimiento a través de las rendijas de sus capuchas, girando lentamente el cuerpo sobre sus cabalgaduras. De unos postes improvisados pendían sobre ya apagadas hogueras cuerpos carbonizados sujetos con cadenas. Parecía como si lo único que quedara vivo en la ciudad fueran los cuervos y aquellos asesinos enlutados.

Rumata recorrió la mitad del camino hasta su casa con los ojos cerrados. Le dolía horriblemente el magullado cuerpo, y no podía respirar bien. ¿Son acaso realmente hombres esos seres?, iba pensando. ¿Hay en ellos algo de humano? Mientras matan a unos en plena calle, otros permanecen escondidos en sus casas, esperando sumisamente a que llegue su turno. Y cada uno piensa: «que cojan a quien quieran, pero que no me toquen a mí». Los unos matan a sangre fría, y los otros tienen la sangre fría de esperar a que los maten. Esta sangre fría es lo más horrible. Hay diez personas, muertas de miedo, esperando dócilmente, y una sola que se acerca a ellas, elige su víctima, y la mata a sangre fría frente a las demás. Tienen el alma empañada, y cada hora de dócil espera se la ensucia mucho más. En este mismo momento, dentro de estas casas que parecen muertas, están naciendo canallas, delatores, criminales… porque millares de personas acobardadas para toda su vida están enseñando implacablemente a sus hijos a ser cobardes, y éstos harán lo mismo con los suyos, y así sucesivamente. No puedo más. Un poco más de esto, y me volveré loco o me convertiré en uno como ellos. Un poco más, y dejaré de comprender cuál es mi misión aquí. Tengo que descansar… tengo que volverle la espalda a todo esto, tengo que tranquilizarme.

«…a finales del año del Agua — así llamado en la nueva nomenclatura -, los procesos centrífugos en el antiguo Imperio se hicieron muy importantes. Aprovechando esta circunstancia, la Orden Sacra, que representaba los intereses de los grupos más reaccionarios de la sociedad feudal, y que aspiraba a detener a toda costa la disipación…» Pero, cuando escribáis esto, ¿quién de vosotros sabrá cómo olían los cuerpos de las personas quemadas en la hoguera? ¿Quién habrá visto a una pobre mujer desnuda, con el vientre rajado, tirada en medio de la calle? ¿Quién de vosotros, niños y niñas del futuro que miraréis estas lecciones en el estereovisor pedagógico de las escuelas de la República Comunista de Arkanar habrá contemplado ciudades en las que la gente calla mientras los cuervos graznan?

Algo duro y punzante apoyándose contra su pecho apartó a Rumata de estos pensamientos. Abrió los ojos y vio ante sí a un jinete negro. La punta de su larga pica, de ancha y afilada hoja en forma de sierra, era lo que empujaba su pecho. El jinete miró silenciosamente a Rumata a través de las rendijas de su capuchón. Por debajo de éste solamente se podía ver una boca de finos labios y una pequeña barbilla. Debo hacer algo, pensó Rumata. Pero, ¿qué? ¿Tirarlo del caballo? No. El jinete apartó despacio la pica para asestar el golpe. ¡Ah, sí! Rumata levantó con desgana su brazo izquierdo y tiró hacia arriba de la manga para dejar al descubierto el brazalete de hierro que le habían entregado al salir de palacio. El jinete lo miró, levantó la pica y lo dejó pasar.

— En nombre del Señor — dijo secamente el de a caballo, con una pronunciación rara.

— En nombre Suyo — refunfuñó Rumata, y siguió su camino, pasando junto a otro jinete que estaba intentando alcanzar con la pica la tallada figura de un alegre diablillo que había en la cornisa de una casa. Tras el postigo medio arrancado de una ventana del segundo piso se distinguió por unos momentos la silueta de un grueso rostro muerto de miedo. Debía ser el de alguno de aquellos tenderos que hasta hacía tres días gritaban: «¡Viva Don Reba!» mientras bebían cerveza, y oían placenteramente el resonar de las botas claveteadas machacando la calle. ¡Qué ignorancia!

¿Y qué le habrá ocurrido a mi casa?, pensó de repente, y aceleró el paso. El último trozo de calle lo pasó casi corriendo. La casa estaba intacta. En los escalones de la puerta estaban sentados dos monjes, con los capuchones echados hacia atrás y las mal afeitadas cabezas expuestas al sol. Cuando vieron llegar a Rumata se pusieron en pie.

— En nombre del Señor — dijeron al unísono.

— En Su nombre — respondió Rumata -. ¿Qué estáis haciendo aquí?

Los monjes hicieron una inclinación, poniendo las manos sobre sus vientres.

— Vos habéis llegado — dijo uno de ellos -, y nosotros nos vamos. — Bajaron los escalones, y se marcharon sin apresurarse, encorvados y con las manos metidas en las mangas de sus hábitos.

Rumata los siguió con la vista, y recordó cómo antes había visto miles de veces aquellas humildes figuras con sotanas negras. Pero antes no arrastraban por el polvo las vainas de sus grandes espadas. No caímos en la cuenta de ello, pensó. ¡Qué error! Cómo se divertían los nobles Dones cuando se encontraban con algún monje solitario: se colocaban uno a cada lado, y empezaban a contar historias obscenas. Y yo, idiota, me fingía borracho e iba tras ellos riéndome a carcajadas y alegrándome de que el Imperio no fuera víctima del fanatismo religioso. ¿Pero qué podía hacerse? Sí, ¿qué podía hacerse?

— ¿Quién es? — preguntó desde dentro una temblorosa voz.

— ¡Abre, Muga! ¡Soy yo! — dijo Rumata en voz baja.

Sonaron los cerrojos, se entreabrió la puerta, y Rumata entró en el vestíbulo. Vio que todo estaba como de costumbre y suspiró. El viejo Muga, tan respetuoso como siempre, se apresuró a. coger el casco y la espada.

— ¿Cómo está Kira?

— Se encuentra bien: está arriba.

— Magnífico — dijo Rumata, quitándose el tahalí -. Y Uno, ¿por qué no está aquí? Muga cogió el tahalí.

— Uno está muerto. Lo han matado. Está en el cuarto de la servidumbre.

Rumata cerró los ojos.

— ¿Uno muerto? ¿Quién ha sido?

Pero no esperó la contestación. Se dirigió casi corriendo al cuarto de la servidumbre. Uno estaba tendido sobre una mesa, cubierto hasta la cintura con una sábana. Tenía las manos entrelazadas sobre el pecho, los ojos abiertos y la boca deformada en una horrible mueca. Los criados rodeaban la mesa con las cabezas bajas, escuchando los susurros del monje sentado en un rincón. La cocinera gemía suavemente. Rumata, sin apartar la vista del muchacho, intentó desabrocharse el cuello del jubón. Los dedos no le obedecían.

— Canallas… — murmuró Rumata -. Todos ellos canallas…

Se tambaleó, se acercó a la mesa, miró a los ojos del muchacho, levantó un poco la sábana y la dejó caer de nuevo inmediatamente.

— Sí, es tarde… demasiado tarde. Ya no hay remedio. ¡Canallas…! Decid, ¿quién lo mató? ¿Los monjes?

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