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Unos obreros conducen al hotel Colón a unos fascistas capturados. Se explica a esos obreros que las detenciones son cosa de la policía republicana. Pero los obreros no entienden esas explicaciones y se van dejando allí a los prisioneros, con los papeles, el oro, los brillantes y las pistolas que les han encontrado. La «Seguridad» (Dirección de Seguridad) no se da prisa en hacerse cargo de los detenidos, y los comités de todos los partidos han formado pequeños grupos de policía y cárceles improvisadas.

En el segundo piso del Colón se encuentra la sección militar. Aquí se constituyen los destacamentos obreros para la toma de Zaragoza. Se alista mucha juventud, pero también hay hombres de edad madura. Han sido enviados ya cinco mil individuos. No hay bastantes fusiles, pero en la ciudad se ven por todas partes. En los bulevares, todos se pasean con fusiles. Con fusiles se sientan a las mesas del café. Fusiles llevan las mujeres. Comen, duermen, van al cine sin dejar las armas, pese a que existe un decreto especial del gobierno por el que se ordena dejar los fusiles en el guardarropa contra el correspondiente número. Los obreros se ven con las armas en la mano y no será fácil que las devuelvan.

Por las calles pasan cortejos fúnebres. Los cadáveres son traídos del frente o son enterrados al pie de las ruinas de las casas en que se ha combatido. A los caídos no los llevan horizontalmente en sus ataúdes, sino en sentido vertical, de modo que los muertos, como si estuvieran de pie, exhortan a los vivos a proseguir la lucha. Tras los cortejos fúnebres, llevan mantas y sábanas extendidas: el público arroja en ellas generosamente monedas de plata y cobre para ayuda de las familias de los muertos.

Sin embargo, pese a las armas, a los choques y a los tiroteos desordenados que a todas horas se producen, no hay irritación en la ciudad. La atmósfera es, más bien, de excitada alegría, de febril entusiasmo. Aún persiste el triunfo, tan inesperado y tan merecido, de los combates callejeros del pueblo contra la soldadesca reaccionaria. La locura de los valientes, la audacia de la juventud obrera, que se ha lanzado con navajas de bolsillo contra los cañones y las ametralladoras y ha vencido, el orgullo por su sangre vertida, llenan de entusiasmo y seguridad a la enorme ciudad proletaria. Todos se inclinan ante el hombre que viste mono, que lleva un fusil; todos le halagan. En el café y en las tabernas, se niegan a cobrarle. Los mejores artistas cantan para él en los bulevares, los toreros le abrazan en los cruces de las calles; las elegantes estrellas de cabaret y cine le provocan con sus famosas piernas, sin regatear los tacones de colorines al bailar sobre el pavimento asfaltado, y se ríen con argentina risa en respuesta a las picantes agudezas de los cargadores del puerto.

A las dos he estado comiendo con el coronel Sandino en su pabellón del Prat. Reina mucha animación en la mesa, se habla en español y en francés. Sandino dice que por ahora todo marcha magníficamente. Hoy los republicanos han tomado la isla de Ibiza. Ahora Mallorca queda presionada por dos partes, desde Ibiza y desde Menorca. Los valencianos han organizado por su cuenta y con su gente una expedición para ocupar Mallorca. En la isla se mantienen, poco más o menos, un millar de sediciosos. En las inmediaciones de Zaragoza, los republicanos esperan refuerzos. No bien lleguen los destacamentos de Barcelona, será posible lanzarse al asalto de la ciudad. Con esto quedará liquidado el frente de Aragón. Aunque es un error llamarlo frente. Por ahora no hay aquí, en España, frentes continuos de ninguna clase. Hay ciudades aisladas en las que se mantienen o bien el poder gubernamental y los comités del Frente Popular, o los oficiales sublevados. Entre ellas no existe una línea continua de frente. Hasta la comunicación telefónica y telegráfica funciona en algún que otro lugar por inercia: ciudades sublevadas hablan con ciudades leales al gobierno.

No ha sido posible conversar con detenimiento; constantemente interrumpían, se brindaba y se discutía. No obstante, he preguntado a Sandino si hay mando único y a quién están subordinadas todas las fuerzas armadas. Me ha respondido que hay ya mando único, que en Cataluña todas las fuerzas armadas están subordinadas a él, Sandino, y que en lo tocante a las cuestiones generales él se pone de acuerdo con Madrid.

Estaba allí, también, Miguel Martínez, hombre de pequeña estatura, comunista mexicano, llegado ayer, como yo, a Barcelona. Nunca había vivido en España y ahora ha venido a ayudar y a ofrecer al Partido de aquí la experiencia que ha adquirido en la guerra civil mexicana.

He aquí como Miguel ha conseguido venir desde Francia.

No tenía los documentos en regla, debía esperar largo tiempo el visado y el avión de línea. Pidió ayuda a André, quien le recibió una tarde en su casa, cerca del boulevard Saint-Germain. El pequeño apartamento del escritor estaba lleno de gente. En las tres habitaciones había grupos esperando y hablando en voz baja. André le llevó a la cocina, allí aún quedaba sitio libre.

—¿Puede usted partir hacia X... dentro de una hora?

—Sí.

—Espere allí mañana a las once sentado a una mesa del café Mirabeau. Es un café grande, cualquiera le indicará dónde se encuentra. Allí le irán a ver.

Miguel partió. A la mañana siguiente, estaba en X... con una maletita de mano, se encaminó directamente de la estación al café. Tuvo que esperar largo rato; empezaba a creer que había hecho el viaje en vano. De pronto, pasada la una, se presenta ante la mesita el propio André. André no se disculpó.

—¿Ha tenido buen viaje? Vamos a tomar un pernaud. Sobre la moral de los técnicos franceses de nuestro segundo cuarto de siglo habrá que escribir aparte. Al fin y al cabo, dos entre cinco son el cuarenta por ciento. Si un cuarenta por ciento de pilotos va a luchar contra el fascismo francés, también luchará el setenta por ciento. El problema está en si realmente este cuarenta por ciento es un cuarenta y no un veinte o un cero.

—El pernaud me da náuseas —dijo Miguel—, tomaré un vermut. ¿Qué ha ocurrido? ¿No vuelo?

—Hoy, cinco pilotos debían trasladar a Barcelona siete aparatos. Me los recomendaron y han recibido el dinero. Tres se me han presentado hace dos horas en el aeródromo y me han dicho que no conducirían los aparatos a Barcelona. Hasta se han hecho los ingeniosos: han dicho que el dinero recibido les había causado tanta sensación que no desean experimentar otras más fuertes. Los franceses, en estos casos, siempre son ingeniosos. Éstos lo son aún más porque sabían que no puedo denunciarlos a la policía. Hasta me han preguntado si no tenía la intención de denunciarlos. Esto ha sido lo menos gracioso, pero ellos no lo consideran así.

—Podía haber sido peor —dijo Miguel—. Como canallas, aún resultan personas bastante decentes. Después de haber cobrado el dinero, podían haber conducido los aviones a donde Franco, en vez de llevarlos a Barcelona, y recibir allí dinero por segunda vez.

—Usted es un filósofo. Pero esta perspectiva aún no está excluida. Quedan dos pilotos. Se comprometen a conducir hoy, antes de la noche, tres aparatos. Pueden hacer con ellos lo que les venga en gana. De todos modos, parece que estos dos son personas decentes. Uno ni siquiera ha tomado el dinero. Ni ha hablado de cobrar. En todo caso, ésta no es una combinación para usted, Miguel. Vale más que espere usted una semana a que tenga que abrazar a Franco en vez de abrazar a José Díaz. Es más, allí pueden fusilarle sin darle ocasión siquiera de abrazar a Franco.

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