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No obstante aquí, según la orden de Varela (es poco probable que la haya modificado), actúa contra nosotros un grupo de sujeción y de demostración. El golpe principal va dirigido a través de la Casa de Campo. Me traslado a dicha parte y tampoco ahí la situación es mala. La artillería —cuatro baterías, verdad es que compuestas de viejos cañones— mantiene a los fascistas en sus posiciones de partida. Nuestras unidades se atrincheran muy enérgicamente, baten con fuego de ametralladora las avenidas y los senderos. En dos sectores he encontrado combatientes de la Brigada Internacional. Van bien vestidos, con guerreras nuevas, con gorros de color sufrido, con bandas o polainas, con fusiles nuevos; en su mayor parte son alemanes y franceses. Aquí forman el primer escalón, y detrás, en el parque del Oeste y en el extremo meridional de la Ciudad Universitaria, forman el segundo. Un batallón ha sido enviado a Villaverde, en ayuda de Líster. Por su aspecto externo, no hay entre ellos tantos soldados con experiencia de la primera guerra mundial como se había dicho. Son hombres, por término medio, de veinticinco a treinta y cinco años. Algunos se dan muy poca maña en el manejo de las armas, se quedan confusos y desconcertados contemplando la ametralladora incluso cuando se encalla por los motivos más fútiles.

Poco antes del mediodía se ha logrado realizar aquí un pequeño contraataque. Españoles y voluntarios internacionales, después de una preparación artillera, se lanzaron en dos grupos entre los árboles, rodearon dos pabellones con moros. Desde luego, habría sido posible cogerlos prisioneros o acabar con ellos, pero faltó destreza. Los moros, con gritos aterradores, arrojando a su alrededor granadas de mano, saltaron de los pabellones y se abrieron paso hacia sus filas. De todos modos, el enemigo ha sido contenido, incluso ha retrocedido un poco.

En el Estado Mayor, las noticias que llegan de todos los sectores son por ahora satisfactorias. Los milicianos resisten. Sólo Barceló no ha iniciado aún su golpe de flanco. De repente, toca la sirena. Vuelan sobre la ciudad siete Junkers acompañados de cazas. Los «chatos» no se ven. Los fascistas se mueven por el cielo sosegado, impunemente. Bueno, ahora lanzan su carga en el centro mismo de la ciudad. Resuenan las explosiones, que desgarran los oídos. En torno, sobre los tejados de las casas, se ven columnas de humo. Los aviones se dirigen hacia aquí, hacia el Ministerio de la Guerra. Sí, sueltan sus bombas hacia aquí. Otra explosión, al lado mismo, por lo visto en el paseo de Recoletos... Los cristales vibran, algunos caen tintineando. El Ministerio de la Guerra no tiene refugio antiaéreo... A Miaja y a Rojo procuran convencerlos de que bajen al sótano, donde los archivos. Pero los Junkers ya han pasado. Se han ido. En el cielo han aparecido los cazas republicanos —demasiado tarde. Los han avisado con cinco minutos de retraso; estos cinco minutos son decisivos— para regresar a su territorio, la aviación fascista sólo necesita un instante. Tienen el aeródromo de Getafe, defendido por artillería antiaérea. Por ahora el mando prohibe a los «chatos» volar lejos; no hay más que un puñado; cada hombre, cada aparato, son de un inestimable valor.

Esta vez las destrucciones causadas por la incursión aérea son grandes, las víctimas son muchas. Han muerto muchas mujeres, niños, personas indefensas e inofensivas. La muerte los ha alcanzado en poses casuales, inocentes. Una anciana estaba colgando ropa; la han encontrado tendida sobre las sábanas y los pañales chamuscados, con una cuerda en la mano, sin cabeza. La explosión que oímos tan cerca del Ministerio de la Guerra se produjo en un gran garaje. La bomba atravesó el tejado —¡de cristal!— y encendió numerosos camiones y coches. Ahora todo ello está ardiendo, envuelto en llamas de gasolina.

En el momento culminante de la confusión provocada por los Junkers, me llaman al teléfono... ¡desde Moscú! Me llamaban por el teléfono del comisariado. El Estado Mayor de la Defensa de Madrid ha ordenado desconectar todos los demás teléfonos, particulares, para evitar que puedan sostenerse conversaciones con los barrios conquistados por los fascistas.

Al aparato habla otra vez el comité de la radio. Felicitaciones con motivo de las fiestas, me han hablado de la parada militar y del desfile, me han pedido que, en respuesta, les comunique mis impresiones.

¡Impresiones!...

He explicado en breves palabras de qué modo se mantiene Madrid, lo que he visto en los combates de hoy junto al río y en la Casa de Campo, les he comunicado que en aquel mismísimo instante, mientras hablábamos por teléfono los Junkers estaban bombardeando. ¿Es cierto que ha sido tomado Toledo? —me ha preguntado el Comité de la radio—. ¡¿Tomado por quién?! Por los republicanos. ¿Toledo conquistado por los republicanos? No, no es verdad. Cómo se lo pueden imaginar, no lo entiendo...

El Partido Comunista trabaja magníficamente. No será ni mucho menos una exageración afirmar que entre todos los partidos, el comunista es el único cuya presencia se nota ahora en Madrid. Todos los antifascistas, hasta los grupos más moderados y «de la charca», obedecen de buen grado a la dirección del Partido, aceptan todas las indicaciones que el Partido da sobre la defensa de Madrid ellos mismos acuden en solicitud de dichas indicaciones. Los miembros del Comité Central y del comité provincial de Madrid pasan el día entero en los frentes de combate con las unidades, participan en los contraataques, construyen nuevas barricadas y fortificaciones.

Al atardecer, los altavoces y los chiquillos vendedores de Mundo Obrero,con no menos potencia que los altavoces, convocan al pueblo a un «mitin grandioso, sensacional y admirable» en el cine Monumental.

El cine está lleno a rebosar, la sala se ve adornada con banderas, con consignas en honor del XIX aniversario de la gran revolución socialista de Octubre, con retratos de Marx, Lenin, Stalin, José Díaz y Thálmann.

Suben a la presidencia del acto los miembros del comité de Madrid, luego Pedro Checa y Antonio Mije, después —la sala se levanta llena de entusiasmo y aplaude clamorosamente— ¡Dolores!

El presidente de la reunión declara que ésta se dedica al decimonono aniversario de la gran revolución socialista y a la defensa de Madrid. Ovaciones, música... ¡ah, qué bien, que haya música! ¡Hacía falta! En estos días, sobre todo cuando en el alma se elevaba un sentimiento profundo, a la vez amargo y majestuoso, se notaba cierta sequedad en los oídos, de modo análogo a como suele notarse sequedad en la garganta. Ahora, cuando la orquesta —¡todavía hay orquestas en Madrid!— ha lanzado al aire la majestuosa y sonora melodía de la Internacional,el pecho ha exhalado alegremente, por primera vez en todo este tiempo, henchido de alegría todo cuanto le acongojaba —el deseo de escuchar una canción de combate—. Y si en esto terminara todo el mitin del cine Monumental, bastaría para que pudiera considerarse, en justicia, «grandioso, sensacional y admirable». Las lágrimas en los ojos, los luminosos rostros de los obreros, de los militares, de la juventud, de las mujeres revelan que para todos ellos constituye una ayuda inmensa, un regalo de fiesta, tener la posibilidad, en el momento más difícil de sus vidas, en estas horas catastróficas y decisivas, tener la posibilidad de reunirse aquí en una grandiosa congregación combativa de Partido y cantar juntos, firmes, anhelantes, acompañados por la música, la impresionante canción de la lucha proletaria y de la victoria.

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