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—¡Qué cuarto tan horrible! —exclamó Gania, mirando en torno—. ¡Sin luz apenas y con las ventanas a un patio! Verdaderamente, viene usted con inoportunidad en todos los sentidos... En fin: esto no es cosa mía. No soy yo quien me ocupo en instalar a los huéspedes.

Ptitzin llegó y llamó a Gania. Éste abandonó en seguida a Michkin. Había querido, sin duda, decirle algo más, pero una especie de vergüenza le retuvo y por ello se desahogó en imprecaciones contra la alcoba.

Apenas acababa Michkin de lavarse y arreglarse un poco, se abrió la puerta y dio paso a un nuevo personaje. Era éste un hombre de unos treinta años, alto y corpulento, con el cabello rojo y rizado. Tenía el rostro purpúreo y carnoso, nariz grande y chata y unos ojos pequeños y burlones que, perdidos en la gordura de aquel semblante, parecían estar haciendo guiños constantemente. Presentaba, en suma, una fisonomía descarada y vestía bastante mal.

El recién llegado comenzó entreabriendo la puerta e introduciendo la cabeza por la abertura. Luego, alargando el cuello, miró la estancia durante cinco segundos. Después la puerta se abrió lentamente del todo y el visitante apareció en pie en el umbral. Pero no entró en el acto, sino que continuó por unos instantes mirando a Michkin y guiñando los ojos. Al fin cerró la puerta tras sí, se acercó, tomó asiento y, cogiendo con fuerza el brazo del príncipe, le forzó a instalarse en el diván.

—Soy Ferdychenko —dijo mirando a Michkin atenta e inquisitivamente.

—¿Y qué? —repuso el interpelado, casi a punto de reír.

—Un huésped —continuó Ferdychenko mirándole como antes.

—¿Y desea usted conocerme?

—¡Pst! Sí —dijo el recién llegado, suspirando y pasándose la mano por el cabello, con lo que lo desordenó. Y tras examinar un rato el rincón opuesto del dormitorio, dirigió otra vez la vista al príncipe y añadió: —¿Tiene usted dinero?

—Algo...

—¿Cuánto?

—Veinticinco rublos.

—Enséñemelos.

El príncipe sacó del bolsillo de su chaleco el billete de veinticinco rublos y lo exhibió a Ferdychenko. Éste lo tomó, desplególo, lo contempló por ambos lados y luego lo miró al trasluz.

Es extraño —dijo con aire pensativo—. Siempre me he preguntado por qué estos billetes se oscurecerán tanto. Hay billetes de veinticinco rublos que se oscurecen, mientras otros pierden el color. Tome.

Michkin recuperó su billete y Ferdychenko se levantó.

—He venido, en primer lugar, para advertirle que no me preste dinero, ya que yo no dejaré de pedírselo.

—Muy bien.

—¿Piensa usted pagar su hospedaje?

—Sí.

—Yo no. Gracias. Mi puerta es la primera a la derecha. ¿La ha visto? Procure no ir a mi habitación con mucha frecuencia. Ya procuraré yo, en cambio, venir a la suya; no se preocupe... ¿Ha visto usted ya al general?

—No.

—¿Ni le ha oído?

—Tampoco.

—Ya le verá y oirá. ¡Con decirle que hasta a mí me pide dinero prestado! Avis au lecteur... Adiós. Y diga: ¿cree usted que es posible andar por el mundo llamándose Ferdychenko?

—¿Por qué no?

—Adiós.

Y se dirigió a la puerta. Michkin supo más tarde que aquel hombre consideraba un deber el asombrar a todos con su originalidad y gracia, si bien infortunadamente, no lo conseguía nunca. En ciertas personas producía incluso una impresión desagradable, lo que le disgustaba mucho, pero sin renunciar por eso a perseverar en su extraña tarea.

La casualidad procuró una pequeña satisfacción a Ferdychenko al ir a salir. En la puerta tropezó con otro hombre a quien Michkin no conocía. Ferdychenko se hizo a un lado para dejar paso al que llegaba y, mientras éste se introducía en la habitación, él guiñó los ojos a espaldas suyas repetidamente, como guisa de aviso al príncipe, tras lo cual se retiró, satisfecho.

El nuevo caballero era un hombre alto y corpulento, de unos cincuenta y cinco años o acaso más. Tenía los ojos grandes y algo a flor de piel, bigote y espesas patillas grises encuadrando un rostro grueso y rojizo. A no ser por un aire apoltronado, de fatiga y de descuido, que se notaba en su aspecto, aquel hombre hubiera tenido una figura impresionante. Vestía una vieja levita con los codos rotos y su ropa interior distaba mucho de estar limpia. Al acercarse, trascendía de él cierto olor a vodka. En sus maneras, de una distinción un poco afectada, traicionábase el ingenuo deseo de imponer a sus interlocutores por su aire de dignidad.

El visitante avanzó lentamente hacia Michkin con la sonrisa en los labios, tomóle la mano en silencio y la estrechó entre la suya, mientras examinaba el rostro del príncipe con atención, como esforzándose en encontrar en él rasgos conocidos.

—¡Es él, es él! —dijo, al fin, en tono solemne, sin alzar la voz—. ¡Me parece verle vivo otra vez! He oído pronunciar hace unos momentos un nombre conocido y amado y él me ha traído a la memoria un ayer desvanecido para siempre... ¿Es usted el príncipe Michkin?

—Lo soy.

—Yo soy el general Ivolguin, retirado y muy desgraciado. ¿Puedo preguntarle su nombre y el de su padre?

—Me llamo León Nicolaievich.

—¡Eso es, eso es! ¡El hijo de mi amigo, de mi camarada de infancia! ¡El hijo de Nicolás Petrovich!

—Mi padre se llamaba Nicolás Lvovich.

—Lvovich, sí —rectificó el general, sin apresurarse y con una seguridad absoluta, como un hombre cuya memoria no le falla y que sólo ha cometido una secundaria equivocación verbal.

Sentóse y cogiendo a Michkin por la muñeca le forzó a sentarse a su lado y le dijo:

—Yo le he llevado a usted en mis brazos.

—¿Es posible? —preguntó Michkin—. Porque hace veinte años que mi padre murió.

—Sí, veinte años y tres meses. Hicimos juntos nuestros estudios. Inmediatamente de concluir mi educación entré en el servicio militar.

—Mi padre sirvió también en el ejército. Era subteniente en el regimiento Vasilkovsky.

—No: Bielomirsky. Pasó a este regimiento casi en vísperas de su muerte. Yo estaba allí y le rendí los últimos deberes. Su madre...

El general se detuvo como para dejar calmar la emoción que un triste recuerdo despertaba en él.

—Sí: murió seis meses después, de un enfriamiento —dijo Michkin.

—No, de enfriamiento, no. Crea en la palabra de un viejo. Yo estaba allí y yo la enterré también... No la mató un enfriamiento, sino el disgusto de perder a su esposo. ¡Sí; me acuerdo mucho de la princesa! ¡Ay, juventud! Imagine que su padre y yo, antiguos amigos de infancia, estuvimos a punto de matarnos por la que había de ser la madre de usted...

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