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¡Qué fuerza más enorme será —es ya— la mujer española, tan pronto como se libre del sofocante encierro de la casa-cárcel! En toda su existencia un vergonzoso engaño la ha inclinado hacia la tierra, la ha corroído por dentro, como la herrumbre. En casa a pelo, con pantuflas, con el vaho del jabón sobre el barreño lleno de ropa, entre los chillidos de los niños y los comadreos —propios de un harén— de las vecinas, siempre culpable y resignada ante el marido. En la calle, ante la gente —con tacones altos, jugando con la seda de sus piernas, con susurro de abanicos, seductora, con la boca entreabierta tierno y lujoso animalito, tentación para los que la ven, orgullo para el marido-propietario—. Públicamente, servilismo ante la mujer, parodia vulgar, empalagosa, de la veneración caballeresca ante las hermosas damas; en familia, altanería y brutalidad hacia la mujer, impúdica explotación de su trabajo durante el día, de su cuerpo por la noche, insultos y golpes. He visto, por casualidad, a través de una ventana de una vivienda bastante acomodada, cómo el señor daba patadas a la señora. Le daba coces con el tacón, volviéndose de espaldas, como un chivo. Daba gritos, coceaba, echaba a correr un instante, y vuelta a empezar. La dama, sin falda, con sostén, con zapatos de tacón alto, con ligas color naranja, también gritaba, pero no ofrecía resistencia; una criatura lloraba sobre un diván. De la pared, colgaba el retrato del general Bolívar, con perilla y las puntas del bigote en alto.

La mujer entra en el ejercicio de sus derechos humanos; no desde el derrocamiento de la monarquía ni con los primeros mandatos de diputados a Cortes para Victoria Kent y Dolores Ibárruri, sino ahora, cuando la guerra civil ha fecundado el país con una revolución popular democrática, ha abierto las casas, ha arrancado cortinas y biombos, ha revuelto la vida social y privada.

Recordaré a la mujer con dos niños sobre un borrico flaco, entre las grises colinas de Aragón recalentadas por el sol, una viuda a la que los fascistas le habían asesinado el marido y le habían incendiado la casa. Recordaré a ocho mujeres que vinieron a Lérida de las aldeas Sierra y Luna. Al entrar en estas aldeas, los fascistas comenzaron a violar a las muchachas, a cortar el pelo al rape a sus madres y hacerlas pasear luego por las calles. Después de semejante escarnio, ocho mujeres huyeron. Los cabellos son el principal adorno de una española, vieja o joven, rica o pobre. La mujer española cuida siempre de sus cabellos, se los riza caprichosamente. Pero las ocho campesinas mostraron sus cabezas rapadas a todo el mundo, convirtieron la afrenta en distinción. «No queríamos, pero los fascistas nos han hecho soldados. Y combatiremos como soldados mientras los cabellos no nos lleguen a los hombros.» Recordaré a Conchita que en el Guadarrama cogió el fusil de su novio muerto. Y a las jóvenes comunistas Lina Odena y Aurora Arnáiz, con mono, pistola al cinto, al frente de importantes destacamentos, y que han organizado a miles de jóvenes españoles en defensa de la libertad. Y a María Carrasco, mujer de mucho genio, mecánico en el aeródromo de Cuatro Vientos, que trepaba por los motores, manchada con la grasa de las máquinas, y no dejaba que el aviador se fuera al combate mientras no hubiera ella comprobado hasta el último tornillo. Y a quinientas mujeres que se presentaron el primer día de la guerra civil a los hospitales de Madrid ofreciendo su sangre para las transfusiones: «Nuestros maridos dan su sangre en el frente, ¡nosotras queremos devolverla en la retaguardia!...» Y a Estrella Castro, famosa cantante, cuyos altos trinos resuenan en las posiciones con el sólido acompañamiento de la artillería pesada. Y a María Teresa León, en la carretera de Talavera, con su pequeño revólver de plata. Y a Marina Ginesta, callada, atenta, con los cabellos cortados a lo chico, combatiente en las barricadas de la plaza de Colón, concienzuda mecanógrafa y traductora. Ésta es la auténtica mujer española que ha descubierto, siguiendo a Dolores Ibárruri, en la hora difícil de la lucha del pueblo, su verdadera imagen, firme y enternecedora.

Los nobles caballeros que exaltan la «belleza, la nobleza y la santidad» de la mujer española, han mostrado ahora cuáles son sus maneras caballerescas.

En el pueblo de la Rambla, en la provincia de Córdoba, mataron a pedradas a todas las mujeres de los antifascistas en la plaza del pueblo. Las madres cayeron con sus hijos en brazos.

En Puente Genil, Andalucía, violaron a treinta mujeres, a todas les atravesaron los pechos con las bayonetas y las arrojaron al río. Violar y traspasar los pechos responde a la receta de los infinitos libros pornográficos sobre perversiones sexuales, literatura predilecta de los hijos de mamá fascistas. El ahogar en el río ya es en calidad de iniciativa personal.

Y aquí, en Toledo, en el alto castillo, ante nuestros propios ojos, los caballeros portadores de las tradiciones históricas, han colocado a las mujeres-rehenes en el piso alto para que los obuses caigan primero sobre ellas, y se han guarecido tras sus cuerpos.

Las mujeres de la cola de la lechería me convencieron de que visitara a la hechicera toledana Isabel Delgado y me acompañaron a su casa. La hechicera resultó ser auténtica. En su tenebrosa covacha, junto a la iglesia de Santa Úrsula, entre lechuzas disecadas y murciélagos, hervía en una cacerolita eléctrica su filtro mágico. Las mujeres vocearon largo rato, explicaron lo bueno que yo era y de qué país había venido. La vieja llenó un frasquito con el bálsamo milagroso; para untar un hombro dislocado o para caso de herida, y si no duele nada, para limpiar los dientes, que quedan blancos como el azúcar. Pero la muchacha-miliciana abiertamente y ante todas las demás, se burló del bálsamo y juró por la memoria de su madre que nunca había probado ni probaría filtros de curanderos.

16 de septiembre

Es agradable estar en el Quinto Regimiento. Aquí se descansa de la confusión y del desorden, y uno se siente reconfortado al ver los contornos del Ejército Popular de mañana. Aquí, la gente, aunque por su aspecto es la misma que alrededor, actúa, piensa y habla de manera distinta; con cierto firme eje interno, con cierto sentido de responsabilidad.

En la calle de Lista, en un pequeño hotelito, se encuentran el Estado Mayor, la Sección política y diversas oficinas. A diferencia de lo que ocurre en otras instituciones, aquí hay limpieza, orden y silencio. Aquí —esto también es muy raro en Madrid— se trabaja de noche.

En otro lugar, en un gran monasterio, se hallan instalados los cuarteles, los depósitos y el centro de instrucción. Por el patio inmenso desfilan los voluntarios. Hay grupos muy diversos; pasando de uno a otro se ven todos los estadios de la instrucción y se observa el cambio en el aspecto de los hombres. He aquí a unos magros y encorvados adolescentes de Vallecas —el Marinaia Roscha [3]de Madrid—, se mueven torpemente a la derecha, a la izquierda, media vuelta, imarch!, tropiezan, bromean; he aquí ya unos movimientos aceptables y manejo del fusil, con palos en vez de armas. He aquí ejercicios de tiro; a cada combatiente se le permite hacer tres disparos. En las condiciones actuales, esto es un lujo inaudito.

El Quinto Regimiento, más bien que una unidad militar es un comisariado de guerra, un centro de instrucción. Los batallones y compañías formados e instruidos por el Quinto Regimiento de la milicia popular, combaten en distintos sectores —en el norte, en el sur y en el centro de España—. Las instrucciones militares, los folletos políticos, las octavillas y los carteles de la sección política del Quinto Regimiento se difunden entre todas las tropas republicanas.

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