—¿Dónde están los vagones frigoríficos? ¡Y luego habrá quien diga que no hemos traído mantequilla fresca! ¡No lo toleraré! ¡Que venga el jefe de administración más importante de aquí y que me firme un documento conforme ha recibido la mantequilla a siete grados bajo cero!...
No dan ganas de abandonar la pacífica ciudad, el leve bullicio marino de sus calles, las palmeras y el mar azul, el famoso vino, dulce y fuerte, las rosas levantinas en los magníficos peinados negros, la fría cerveza de Leningrado. Al despertarme he sentido molestias en el hombro fracturado y por primera vez en mes y medio he experimentado una sensación de fatiga interior. Pero es necesario regresar hoy mismo al Madrid polvoriento, seco, alarmado y loco. Los fascistas ya están a las puertas de Toledo.
28 de septiembre
En la estación me esperaba Dámaso. Sin pasar por casa, volamos hacia la carretera de Toledo. Por primera vez metí prisa al bandido del chófer; él llevaba el coche como los tunantes borrachos en los films cómicos, la muchedumbre saltaba como galgos a uno y otro lado. ¿Es posible que ya no vuelva a ver esa ciudad, el petrificado frenesí de las calles como hendiduras, la severa elegancia de los sombríos portales y de las apretujadas plazas, los sueños escultóricos del asperón oscuro, el monasterio-cuartel con las losas hebreas, la sinagoga con la cruz en una esfera de cobre, con un altar moro, cubierto de hierba? ¿Ni a la hechicera Isabel Delgado, ni a los prisioneros moros, ni a los obreros de la fábrica de armas, con los que trepamos por la empinada vertiente del castillo? Y la casa del Greco, ¿será posible que no llegue a permanecer aunque sólo sea unos instantes junto a sus columnas de madera, que no suba por los fríos peldaños de azulejos, que no pase la mano por la reja de hierro junto a la estufa?
Hasta mediado el camino de Illescas, todo tiene un aspecto tranquilo. Más allá recorremos aún veinte kilómetros de carretera casi desierta; sólo encontramos algún que otro grupo aislado de soldados y campesinos, grupos muy pequeños. Sería tonto preguntarles si Toledo ha caído; está claro que no lo han tomado —¿dónde se habrían metido la tropa, los Estados Mayores, los fugitivos, los heridos?—. El viento silba en los oídos, Dámaso ha quedado inmóvil, cual sombría estatua morena, con las manos en el volante; está dispuesto a llevarme aunque sea al infierno, lo sé, con tal de volar sin volver la cabeza, afanoso de movimiento, en un deseo infinito de avanzar en sentido lineal. Hoy no ha conectado la radio, ni siquiera silba, como siempre, cuando está en camino.
Toledo se muestra en una elevación. Bueno, está bien. Verteré el oro alicantino en la taza de hospital de Bartolomé Cordón, herido de gravedad, y le reconfortaré el pecho, atravesado por las balas. ¡Beberé con él por la vida, por la victoria, por la felicidad de la tierra castellana! ¡Hoy, sin falta, estaré en la casa del Greco! Dos curvas más, otros seis kilómetros; llegaremos al puente que cruza el Tajo, presentaremos los documentos...
Delante, en plena carretera, un altercado. Dámaso frena en seco, paramos el coche a veinte pasos, nos acercamos. En medio del grupo, un comandante con casco de automovilista riñe con unos soldados, está a punto de pegarse con ellos. Les pide que vayan hacia adelante, que establezcan un puesto de vigilancia. Echa mano a la pistola, los otros le apuntan con el fusil. Es Fernando, pintor; antes trabajaba en la escuadrilla de André. Excitado, cuenta: el jefe de la columna ha huido, y a él, ayudante del jefe, los soldados no le obedecen y le quieren apiolar. Hace un cuarto de hora, de Toledo ha venido un auto blindado, ha soltado unos disparos y se ha vuelto. Luego los aviones —no se sabe si nuestros o de ellos— han hecho saltar la carretera desde el aire.
Los fascistas han entrado en Toledo hoy, a primeras horas de la mañana. Ayer, al mediodía, el coronel Moscardó, desde el Alcázar asediado, presentó un ultimátum al mando de la guarnición republicana de Toledo: abandonar la ciudad antes de las seis de la tarde. Los sediciosos, entretanto, avanzaban por el oeste, desde Maqueda y Torríjos. El teniente coronel Burillo, nombrado en lugar de Barceló, no respondió al ultimátum, pero de hecho el Alcázar ya estaba libre: los milicianos anarquistas, desmoralizados, habían abandonado sus puestos y las barricadas. Se ponía el sol cuando los cañones fascistas hicieron los primeros disparos sobre la ciudad. Un grupo de anarquistas entró en el Estado Mayor, en el despacho de Burillo. El cabecilla le preguntó qué significaba aquello.
—¿A qué se refiere?
—¿Acaso no oye? La artillería fascista dispara contra nosotros.
—Naturalmente. ¿Y qué? Nos defenderemos.
—¡Oh, no se lo crea usted! No estamos dispuestos a ser carne de cañón. Por lo visto, el gobierno no nos quiere ayudar. Si no puede usted terminar con los disparos de los fascistas en quince minutos, abandonamos la ciudad. Búsquese usted a otros tontos.
Lo dijo así: «Si no termina usted con los disparos de los fascistas.»
Al anochecer, parte de los sitiados se infiltraron en la ciudad y, uniéndose a la organización clandestina, empezaron a disparar con ametralladora desde los tejados. Los anarquistas se retiraron cerca de las ocho. Burillo decidió mantenerse aún por la noche; de madrugada, perdida toda posibilidad de dirección, se retiró por la puerta del este con las últimas columnas disciplinadas. Toda la evacuación se orienta hacia Aranjuez. Al amanecer los moros y la legión extranjera han aparecido en las calles. Un destacamento de sediciosos ha entrado en el hospital militar y ha rematado a todos los heridos, se han salvado veintiséis hombres que fueron evacuados hace tres días. En las pequeñas salas, a los heridos los han matado a bayonetazos; en las grandes, han arrojado granadas de mano a las camas. El gobernador civil se ha quedado en la ciudad y se ha adherido oficialmente a los facciosos. ¡El teléfono con el Alcázar, desde su gabinete, ha trabajado más y mejor!
Alguien grita: «¡Mirad, por la carretera!»
El grupo se arroja a las cunetas dispersándose y permanece quieto. Luego, de súbito, la situación resulta embarazosa para todos. Por detrás de una curva van surgiendo las siluetas de una caravana de refugiados: —adultos, niños, viejas encorvadas, borricos cargados de cachivaches.
¿De dónde? De Vargas. (Es una aldea de la derecha, a cinco kilómetros al este de Toledo.) Les han arrojado bombas desde unos aviones. Los aviones eran negros, con grandes cruces en las colas, volaban muy bajo. Muchas casas han quedado reducidas a escombros. Hay muchos muertos. Se escondieron en los sótanos. Cuando los aviones con las cruces se han ido, ellos, los campesinos, han recogido sus bártulos y se han marchado. Estaban ya en camino cuando han empezado a caer en la aldea obuses de artillería.
Esto significa que los facciosos van a orientar ahora su ataque a Vargas. Hacia allí nos dirigimos por un camino lateral, acompañados por el consejo de no caer prisioneros.
Vamos despacio, nos detenemos a menudo y amortiguamos el motor para escuchar. En el tercer kilómetro, en medio del silencio, un grito. Son dos milicianos, han quedado rezagados. Los fascistas ya están en Vargas. Los milicianos nos piden que tomemos en el coche a un tercer camarada, herido. Está ahí al lado, en una casita campesina.