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—No es que se vayan todos a Pavlovsk. Por lo que respecta a mí, Iván Ptitzin me ha cedido una de las casas que ha adquirido baratas en aquel lugar, que es, por cierto, una localidad agradable, y alta, y verde, y barata, bon ton, y se oye buena música... Por eso es explicable que tanta gente quiera vivir en Pavlovsk. Yo me instalaré en un pabelloncito. En cuanto a la casa propiamente dicha...

—¿La ha alquilado usted? —preguntó el príncipe con interés.

—No... En realidad, no...

—Alquílemela a mí —dijo Michkin.

Era evidente que Lebediev no había querido sino inducirle a aquella proposición. Hacía tres minutos que tal idea se agitaba en su ánimo. Y ello no se debía a que le fuese difícil encontrar arrendatario. Precisamente en aquel momento la casa de campo estaba habitada por un veraneante, y éste había declarado que acaso la alquilaría. Lebediev sabía bien que aquel «acaso» equivalía a un «con seguridad». Pero pensó en seguida que haría un negocio muy ventajoso alquilando la casa al príncipe, hecho al que le autorizaba el lenguaje vago empleado hasta entonces por el otro veraneante. «Esto toma un aspecto nuevo», pensó el funcionario. La propuesta de Michkin le arrebató de alegría. Cuando el príncipe le preguntó el precio, Lebediev hizo un ademán como para alejar aquella cuestión.

—Bien, bien, como quiera. Ya tomaré informes... No saldrá usted perdiendo nada.

Los dos salían ya del jardín.

—Si usted lo deseara... Yo podría, si usted lo deseara, ilustre príncipe, comunicarle una cosa muy interesante sobre el mismo asunto —murmuró Lebediev, quien, en su satisfacción, rebosaba lisonjas hacia su visitante.

Éste se detuvo.

—Daría Alexievna posee también una casita en Pavlovsk.

—¿Y qué?

—Que hay cierta persona que mantiene amistad con ella y suele, según parece, visitarla en Pavlovsk con cierto objeto.

—¿Quién es esa persona?

—Aglaya Ivanovna.

—Basta, Lebediev —interrumpió Michkin, con una sensación dolorosa—. Todo eso no significa nada para mí... Vale más que me diga cuándo se propone usted marchar. Por mi parte, cuanto antes mejor, pues ahora estoy en un hotel...

Mientras hablaban, habían salido del jardín. Atravesaron el patio sin pasar por la casa y se acercaron a la puerta.

—Lo mejor —opinó Lebediev— es que deje el hotel, se instale desde hoy en mi casa y se vaya con nosotros a Pavlovsk cuando nos marchemos pasado mañana.

—Veremos —dijo Michkin, pensativo.

Y salió. Lebediev le miró alejarse, impresionado por la súbita abstracción del visitante, quien había salido sin acordarse de despedirse ni aun de hacerle un ademán de saludo. Este olvido sorprendía tanto más al funcionario cuanto que le constaba la irreprochable cortesía del príncipe.

III

Pasaba con mucho de las once de la mañana. Michkin sabía que el único miembro de la familia Epanchin a quien podría encontrar en casa era, a lo sumo, el general, probablemente retenido en San Petersburgo por sus deberes oficiales. Si tenía la suerte de hallar a Iván Fedorovich, quizá éste le llevara consigo a Pavlovsk. Pero antes de esta visita, Michkin deseaba hacer otra. Y aun a riesgo de no ver al general decidió ir primero a la que principalmente le interesaba.

En realidad, semejante visita resultaba harto delicada y espinosa. Vaciló, pues, y titubeó mucho antes de decidirse a llevarla a término. Sabía que iba a encontrar la casa en la calle Gorojovaya, no lejos de la Sadovaya. Púsose, pues, en camino hacia allí, pensando que en todo caso podría tomar un resolución definitiva durante el trayecto.

Al llegar al cruce de las dos calles, el príncipe se extrañó de la extraordinaria agitación que sentía. Ni él mismo había previsto que su corazón pudiera latir tan violentamente. Su atención fue atraída en aquel momento por un edificio bastante alejado, acaso en razón de que ofrecía un aspecto particular. Más tarde Michkin recordó haber pensado: «Sin duda aquella casa es la que busco». Acercóse con extrema curiosidad, para comprobar la justicia de su conjetura, diciéndose a la vez que le sería desagradable haber adivinado. Tratábase de una casa de tres pisos, grande y sombría, sin detalle alguno de gusto artístico y con una fachada de un color verde sucio que entristecía el ánimo. En estas calles de San Petersburgo, donde todo se transforma tan de prisa, subsisten —si bien en corto número—casas semejantes a ésa, construidas a fines del siglo último, que guardan aún su fisonomía primitiva. Esas mansiones, sólidamente edificadas, se distinguen por el espesor de sus muros y la escasez de sus ventanas, las cuales, en los pisos bajos, suelen estar protegidas por una verja y corresponden casi siempre a establecimientos de cambistas. Los propietarios de estas tiendas acostumbran pertenecer a la secta de los skopetz 9y usualmente habitan encima del local de sus transacciones. Tanto fuera como dentro se nota un ambiente frío, inhospitalario, misterioso. Sería difícil explicar la procedencia de esa impresión. Sin duda radica en el conjunto de las líneas arquitectónicas. Tales casas están casi exclusivamente habitadas por comerciantes. Al acercarse al portón, Michkin vio un rótulo en que se leía: «Casa de Rogochin, comerciante notable hereditario».

Dominando sus vacilaciones, Michkin abrió la puerta vidriera, que se cerró, ruidosa, a sus espaldas y subió al segundo piso por una gran escalera de piedra, oscura y toscamente construida, con las paredes pintadas de rojo. Michkin sabía que Rogochin habitaba con su madre el segundo piso de aquella lóbrega construcción. El criado que salió a abrirle introdujo al visitante sin anunciarle ni preguntar su nombre, y Michkin hubo de andar largo rato en pos de su guía. Atravesaron primero una sala de recibir, de paredes pintadas imitando mármol y de pavimento de madera de encina. La ornaba un pesado mobiliario en el estilo de 1820. Luego se internaron en un laberinto de habitaciones reducidas, situadas a distinto nivel unas de otras. Tenían constantemente que subir o bajar dos o tres escalones.

Al fin llamaron a una puerta. Abrió Parfen Semenovich en persona. Al ver al príncipe palideció y quedó durante un rato como petrificado. Sus ojos le miraron con una fijeza asustada y en la sonrisa que plegó sus labios se leía un estupor infinito. La aparición de Michkin parecía ser para él un acontecimiento increíble, casi un milagro. Y aunque el visitante esperaba algo análogo, no obstante le extrañó.

—Creo que he venido con inoportunidad, Parfen Semenovich. Me iré, pues —dijo con aire turbado.

—No, no; has venido oportunamente —dijo Rogochin, recuperando la conciencia de si mismo—. Pasa, te lo ruego.

Ahora se tuteaban. Se habían visto en Moscú con frecuencia y algunos de los momentos que pasaron juntos habían dejado en ellos una impresión imborrable. A la sazón se veían después de una ausencia de tres meses.

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