—¡Señora, princesa mía, mujer todopoderosa —gemía Lebediev arrastrándose a los pies de Nastasia Filipovna y tendiendo los brazos hacia la chimenea—. ¡Cien mil rublos! ¡Cien mil! ¡Yo mismo los he visto con estos ojos! El envoltorio ha sido atado delante de mí. ¡Señora, misericordia! Mándame lanzarme al fuego; me meteré entre él; hundiré en las llamas mi cabeza gris... ¡Piénsalo! ¡Una mujer enferma e inválida; tres niños huérfanos; un padre enterrado la semana pasada: un hombre muerto de hambre. Nastasia Filipovna.
Y pretendió acercarse a la chimenea.
—¡Atrás! —gritó la joven, rechazándole—. ¡Todos atrás! ¿Qué haces ahí, Gania? ¡No te avergüences! Recoge el paquete: es la felicidad para ti.
Gania había padecido en exceso durante todo el día y no estaba preparado para esta última prueba. La gente se apartó, dejándole cara a cara con Nastasia Filipovna, sólo a tres pasos de ella. En pie junto a la chimenea, la dueña de la casa esperaba sin separar de Gania su mirada relampagueante.. Gania, inmóvil, vestido de etiqueta, calzados los guantes, el sombrero en la mano, cruzados los brazos, miraba al fuego. Una sonrisa extraviada contraía su rostro, blanco como la cal. No podía, en realidad, retirar los ojos de la lumbre, donde las llamas envolvían ya el paquete, pero en su alma se producía un súbito cambio. Dijérase que anhelaba soportar hasta el fin aquella tortura, porque no se movía de su sitio. A los pocos instantes todos tuvieron la certeza de que dejaría arder el paquete.
—¡Van a quemarse los billetes! —gritó Nastasia Filipovna—. ¡Y luego te avergonzarás, te sentirás desesperado! ¡Acabarás ahorcándote si no los coges! ¡Te lo aseguro!
El envoltorio, al caer sobre el fuego que lucía entre los dos tizones, produjo inicialmente el efecto de apagarlo. Sólo una llamita azul persistió adherida al extremo de una de las ascuas. Al fin, la larga y estrecha lengua de fuego lamió también el paquete y éste se inflamó al fin de repente, proyectando en el aire una llama de viva resplandor.
Un grito se escapó de todas las gargantas.
—¡Oh, señora! —clamó una vez más Lebediev.
E hizo un movimiento hacia la chimenea. Rogochin le rechazó rudamente.
Toda la vida de Parfen Semenovich parecía haberse concentrado en sus ojos, que no separaba de Nastasia Filipovna. Estaba ebrio de éxtasis; se sentía en el séptimo cielo.
—¿Qué le parece? —gritaba sin cesar dirigiéndose al que tenía más cerca—. ¡Esto es estilo! ¿Quién de ustedes haría lo mismo, granujas? ¡Es una verdadera reina!
El príncipe contemplaba la escena en silencio, con los ojos tristes.
—Denme nada más que un millar de rublos y sacaré el paquete con los dientes —declaró Ferdychenko.
—¡También yo sabría sacarlo con los dientes! —gritó el señor forzudo en un paroxismo de desesperación—. ¡El diablo me lleve! ¡Está ardiendo, todo se quema! —añadió viendo elevarse la llama.
—¡Se quema, se quema! —gritaron todos a una, precipitándose en su mayoría hacia la chimenea.
—No andes con cumplidos, Gania. Te lo digo por última vez.
Ferdychenko, fuera de sí, se acercó al joven y le tiró de una manga.
—¡Anda, fanfarrón! —le increpó—. ¿No ves que se quema, maaal... dito?
Gania rechazó violentamente a Ferdychenko, giró sobre sus talones y se encaminó a la puerta. Pero antes de que diera dos pasos se tambaleó y cayó pesadamente sobre el pavimento.
—¡Se ha desmayado! —exclamaron los asistentes.
—¡Que se quema, señora! —gemía Lebediev.
—¡Cien mil rublos abrasados inútilmente! —se comentaba por doquiera.
—Katia, Pacha, traed agua y aguardiente —ordenó Nastasia Filipovna.
Empuñó las tenazas y retiró el envoltorio. Casi todo el papel que lo protegía estaba consumido, pero se vio muy pronto que el fajo de billetes no había sido alcanzado. Gracias a su triple envoltura, el dinero estaba intacto. Todos respiraron con alivio.
—Sólo un millar de rublos ha sufrido algún deterioro. Lo demás se encuentra a salvo —dijo, emocionado, Lebediev.
—Este dinero pertenece a Gania. Todo es suyo, ¿lo oyen, señores? —dijo Nastasia Filipovna depositando el fajo junto al joven—. Al fin y al cabo, no lo ha cogido. Ha logrado dominarse. De modo que su amor propio puede más que su codicia. No le pasa nada; se recuperará en seguida. De no desmayarse, hubiera sido capaz de matarme, quizá... Miren: ya reacciona. General, Ivan Petrovich, Daría Alexievna, Katia, Pacha, Rogochin y todos, ¿me han entendido? El dinero es de Gania. Se lo cedo plenamente para indemnizarle... de lo que sea. Díganselo así. Quiero que lo encuentre junto a él cuando vuelva de su desmayo. Vámonos, Rogochin. Adiós, príncipe: es usted el primer hombre de verdad que he conocido. Adiós, Anastasio Ivanovich y gracias.
Todo el grupo de Rogochin se dirigió en tropel hacia la salida en pos de su jefe y de Nastasia Filipovna. Ésta se encontró en la sala a las criadas, que le ofrecieron su abrigo de piel. La cocinera Marfa llegó corriendo desde la cocina. Nastasia Filipovna las abrazó a todas.
—¿Es posible que nos abandone para siempre, señora? ¿A dónde se va? ¡Y el día de su cumpleaños! —sollozaban las doncellas, desoladas, besando la mano de la joven.
—Ya lo has oído, Katia. Me voy a la calle, que es lo que me corresponde. Si no, tendría que ponerme a trabajar de lavandera. Estoy harta de Atanasio Ivanovich. Saludadle de mi parte y no conservéis mal recuerdo de mí.
Michkin salió, presuroso. Ante la escalinata, Rogochin y sus secuaces entraban en cuatro trineos provistos de campanillas. El general logró alcanzar al príncipe en la meseta de la escalera.
—Sé razonable, príncipe —dijo, cogiéndole del brazo—. ¡Déjala! Ya ves lo que es. Te hablo como un padre...
Michkin le miró y, desasiéndose sin decir una palabra bajó los escalones de cuatro en cuatro.
Al ponerse en marcha la caravana, Epanchin advirtió desde la escalera que Michkin tomaba un carruaje de alquiler y ordenaba al cochero que siguiese a las troicas a Ekateringov. Entonces Ivan Fedorovich subió a su coche y tornó a su casa, llevándose las perlas que, pese a su agitación, no había olvidado. Por el camino comenzó a acariciar nuevas esperanzas y hacer nuevos cálculos en medio de los cuales se deslizó por dos veces en su pensamiento la imagen de Nastasia Filipovna.
—¡Qué lástima! —suspiró el general—. ¡Qué lástima! ¡Una mujer perdida! ¡Una loca! Pero Michkin no la necesita para nada. Vale más que todo haya acabado así.
Dos de los invitados de Nastasia Filipovna, que habían resuelto hacer juntos y a pie parte del camino, cambiaban reflexiones morales de parecido género.
—Los japoneses, Atanasio Ivanovich —decía Ivan Petrovich Ptitzin— hacen, según creo, una cosa semejante. Parece que allí cuando un hombre se considera ofendido se presenta a su insultador y le dice: «Me has injuriado, y por lo tanto vengo a abrirme el vientre delante de ti.» Y cumple lo que dice, sin duda experimentando un viva placer en esa venganza. En el mundo hay caracteres muy extraños, Atanasio Ivanovich.