Литмир - Электронная Библиотека
A
A

28 de enero

Verdadero bosque embrujado. Sobre todo por la noche. Extraviarse de noche en la Casa de Campo es lo más fácil del mundo. Desde luego, de humanos es el errar. Pero no se recomienda hacerlo en la Casa de Campo en la primavera de 1937. Este bosque —en el pasado, parque de excursiones para los madrileños— está ahora densamente poblado por gentes en alto grado heterogéneas. Caperucita Roja, si se equivoca de sendero, puede encontrarse a los cincuenta pasos con el lobo gris con casco de acero alemán o con un pomposo marroquí, algo remojado, con un hermoso fez y un fusil ametrallador.

Éste es el motivo de que el jefe del sector se fije repetidamente en las siluetas de los árboles y de que una y otra vez compruebe el camino en los recodos. Todas las veredas han perdido su configuración debido a la lluvia, los puntos de referencia han desaparecido entre la niebla, por los escasos disparos, no hay modo de comprender de dónde viene el fuego. Son sobre todo engañosas las balas explosivas de los facciosos: chasquean como si procedieran de nuestra parte. Una de estas traidoras balas mató ayer por la noche, con muerte instantánea, al valiente y simpático capitán Aríza, joven maestro asturiano.

Por fin, se ha instalado en una elevación, entre los árboles, un camión con un altavoz. Lo han colocado de día. Para el amplificador trabaja un motor complementario. La pequeña Gabriela Abad, propagandista del Comisariado de Guerra, es la primera en acercarse al micrófono. Exclama, en medio de la oscuridad:

—¡Soldados que combatís por orden de Franco, Mola y Cabanellas, escuchad, escuchad!

Gabriela habla rápida, precisa y apasionadamente de las mujeres que ayudan a sus maridos a defender Madrid, invita a los soldados engañados a abandonar las trincheras y pasarse al campo del gobierno legal, republicano, a reintegrarse a sus familias, que los están esperando.

Después de ella habla el jefe del sector, un oficial del antiguo ejército. Subraya su fidelidad a la patria y al pueblo, su confianza en la victoria.

Gabriela lee el llamamiento de don Ricardo Belda López, célebre mayor fascista, predilecto de Franco, hecho prisionero en el asalto al cerro de los Ángeles. Belda exhorta a los oficiales y soldados a arrojar las armas y entregarse a los republicanos.

Los oyentes están en las trincheras, a trescientos metros de aquí. Dos veces han disparado con mortero, pero a un lado: el sonido se dispersa mucho. Aguzamos el oído en la oscuridad: ¿no se acercará alguien? Por ahora, nadie... Al tercer día, los evadidos se presentaron durante la misma emisión. Llegaron a tiempo de acercarse al micrófono y decir sus nombres.

—Nosotros ya estamos aquí, fumamos cigarrillos con los republicanos, nos han recibido magníficamente. ¡Venid con nosotros!

Cada vez hay más prisioneros y evadidos. No puede decirse que se pasen en torrente, pero el hecho está ahí: de manera regular, cada día, casi en todos los sectores del frente madrileño, los republicanos capturan a soldados, clases y oficiales del ejército faccioso. Durante el asalto al cerro de los Ángeles, se hizo prisionero casi a todo el batallón, incluido su jefe. Y cada día, cada noche, se levanta ante las trincheras alguien con las manos arriba, con el fusil boca abajo, gritando: «¡No disparéis, me paso a vuestro lado!»

Es espantoso ver cómo se comportan, mejor dicho, como se sienten los prisioneros durante las primeras horas. La espera de la muerte cierra sus consciencias y su psique con un espasmo macizo y tardo. Los párpados se les ponen azulinos, las piernas se les doblan, les tiemblan los brazos y hasta los hombros. Los prisioneros responden como en sueños: «Sí, señor...», «No, señor...» Se les enturbia la vista, a veces hasta les dan náuseas. No es ridículo ni mucho menos. Sienten aún cernida sobre sí la muerte.

Los facciosos no cogen prisioneros. O matan a bayonetazos a los republicanos en las trincheras o los fusilan inmediatamente después del combate. El ejército gubernamental trata humanamente a los prisioneros. Pero no hay que olvidar el momento en que éstos son capturados. El soldado ve frente a sí al enemigo, aunque sea cogido por sorpresa, con las armas en la mano; es un enemigo que se defiende y que aún es peligroso. En pleno combate es más fácil, menos peligroso y hasta más agradable disparar contra un soldado enemigo que desarmarle y llevarlo consigo. Para esto hace falta una enorme presencia de ánimo, aguante, sentido de superioridad frente al enemigo. Incluso si el soldado o el oficial se entregan, incluso si han dado sus armas, son necesarios trabajo y riesgo para sacarlos del combate. Si los prisioneros reciben ayuda a tiempo, pueden cambiar de conducta al instante y matara quienes los escoltan. Está claro que los soldados de escolta tampoco van a andarse con distingos ni están obligados a hacerlo en tales momentos. Todo ello hace que el proceso de coger prisioneros resulte muy impresionante. En el sector de Majadahonda vimos a un grupo de jóvenes combatientes republicanos que por primera vez participaban en el combate, contraatacar y coger a tres facciosos. Estaban tan excitados como sus propios prisioneros.

En el Estado Mayor del batallón o de la brigada, se somete a los prisioneros a un primer interrogatorio. Esto no se hace aún con toda la pericia necesaria. Al soldado enemigo le preguntan largo rato de dónde es, cuándo ha sido movilizado, qué estado de ánimo hay en Marruecos o en Galicia, en vez de enterarse en seguida de dónde tienen los nidos de ametralladoras, cuál es el objetivo militar de la bandera fascista y dónde tiene ésta escondido su puesto de mando. Durante los últimos tiempos, el servicio de exploración de las tropas ha puesto cierto orden en esta tarea. A las unidades se les ha cursado instrucciones acerca de cómo interrogar a los prisioneros. De todos modos, el servicio de exploración y la exploración en combate andan aún muy cojos en el ejército republicano.

Los evadidos se presentan en su mayor parte por la noche, aprovechando la oscuridad. Se pasan de las unidades más diversas, según sea el lugar en que estén situadas, según sean los puntos y senderos por los que pueda huir imperceptiblemente. En un mismo sector se han pasado a los republicanos soldados de distintas unidades que se han relevado en un determinado lugar. También han acudido soldados de las unidades inmediatas al enterarse de que ahí existe un vado. Los últimos soldados que se han pasado cuentan que en algunas posiciones los fascistas han colocado alambre espinoso no con vistas a la defensa, sino especialmente para impedir a sus soldados la evasión al campo republicano. La noticia es muy consoladora, pero necesita confirmación y reiteración.

De creer a los evadidos, los facciosos han llegado al último grado de descomposición y desmoralización, basta empujarlos con el dedo y se entregarán todos como un solo hombre. Pero tales declaraciones han de ser tomadas con espíritu crítico, a veces más aún que respecto a los datos proporcionados por los prisioneros. El que se pasa, lo ve todo de un determinado color, habla sólo de los aspectos débiles del enemigo, sin darse cuenta de sus posibilidades y grado de seguridad o callándolos. A menudo lo hace con la mejor de las intenciones, pero sin reportar mucha utilidad.

128
{"b":"142567","o":1}