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Claro está que antes también se habían dado casos en que un pintor o un sabio no del agrado de la favorita real, que generalmente era alguna dama voluptuosa y estúpida, había sido vendido al extranjero o envenenado con arsénico. Pero hasta Don Reba nadie se había dedicado verdaderamente a ello. Durante los años que Don Reba llevaba ejerciendo el cargo de Ministro omnipotente de Seguridad de la Corona, había hecho tales estragos en el mundo cultural de Arkanar que incluso algunos grandes nobles habían expresado su disgusto manifestando que la corte estaba aburrida, y que durante los bailes tan sólo se oían chismes idiotas.

Baguir Kissenski, acusado de enajenación mental capaz de producir delitos de Estado, fue encerrado en un calabozo, del que pudo salir y ser trasladado a la metrópoli gracias a los enormes esfuerzos realizados por Rumata. Su observatorio fue quemado, y sus discípulos que quedaron con vida huyeron cada cual a donde pudo. Tata, el galeno de la corte, al igual que cinco colegas suyos, resultó ser un envenenador que, por instigación del duque de Irukán, conspiraba contra la Real persona, de todo lo cual se reconoció culpable tras ser sometido a tortura, y, por supuesto, fue ahorcado en la Real Plaza. Rumata gastó treinta kilos de oro tratando de salvarle, perdió cuatro agentes (nobles que no sabían lo que hacían realmente), y poco faltó para que cayese él mismo, ya que fue herido en uno de los intentos por liberar a los condenados. Aquella fue su primera derrota, tras la que comprendió que Don Reba no era un simple figurante. Una semana más tarde Rumata se enteró de que el alquimista Sinda iba a ser acusado de ocultación al tesoro del secreto de la piedra filosofal. Rumata, que estaba aún furioso por su reciente derrota, preparó entonces una emboscada cerca de la casa del alquimista, y él mismo, con la cara tapada por un trapo negro, desarmó a los milicianos que debían arrestar a Sinda, los ató y los encerró en un sótano. Y aquella misma noche el alquimista, que no se había enterado de nada, fue acompañado hasta la frontera de Soán, donde se encogió de hombros y continuó sus experiencias en busca de la piedra filosofal, vigilado de cerca por Don Kondor. Pepín el Bueno decidió inesperadamente meterse a fraile, e ingresó en un lejano monasterio. Tsurén el Sincero, que una vez desenmascarado el doble sentido y la tolerancia a los gustos del vulgo de que adolecían sus composiciones poéticas fue deshonrado y privado de sus bienes, intentó presentar batalla y comenzó a recitar en las tabernas baladas abiertamente destructivas. Elementos patrióticos lo apalearon por dos veces, dejándolo por muerto. Finalmente, tras estos incidentes, el poeta decidió seguir los consejos de su buen amigo y admirador Don Rumata, y marchó a la metrópoli. A Rumata le quedó un recuerdo imperecedero del instante en que Tsurén, estando ya en la cubierta del barco a punto de zarpar, se aferró, con sus finas manos a unos obenques y, pálido como estaba V. por la borrachera, comenzó a recitar con una voz joven y sonora su soneto de despedida: Cual hoja marchita cae sobre él alma…

En cuanto a Gur el Escritor, se sabía que fue llamado al despacho de Don Reba y que, tras hablar con él, había comprendido que un príncipe de Arkanar no podía enamorarse de una escoria enemiga, y había llevado personalmente sus libros a la Real Plaza y los había arrojado uno por uno a la hoguera. Ahora, cada vez que el Rey realizaba una salida, se veía a un Gur encorvado y con rostro cadavérico entre una multitud de cortesanos, esperando una disimulada seña de Don Reba para dar un paso adelante y recitar versos ultrapatrióticos que aburrían a todo el mundo.

Los actores representaban ahora una única obra: La Aniquilación de los Bárbaros o el Mariscal Totz, Rey Pisa I de Arkanar. Los cantantes preferían los conciertos con acompañamiento de orquesta. Los pintores que aún conservaban el pellejo pintaban letreros. Es cierto que dos o tres de estos pintores seguían siendo pintores de la corte, y se dedicaban a pintar retratos del Rey en compañía de Don Reba, en los cuales este último sujetaba al Monarca por el codo (no se alentaban otras variantes). En estos retratos, el Rey aparecía como un hermoso joven de unos veinte años, con la armadura puesta, y Don Reba como un hombre ya maduro de rostro importante. Sí, la corte de Arkanar se había vuelto aburrida. No obstante, los grandes señores, los nobles desocupados, los oficiales de la guardia y las frívolas beldades, los unos por vanidad, los otros por costumbre y los terceros por miedo, cada mañana, al igual que en los mejores tiempos, hacían acto de presencia en las recepciones de palacio. Hablando honestamente, muchos de estos nobles ni siquiera se habían dado cuenta del cambio, porque en los conciertos y en los certámenes poéticos de antaño lo que más les importaba eran los descansos, durante los cuales podían discutir los méritos de sus sabuesos y contarse chistes picantes. También podían comentar las cualidades de las almas del otro mundo, pero consideraban que los temas como la forma del planeta o las causas de las epidemias eran indecorosos. Entre los oficiales de la guardia produjo sin embargo cierta melancolía la desaparición de los pintores, entre los cuales no faltaban maestros en el arte del desnudo.

Rumata llegó a palacio con un cierto retraso. La recepción matinal había ya comenzado. Los salones estaban repletos, y se oían la voz irritada del Rey y las melodiosas órdenes del Ministro de Ceremonias disponiendo el vestido de Su Majestad. Los palaciegos hablaban de lo ocurrido la noche pasada. Un bandido con rostro de irukano y armado con un estilete había penetrado por la noche en palacio y, tras asesinar a un centinela, entró en la alcoba real, donde había sido desarmado y detenido personalmente por Don Reba. Cuando el magnicida era conducido a la Torre de la Alegría, una muchedumbre de enfurecidos y fieles patriotas había caído sobre él y lo había literalmente despedazado. Aquel era el sexto atentado en el último mes, por lo que el hecho en sí no llamó demasiado la atención. De lo que se hablaba era de los pormenores del mismo. De este modo pudo saber Rumata que cuando Su Majestad vio al criminal, se incorporó en el lecho, cubrió con su cuerpo el de la hermosa Doña Midara, y pronunció estas históricas palabras: «¡Vete de aquí, canalla!». La mayoría de los presentes explicaba estas palabras suponiendo que el Rey confundió al criminal con uno de sus lacayos. Y en lo que todos coincidían era en opinar que Don Reba siempre estaba alerta, y en que era invencible en la lucha cuerpo a cuerpo. Rumata dio a entender con buenas palabras que estaba de acuerdo con esta opinión, y además refirió la historia, que acababa de inventar, de cómo Don Reba fue agredido en una ocasión por doce bandidos, de los cuales tres quedaron tendidos en el suelo, y los demás se dieron a la fuga. La historia fue escuchada con gran interés y credulidad, en vista de lo cual Rumata insinuó que él la supo a través de Don Sera; y como éste era conocido por todos como un gran embustero, la desilusión fue enorme. Sobre Doña Okana nadie comentaba nada. O no estaban enterados de ello, o lo disimulaban.

Estrechando manos, repartiendo cumplidos y algún que otro codazo, Rumata fue abriéndose paso entre aquella multitud emperifollada, perfumada y sudorosa, Los cortesanos charlaban a media voz. «Sí, sí, esa misma yegua. Tenía las manos rozadas y, que el diablo se la lleve, aquella misma noche la perdí adrede jugando con Don Keu.» «Y hablando de muslos… ¡señor mío, qué muslos! Como decía Tsurén: Montañas de espuma fresca… n-no, no… esto… Cerros de espuma fresca… Bueno, no importa: unos muslos descomunales.» «Entonces abro de pronto la ventana, me pongo el puñal entre los dientes y, figuraos, amigo mío, siento que la reja se doblega bajo de mí.» «Le di en los dientes con la empuñadura de mi espada, de tal modo que el asqueroso perro Gris dio dos vueltas de campana. Si quiere puede ir a verlo: ahora está así, con los labios de esa manera…», «…y Don Tameo vomitó en el suelo, resbaló, y fue a caer de cabeza en la chimenea…», «…y el fraile le dijo: Cuéntame, hija mía, cuéntame el sueño que has tenido… ¡ja, ja, ja!».

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