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También puede haberte atrapado algún imbécil, sin una premeditada mala intención, simplemente por aburrimiento y por un hipertrofiado sentimiento de hospitalidad. Tuvo ganas de darse un banquete con algún ilustre vecino, envió a sus hombres a la carretera, y les hizo traer a su castillo a tu noble acompañante. En este caso tendrás que esperar encerrado en el pestilente cuarto de la servidumbre hasta que los señores se hayan emborrachado como cubas y se despidan amigablemente. Si es así, tampoco te amenaza ningún peligro.

Pero cerca de Putribarranco están embocados los restos del ejército campesino de Don Xi y Petri Vértebra, recientemente derrotados, pero que cuentan ahora con la secreta protección de nuestro águila Don Reba, que los mantiene en reserva para el caso de que surjan complicaciones con los barones, cosa que por otra parte es muy probable. Esos no tienen clemencia, y es preferible no pensar en ellos. Existe también Don Satarín, un aristócrata de sangre imperial, que con sus ciento dos años ha perdido ya por completo el juicio. Don Satarín tiene afrentas familiares que lavar con los duques de Irukán, por lo que de tiempo en tiempo entra en actividad y se dedica a atrapar a todo aquel que cruza la frontera irukana. Es un tipo muy peligroso ya que, influido por sus ataques de colecistitis, es capaz de dar tales órdenes que sus hombres no consiguen evacuar los cadáveres que se amontonan en sus mazmorras.

Y finalmente está lo principal, no por ser lo más peligroso sino por ser lo más probable: las Milicias Grises de Don Reba, las secciones de asalto que vigilan las carreteras principales. Puede que hayas caído incidental — mente en sus manos, en cuyo caso hay que confiar en la sensatez y sangre fría de tu acompañante. Pero, ¿y si a Don Reba le interesases precisamente tú? Don Reba se interesa a veces por cosas tan insospechadas… Sus espías pueden haberle informado que ibas a pasar por Arkanar, y tal vez mandara a tu encuentro a un destacamento al mando de algún diligente oficial Gris, algún bastardo de noble de poca monta, y en este caso ahora estarás encerrado en un calabozo de los sótanos de la Torre de la Alegría.

Rumata volvió a tirar nerviosamente del cordón. La puerta de la alcoba se abrió rechinando horriblemente, y un muchacho delgado y taciturno entró en la estancia. Se llamaba Uno, y su suerte podría servir de tema para una balada. Hizo una reverencia en el mismo umbral y, chancleteando sus rotos zapatos, se acercó al lecho y puso sobre la mesilla una bandeja con cartas, una taza de café y un poco de corteza aromática para mascar, que fortalecía las encías al tiempo que limpiaba los dientes. Rumata lo miró disgustado.

— Dime, ¿cuándo vas a engrasar los goznes de la puerta?

El muchacho miró al suelo y no respondió. Rumata echó a un lado la colcha, sacó fuera de la cama los pies descalzos y, mientras alargaba una mano hacia la bandeja, preguntó:

— ¿Te has lavado hoy?

El muchacho titubeó y, sin responder, empezó a recoger las prendas dispersas por la habitación.

— ¿Acaso no me oyes? — insistió Rumata, que ya había abierto la primera carta -. Te pregunto si te has lavado hoy.

— El agua no limpia los pecados — murmuró el muchacho -. ¿Soy acaso noble para tener que lavarme cada día?

— ¿Y qué te he dicho acerca de los microbios?

El muchacho puso cuidadosamente el calzón verde sobre el respaldo de un sillón e hizo un brusco movimiento con el pulgar para ahuyentar a los malos espíritus.

— Durante la noche he rezado tres veces — dijo -. ¿Qué más queréis?

— Eres tonto — dijo Rumata, y empezó a leer la carta.

La escribía Doña Okana, dama de honor y nueva favorita de Don Reba. Le pedía a Rumata, «consumida por la ternura», que fuera a verla aquella misma tarde. El post scriptum decía claramente lo que esperaba de él en aquella entrevista.

Don Rumata enrojeció, miró de reojo al muchacho y murmuró un lacónico:

— Era de esperar…

Le repugnaba ir, pero el no hacerlo sería una equivocación, ya que Doña Okana sabía muchas cosas. Se bebió el café de un sorbo y se metió en la boca la corteza de mascar.

El siguiente sobre era de papel fuerte, y el sello de lacre estaba dañado. Por lo visto la carta había sido abierta. Su remitente era Don Ripat, uno de sus agentes, arribista de pocos escrúpulos, teniente de las Milicias Grises. Se interesaba por la salud de Don Rumata, expresaba su seguridad en la victoria de la Gran Causa Gris, y pedía que le aplazase la deuda que tenía con él, ya que no podía pagar alegando circunstancias francamente absurdas.

— De acuerdo, de acuerdo… — refunfuñó Rumata, dejando la carta a un lado. Volvió a tomar el sobre y lo examinó atentamente. Sí, pensó, están aprendiendo a trabajar mejor. Mucho mejor.

La tercera carta era un reto a batirse a espada por celos, pero su autor estaba dispuesto a darse por satisfecho y a renunciar al dueño si Don Rumata, procediendo caballerosamente, aportaba las pruebas necesarias para demostrar que no tenía ni había tenido nunca ningún contacto con Doña Pifa. La carta estaba redactada sobre la base de un formulario. Su texto principal estaba escrito con fina letra caligráfica, y en él habían sido dejados en blancos los huecos correspondientes a fechas y nombres, que habían sido llenados más tarde con una letra desigual y con faltas de ortografía.

Rumata arrojó la carta a un lado y se rascó la mano izquierda, picada por los mosquitos.

— Bueno, vamos a lavarnos — dijo.

El muchacho desapareció por la puerta, y pronto se presentó de nuevo, andando de espaldas y arrastrando una tina de madera llena de agua. Luego volvió a salir y trajo otra tina vacía y un cazo.

Rumata saltó al suelo, se quitó la camisa de dormir, muy usada pero con unos magníficos bordados a mano, y desenvainó las espadas colgadas a la cabecera del lecho. El muchacho se protegió prudentemente tras uno de los sillones. Tras ejercitarse durante unos diez minutos en lanzar y parar golpes, Rumata dejó las espadas junto a la pared y se metió en la tina vacía.

— ¡Echa agua! — ordenó.

No le gustaba lavarse sin jabón, pero ya se había acostumbrado a ello. El muchacho le fue echando agua, cazo tras cazo, por la espalda, cuello y cabeza, al tiempo que refunfuñaba:

— En todas las casas hacen las cosas como es debido, mientras que aquí todo son inventos. ¿Dónde se ha visto que la gente se lave en dos tinas? ¡Y ese absurdo puchero que hemos puesto en el retrete! Cada día una toalla limpia. Y, desnudo y sin haber rezado, dando saltos cada día con las espadas…

Mientras se frotaba vigorosamente con la toalla, Rumata dijo en tono sentencioso:

— Tienes que comprender que soy un miembro de la corte y no un piojoso barón cualquiera. Los cortesanos tenemos que ir limpios y perfumados.

— Como si Su Majestad no tuviera otra preocupación que cleros — rezongó el muchacho -. Todos sabemos que Su Majestad ora día y noche por nosotros, pobres pecadores. Y Don Reba aún más: él no se lava nunca. Lo sé seguro, me lo han dicho sus sirvientes.

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