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El teniente se pasó la lengua por sus resecos labios.

— Existe, existe — respondió -. Y ahora está en palacio… Pensé que os podría interesar.

— Querido Don Ripat — dijo Rumata -, a mí me interesan los rumores, los chismes, los chistes… La vida es tan aburrida… Vos seguramente no me comprendéis — el teniente lo miró con alocados ojos -. Pero pensad por vos mismo: ¿qué pueden importarme los negocios sucios que pueda tener Don Reba? Por otra parte, le respeto demasiado como para atreverme a juzgarlo. Bien, perdonad, pero tengo prisa. Me está esperando una señora…

Don Ripat volvió a humedecerse los labios, se despidió con una reverencia y se alejó andando de lado. Cuando había avanzado unos pasos Don Rumata tuvo una gran idea.

— Esperad — dijo, regresando hacia él -. ¿Qué os pareció la pequeña intriga que le montamos esta mañana a Don Reba?

Don Ripat se detuvo de buena gana.

— Quedamos muy satisfechos.

— ¿No creéis que fue algo encantador?

— ¡Estuvo magnífico! Los oficiales Grises están muy contentos de que os hayáis pasado abiertamente a nuestro lado. Un hombre tan inteligente como vos, Don Rumata… mezclándoos con barones y nobles degenerados.

— ¡Querido Don Ripat! — dijo Rumata orgullosamente, girándose para retirarse -. Habéis olvidado que, desde la altura en que me sitúa mi linaje, es muy difícil distinguir incluso entre el Rey y vos mismo. Adiós.

Y sin más echó a andar a grandes zancadas por el corredor, y entró decididamente por unos pasillos laterales, apartando sin pronunciar palabra a los centinelas con que tropezaba a su paso. Aún no sabía exactamente lo que iba a hacer, pero comprendía que la fortuna le deparaba una ocasión extraordinaria. Tenía que escuchar la conversación entre las dos arañas. Por algo había ofrecido Don Reba una prima catorce veces mayor por Vaga Kolesó vivo que por Vaga Kolesó muerto.

Desde detrás de unas cortinas lilas salieron a su encuentro dos tenientes Grises, con las espadas desnudas.

— Buenos días, amigos — dijo Rumata, situándose entre ellos -. ¿Está el Ministro? — Sí, pero está ocupado — respondió uno de los tenientes.

— No importa, esperaré — dijo Rumata, y cruzó las cortinas.

La estancia donde se introdujo estaba completamente a oscuras. Rumata fue pasando a tientas entre sillones, mesas y soportes de candelabros. Varias veces sintió como alguien resoplaba junto a su oído, despidiendo un olor a ajos y a cerveza. Al cabo de un rato distinguió una débil línea iluminada, oyó la conocida voz gangosa de tenor del respetable Vaga, y se detuvo. En aquel mismo instante la punta de una lanza se apoyó cautelosamente entre sus omoplatos.

— Cuidado, imbécil — dijo irritado, pero sin levantar la voz -. ¿No ves que soy Don Rumata?

La lanza se retiró. Rumata acercó un sillón a la franja de luz, se sentó, estiró las piernas, y bostezó de forma claramente audible. Luego miró.

Allí estaban las dos arañas. Don Reba estaba sentado en una postura muy incómoda, con los codos sobre la mesa y los dedos entrelazados. A su derecha, sobre un montón de papeles, había un pesado cuchillo arrojadizo con mango de madera. La cara del ministro mostraba una sonrisa amistosa aunque algo forzada. Vaga estaba sentado, de espaldas a Rumata, en un sofá. Parecía un gran señor viejo y lleno de rarezas que llevara treinta años sin salir de su palacio rural.

— Nonrió sueste socaba chítela y esta rachí puede querelar lo ojerao. Diñelarás bin mile parneses. Estaría bien tasabar la guardia. Pero nonrió sueste no querrá. Así que lo dicho. Ya sabe lo que olacera.

Don Reba pasó una mano por su afeitada barbilla.

— Pides buté — dijo pensativo.

Vaga se encogió de hombros.

— Es lo que olacera. Y es mejor no pajelar. ¿De acuerdo? — De acuerdo — dijo resueltamente el Ministro de Seguridad de la Corona.

— Está bien — dijo Vaga, y se levantó.

Rumata, que no había comprendido nada de aquel galimatías, vio que Vaga llevaba un bigote esponjoso y una perilla cana y puntiaguda, como los cortesanos de la época de la pasada regencia.

— Ha sido muy agradable hablar con vos — dijo Vaga.

Don Reba se levantó también.

— Lo mismo digo — murmuró -. Es la primera vez que veo a alguien tan decidido.

— Y yo también — respondió Vaga con un tono aburrido -. Estoy admirado y orgulloso por el valor del Primer Ministro de nuestro remo.

Tras estas palabras, dio media vuelta y se encaminó a la puerta, apoyándose en su bastón. Don Reba, que no le quitaba la vista de encima, puso distraídamente sus dedos en la empuñadura del cuchillo. Al mismo tiempo, tras Rumata alguien empezó a aspirar con una fuerza extraordinaria, y el tubo marrón de una cerbatana surgió por la rendija que formaban las cortinas. Don Reba permaneció de pie, como escuchando, durante unos segundos, y luego se sentó, abrió un cajón de la mesa, sacó unos papeles y se puso a leerlos. Rumata oyó que alguien escupía tras él y vio como la cerbatana desaparecía. Todo estaba claro. Las arañas se habían puesto de acuerdo. Rumata se levantó, pisó a alguien a quien no pudo ver en la oscuridad, y empezó a buscar la salida de los aposentos lilas.

El Rey comía en una sala enorme con dos hileras de ventanas. La mesa tenía treinta metros de largo y estaba puesta para cien comensales: el Rey, Don Reba, las personas de sangre real (dos docenas de personas pictóricas, glotonas y bebedoras), los Ministros del Patrimonio y de Ceremonias, un grupo de aristócratas de abolengo cuya invitación era tradicional (entre ellos figuraba Don Rumata), una docena de barones que estaban de paso en la ciudad, con los alcornoques de sus hijos, y toda una serie de aristócratas menores, a los cuales les estaba reservado el extremo más alejado de la mesa. Estos últimos hacían siempre lo imposible por recibir una invitación a la real mesa. Cuando por fin recibían esta invitación con los números de los cubiertos que tenían reservados, recibían igualmente con ella una advertencia: «En la mesa hay que estar quietos, a Su Majestad no le gusta cuando hay movimiento. Las manos deben ponerse sobre la mesa, porque al Rey no le gusta que nadie las esconda bajo ella. No hay que mirar hacia los lados ni hacia atrás, pues al Soberano tampoco le gusta esto.» En cada una de aquellas comidas se devoraban enormes cantidades de manjares, se bebían verdaderos lagos de vinos añejos, y se rompía tal cantidad de porcelana fina de Estoria que sus restos formaban verdaderas montañas. El Ministro de Finanzas se vanagloriaba en uno de sus informes al Rey de que el importe de cada una de estas comidas de Su Majestad equivalía al presupuesto de medio año de la Academia de Ciencias de Soán.

Mientras aguardaban a que, tras un triple toque de corneta, el Ministro de Ceremonias anunciara que «la mesa estaba servida», Rumata, con un grupo de cortesanos, escuchaba por décima vez la narración que hacía Don Tameo de una comida regia a la que tuvo el honor de asistir hacía medio año.

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