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Rumata se puso en pie con tanta energía que casi volcó el banco. Hubiera querido alzarse y abrazar y besar en ambas mejillas al recién llegado, pero sus piernas, de acuerdo con la etiqueta, se flexionaron instintivamente, sus espuelas chocaron con solemnidad, su mano derecha describió un amplio semicírculo partiendo del corazón, y su cabeza se inclinó en una reverencia hasta hundir la barbilla en los encajes de su pechera. Don Kondor se quitó su birrete de terciopelo adornado con una pluma de viaje, lo sacudió hacia Rumata como si quisiera ahuyentar los mosquitos, y lo tiró sobre el banco. Luego se desabrochó los cierres de la capa. La prenda resbalaba aún por su espalda cuando ya se había sentado en el banco con las piernas abiertas, la mano izquierda apoyada en el costado y la derecha en la dorada empuñadura de su espada, cuya punta se hundía en la carcomida tablazón del suelo. Don Kondor era un hombre pequeño, delgado, en cuyo rostro estrecho y pálido destacaban unos grandes ojos. Sus cabellos eran negros y los llevaba sujetos, al igual que Rumata, con una robusta diadema de oro adornada en su parte frontal con una gran piedra verde.

— ¿Estáis solo, Don Rumata? — preguntó con voz entrecortada.

— Sí, noble Don — dijo Rumata, deprimido;

El padre Kabani gruñó en aquel momento, con voz alta y clara:

— ¡Noble Don Reba, sois una hiena! ¡Eso es lo que sois!

Don Kondor ni se giró a mirarlo.

— He venido volando — dijo -. Acabo de aterrizar.

— Supongo que no os habrán visto — dijo Rumata.

— Una leyenda más o menos, ¿qué importa? — dijo Don Kondor irritado -. No tengo tiempo para viajar a caballo. ¿Qué ha ocurrido con Budaj? ¿Dónde se ha metido? ¡Pero sentaos, Don Rumata!

Rumata se dejó caer sumisamente en el banco.

— Budaj ha desaparecido — dijo -. Lo esperé en el I Soto de las Espadas. Pero en lugar suyo se presentó un tuerto desharrapado que contestó al santo y seña y me entregó un saco lleno de libros. Esperé dos días más, y luego me puse en contacto con Don Gug, que me dijo que había acompañado a Budaj hasta la misma frontera y que este siguió su camino acompañado por un noble Don digno de confianza, ya que lo perdió todo jugando a las cartas y tuvo que venderse a Don Gug en cuerpo y alma. Por consiguiente, Budaj ha desaparecido aquí, en Arkanar. Eso es todo lo que sé.

— Que no es mucho — dijo Don Kondor. — No obstante, creo que lo principal no es Budaj — protestó Rumata -. Si está vivo, lo encontraré y lo sacaré de donde sea. Sé hacer esas cosas. Pero quisiera hablar con vos de otro asunto. Quisiera advertiros una vez más que la situación que se está produciendo en Arkanar rebasa los límites de la teoría básica… — en el rostro de Don Kondor se dibujó una mueca de desagrado -. Oh, no, tenéis que escucharme ahora — dijo Rumata firmemente -, porque he llegado a la conclusión de que por radio no conseguiré jamás explicároslo. ¡En Arkanar todo ha sufrido un profundo cambio! Ha surgido un nuevo factor que influye sistemáticamente. Esto se refleja en el hecho de que Don Reba incita conscientemente a toda la gente inculta del reino contra los intelectuales. Es más; todo aquel que sobrepasa un poco el nivel cultural medio del vulgo se ve amenazado. ¿Me oís, Don Kondor? Esto no es sentimentalismo: es un hecho. Si uno es inteligente, culto, tiene sus dudas, habla en forma ordinaria o simplemente no bebe vino, puede considerarse amenazado. Cualquier tendero tiene derecho a acosarlo hasta la muerte. Centenares, millares de personas han sido declaradas fuera de la ley. Los milicianos les dan caza y los cuelgan a lo largo de las carreteras, desnudos y boca abajo. Ayer mismo, en mi calle, patearon a un anciano por ser culto. Lo estuvieron golpeando, me han dicho, por más de dos horas. Y quienes lo hacían eran gente bestial, de rostros feroces, que se ensañaban hasta quedar empapados en sudor. — Rumata hizo una pausa y finalizó, más calmado -: En una palabra, dentro de poco no habrá en Arkanar ni una sola persona que sepa leer. Pasará lo mismo que en la Región de la Orden Sacra después de la matanza de Barkán.

Don Kondor lo miró fijamente y apretó los labios.

— No me gusta como piensas, Antón — dijo en ruso.

— A mí tampoco me gustan muchas cosas. Alexandr Vasílievich — respondió Rumata -. No me gusta que nos hayamos atado de pies y manos en el propio planteamiento del problema, con eso de la influencia sin efusión de sangre. Porque en mis condiciones esto no es más que inacción justificada científicamente. ¡Sé perfectamente lo que me vas a responder! Yo también conozco la teoría. Pero aquí no hay nada teórico. Aquí estamos presenciando una práctica típicamente feudal. ¡Esas bestias matan personas a cada momento! Aquí todo es inútil. Por una parte, nuestros conocimientos son insuficientes, y por otra, el oro pierde valor ya que llega demasiado tarde.

— Antón — dijo Don Kondor -, no te precipites. Yo también creo que la situación en Arkanar es realmente extraordinaria. Pero también estoy convencido de que tú tampoco has preparado aún una proposición constructiva.

— En efecto — asintió Rumata -. Aún no tengo preparada ninguna proposición constructiva. Pero me es muy difícil dominarme.

— Antón — dijo Don Kondor -, somos en total doscientos cincuenta los que nos hallamos en este planeta. Todos se dominan, aunque a todos les sea muy difícil. Los más veteranos hace veintidós años que están aquí. Vinieron desde la Tierra como simples observadores. Se les prohibió terminantemente inmiscuirse en nada. Imagina por un momento lo que representa esto: ¡prohibido terminantemente! Ellos no hubieran podido ni salvar a Budaj, aunque hubieran visto que lo estaban pateando ante sus propios ojos.

— No necesito que se me hable como a un niño — dijo Rumata.

— Es que a veces sois tan impacientes como los niños — exclamó Don Kondor -. Y hay que tener mucha paciencia.

Rumata sonrió amargamente.

— Y mientras nosotros esperamos, probamos y nos preparamos — dijo -, esas bestias seguirán matando personas cada día.

— Antón — dijo Don Kondor -, en el universo hay millares de planetas a los cuales aún no hemos llegado, y en los que la historia sigue su curso normal.

— ¡Pero aquí sí hemos llegado!

— Sí, aquí sí hemos llegado. Pero no para satisfacer nuestra justa cólera, sino para ayudar a esta humanidad. Si te sientes débil, márchate. Vuelve a casa. A fin de cuentas, no eres ningún niño: sabías perfectamente lo que ibas a encontrar aquí.

Rumata no respondió. Don Kondor, algo ablandado y como si hubiera envejecido, arrastrando la espada como si fuera un palo, se paseó por la habitación, moviendo tristemente la cabeza.

— Me hago cargo de lo que sientes — dijo por fin -. Yo también he sufrido lo mismo. Hubo un tiempo en que esta sensación de impotencia y de propia ruindad me parecían lo más terrible del universo. Algunos, más débiles, llegaban a perder la razón y tenían que ser evacuados a la Tierra para ser curados. Yo necesité quince años para comprender qué es en realidad lo más horroroso. Finalmente llegué a la conclusión de que lo más terrible es perder la condición de ser humano. Antón, aquí somos dioses, y tenemos que ser más inteligentes que esos dioses de leyenda que las gentes de aquí se forjan de cualquier manera, a su imagen y semejanza. Y avanzamos como por el borde de un cenagal. Si damos un paso en falso, nos hundiremos en el fango y nunca más en la vida podremos limpiarnos de él. Horán el Irukano escribió en su Historia del Santo Advenimiento: «Cuando Dios bajó de los cielos y se presentó al pueblo saliendo del pantano de Pitan, tenía los pies sucios.»

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