La procesión llevaba largo rato andando, había llegado bastante lejos. En un recodo del camino, el guardia civil de más autoridad mandó a uno de los números a la ciudad. La columna se dio cuenta de ello y aceleró el paso.
En un amplio trozo de desnuda tierra roja, empezó el mitin. Servían de tribuna dos piedras juntas. Un jornalero de la primera fila se detuvo, levantó bien altos la hoz y el martillo, en torno de él se agrupó, en círculo, la muchedumbre.
Primero habló un viejo. Lo recuerdo, un viejo fue el primero en hablar. Era un viejo pálido, alto; iba vestido con pobres ropas campesinas.
Dijo que los hombres del campo estaban cansados de sufrir. Dan sus últimas fuerzas a esta tierra maldita y ajena. No reciben, a cambio, ni siquiera la esperanza de no morir de hambre. El propietario ha adquirido un tractor y ha echado a treinta personas con sus familias sin dirigirles siquiera una mirada. Los campesinos están en la miseria y, además, cada día llegan de la ciudad gentes sin trabajo, que van por los cortijos y hacen bajar los jornales. Los pobres se hunden y al hundirse se agarran uno al otro del cuello. Lo que hace falta es otra cosa. Es necesario unirse y ayudarse. En Lucena, unos jóvenes se han adherido a los comunistas. Han hecho venir de Sevilla a este joven señor. Que hable nuestro invitado. Que nos cuente cómo es necesario luchar con provecho, como luchan los comunistas en Rusia.
El viejo se hizo a un lado, la muchedumbre se volvió hacia el mozo de Sevilla y le saludó amistosamente. El joven estaba serio, ya no se sonreía. Su rostro, su rostro bueno, su rostro de español y de obrero, joven, de mucho trabajo y mucho entendimiento, estaba tenso. El joven quiso hablar.
—¡Camaradas!
A este llamamiento respondió, de pronto, el cabo de la guardia civil. Se acercó al orador y sin amables ceremonias de ninguna clase le agarró de la manga. El propagandista se desprendió de un tirón, se volvió y quiso proseguir. El guardia no cedió:
—En nombre de la ley de defensa de la república, no te dejaré hablar.
La muchedumbre se enfureció.
—Cristóbal, viejo perro de la monarquía, ¡¿desde cuándo te has convertido en sostén de la República?! ¡Si hasta en el día de las elecciones tomaste nota de todos aquellos que, a tu juicio, no habían votado por el Borbón! ¡Y hoy otra vez nos estrangulas, ahora como republicano!
El cabo hace un signo llamando a su acompañante. El segundo civil se abre paso entre la muchedumbre y se le pone al lado. El mozo de Sevilla ya tiene el aspecto de un detenido. Cogido entre dos tricornios y dos fusiles, levanta las manos, exige silencio. En un instante todos enmudecen.
—¡Camaradas! Yo no hago caso a estos perros de presa. No los temo. No importa que pase hoy la noche en la cárcel, pero ayudadme a decir lo que quiero deciros. Dejadme decir lo que quiero. Dejadme hablar, del principio al fin, y luego que me corten la cabeza si quieren, que me metan entre rejas y...
Las otras palabras no se oyeron ahogadas por un clamor general. La muchedumbre, casi en somnolienta inmovilidad un minuto antes, se movió cual rápida lava, separó de los guardias civiles al agitador, los hizo apartar hacia unos terrones, junto a unos agaves polvorientos.
Ahí, de pie, se quedaron los guardias civiles, desconcertados, amenazadores. La muchedumbre se olvidó de ellos. Los jornaleros, ávidos, con las pupilas dilatadas, escuchaban al comunista sevillano. Él hablaba y lo que decía, los jornaleros se lo bebían, se lo tragaban, moviendo los hombros abrumados cada vez que creían ver al orador cansado, como si se dispusiera a terminar.
El comunista sevillano decía cosas tan sencillas que hasta la cabeza daba vueltas.
Decía que es necesario arrebatar las tierras a los propietarios, esta misma tierra, tomarla, distribuirla entre ellos mismos. Y no dentro de cien años, sino ahora.
—Vosotros diréis: ¿dónde y cuándo se ha visto que los campesinos y los jornaleros hayan arrebatado la tierra a los propietarios, los hayan echado y ellos mismos se hayan convertido en dueños? Pero vosotros mismos lo sabéis: hace ya trece años que los campesinos y los obreros de Rusia arrojaron y eliminaron a sus señores, los echaron al extranjero y ellos mismos organizan su vida. Allí los tractores no dejan a los pobres sin un pedazo de pan, allí los propios campesinos piden tractores para facilitar su trabajo, y el Estado ayuda con maquinaria a todas las cooperativas campesinas, a los koljoses. La juventud campesina, muchachos y muchachas, van a estudiar a universidades, como hacen, aquí, los señores. Lleva trece años, inconmovible, la Rusia Soviética, trece años, y nosotros, aquí, por ahora lo único que hemos logrado ha sido que la guardia civil nos disperse en nombre de la república en vez de dispersarnos en nombre del rey.
En Cinco Casas, los campesinos han agarrado por el pescuezo a sus autoridades. Se presentaron a media noche en casa del alcalde, separaron de su mujer al gordo haragán y le dijeron: «Toma tu vara de alcalde y ponte tu cadena de honor.» El hombre se puso amarillo como la harina de maíz, no se atrevió a preguntar de qué se trataba. Tomó su vara de alcalde y se colgó del cuello su cadena de plata, pero no le dejaron ponerse los pantalones, y así salió a la calle, ese honorable cabeza del pueblo de Cinco Casas. Luego la gente se precipitó también a la casa del jefe de la guardia civil y le dijeron: «¡Vístete el uniforme, ponte las órdenes!» También el guardia se asustó como un ratoncito y sin atreverse a protestar, se puso el uniforme y las órdenes, pero tuvo miedo de acercarse al armario y tomar las armas, porque con las mismas armas habrían acabado con él allí mismo. Salió a la calle donde se había congregado ya todo el pueblo, con el alcalde sin pantalones. A las dos sebosas tarántulas las llevaron por la calle principal, por delante de la iglesia y de la taberna, las sacaron fuera de la población. Las sacaron fuera y les dijeron: «Márchense, señores, mientras están ustedes con vida. No nos hacen falta.»
El comunista sevillano examina este caso:
—¿Obraron bien en Cinco Casas? Bien, pero no del todo. El alcalde y el guardia civil se fueron del pueblo, es cierto. Pero el caso es que volvieron a la mañana siguiente con un destacamento militar, y cuando volvieron, aquello ya no era un pueblo, sino un gallinero asustado. Los civiles con las simples manos prendieron a todos los cabecillas y, por añadidura, a un buen puñado de gente que no había intervenido en el asunto. La población no pudo luchar. Sólo tuvo fuerzas y pericia para el primer momento. Yo no digo que no hiciera falta echar a esos viles parásitos. Pero, al mismo tiempo, había que organizarse, elegir comités de jornaleros, de campesinos. Tomar la tierra y repartirla. Había que hacerse con armas y con las armas en la mano defender esta tierra. ¡Con las armas! Nosotros, comunistas, no os decimos que luchéis con los puños, sino con navajas y fusiles. Día vendrá en que nos haremos con ametralladoras y cañones; ¡lucharemos con ametralladoras y cañones!
Interrumpieron al orador con aplausos, con gritos y lanzando al aire sus sombreros de paja.
El viejo, el mismo que había abierto la reunión, volvió otra vez al centro, se subió a las piedras de la tribuna y otra vez se puso a hablar despacio, con largas pausas casi después de cada palabra.