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—¿Qué dices? —exclamó el general, palideciendo y dando un paso hacia su hijo.

—Me bastaría abrir la boca para... —comenzó Gania con tono que no cedía en violencia al de su padre. Pero se interrumpió. Los dos, frente a frente, ardían de cólera.

—¿Qué haces, Gania? —gritó Nina Alejandrovna, los ojos en lágrimas, lanzándose hacia delante para contener a su hijo.

—Tan absurdo es el uno como el otro —declaró Varia, indignada—. Déjalos, mamá —añadió pasando el brazo por el talle de Nina Alejandrovna.

—¡Me callo por respeto a mi madre! —exclamó Gania con dramático acento.

—¡Habla! —tronó el general, frenético —¡Habla, so pena de la maldición paterna! ¡Habla!

—Me tiene sin cuidado su maldición. ¿Quién tiene la culpa de que esté usted como un loco desde hace ocho días? Ocho: sé bien la fecha en que eso ha empezado. Ándese con cuidado y no me excite, porque lo diré todo. ¿Qué fue a hacer ayer en casa de Epanchin? ¡Usted, un viejo, un hombre de cabellos blancos, un padre de familia! ¡Parece mentira!

—¡Cállate, Gania! —gritó Kolia—. ¡Cállate, imbécil!

—¿De qué me acusa? ¿Es que le he faltado? —preguntó Hipólito con tono de zumba—. ¿Por qué me califica de tornillo? Es él quien me busca, él quien ha ido a hablarme hace un rato para relatarme ciertas cosas a propósito de un tal capitán Eropiegov. Yo no me intereso por las personas de su clase, general. Hasta la fecha, he procurado rehuir su trato. ¿Qué me importa el capitán Eropiegov? ¡Compréndalo! No he venido aquí para hablar del capitán Eropiegov. Y me he limitado a expresar mi opinión, a saber: que acaso ese capitán no haya existido nunca. Y entonces el general se ha puesto como un loco.

—Cierto: no ha existido nunca tal Eropiegov —concordó enérgicamente Gania.

El general, desconcertado por un momento, paseó en torno suyo una mirada perpleja. En su estupor no supo ni siquiera rechazar el mentís formal de su hijo.

—¿Lo oye? —exclamó Hipólito, triunfante—. Su propio hijo dice que no ha existido jamás el capitán Eropiegov.

Ivolguin intentó recuperar la palabra y dijo, trabajosamente:

—No he hablado del capitán Eropiegov, sino de Kapitón Eropiegov, un oficial retirado. Kapitón Eropiegov.

—¡No ha existido tal Kapitón! —repuso Gania, exasperado.

—¿Por qué no? —contestó el general, sonrojándose.

—Basta, basta —repetían Varia y su marido.

—¡Cállate, Gania! —insistió Kolia.

Al verse apoyado por otros, el general recobró parte de sus ánimos y dijo amenazadoramente a su hijo mayor:

—¿Cómo que no ha existido? ¿Por qué no?

—Porque no ha existido y nada más. Concluya esta comedia.

—¡Que lo diga mi hijo, mi propio hijo, a quien yo...! ¡Dios mío! ¡Decir que no ha existido Erochka Eropiegov!

—¿No era Kapitochka? mofóse Hipólito—. ¿Cómo es Erochka ahora?

—Kapitochka, señor, Kapitochka... Kapitón Alexievich, oficial retirado... que se casó con María... María Petrovna... Su... ¡Mi amigo y camarada! María Petrovna Sutugov... Ingresamos juntos en el ejército... Un compañero ante quien puse el pecho para salvarle. Y me hice herir... me hice matar. ¡Que no ha existido Kapitochka Eropiegov! ¡Que no ha existido!

La ira del general parecía poco proporcionada a la insignificancia que la había motivado. En otra ocasión, el indicarle que Kapitón Eropiegov no había existido nunca no hubiese despertado en él tan inmensa cólera. Habría, sí, dado una escena, gritando y alborotando, y concluido por irse a acostar. Pero ahora, por una de esas rarezas propias del corazón humano, una mera duda concerniente a la existencia de Eropiegov había hecho desbordar el vaso. El viejo se puso rojo como la púrpura y, alzando los brazos, gritó:

—¡Basta! ¡Os maldigo! ¡Me voy de esta casa! Trae mi maleta, Nicolás. Me voy...

Y salió de la sala, furioso. Nina Alejandrovna, Kolia y Ptitzin se precipitaron tras él.

—¡La has hecho buena! —dijo Varia a su hermano—. Ahora se irá de verdad y nos pondrá en ridículo.

—¡Más le valía no robar! —replicó el joven, con voz sofocada por la ira. Pero en aquel momento miró a Hipólito y se estremeció—. En cuanto a usted, señor —le dijo—, podía haber recordado que no estaba en su casa, en vez de abusar de la hospitalidad que le conceden, para irritar a un anciano que está loco sin duda alguna.

El rostro de Hipólito se contrajo. Pero supo dominar en el acto su emoción.

—No soy de su opinión respecto a la pretendida locura de su padre —respondió con calma—. Por el contrario, entiendo que, lejos de haber experimentado disminución, su inteligencia es más despejada desde hace algún tiempo. ¿No le parece? Se ha vuelto muy circunspecto, muy desconfiado, lo medita todo, lo pondera todo... Al hablarme de ese Kapitochka perseguía un fin, porque quería llevarme a tratar de...

—¿Y qué me importa lo que quisiera llevarle a tratar? —interrumpió Gania, airado—. No bromee conmigo, ¿me oye? Si conoce usted la causa real de que el viejo se encuentre en ese estado (y debe saberlo, puesto que lleva cinco días aquí ejerciendo de espía), no habría debido irritar a... un desgraciado, y disgustar de ese modo a mi madre exagerando las cosas, porque todo eso en resumen no significa nada; es una simple historia de borrachos y nada más. Ni siquiera está demostrada y no le doy más valor que el que tiene. Pero necesitaba usted espiar y ofender porque es usted un... un...

—¡Un tornillo! —acabó Hipólito, sonriendo.

—¡Un ser abyecto! Usted, señor, ha pasado media hora desempeñando una farsa y haciendo creer a la gente que iba a suicidarse con una pistola descargada. Es usted un embustero, un saco de bilis ambulante, un tipo que no sabe ni suicidarse sin mentir. Yo le he dado hospitalidad, ha engordado usted, se le ha quitado la tos, y, en recompensa...

—Permítame sólo dos palabras. En primer lugar estoy en casa de Bárbara Ardalionovna y no en la suya. Usted, pues, no me ha concedido su hospitalidad y, si no me equivoco, es, como yo, huésped del señor Ptitzin. Hace cuatro días he pedido a mi madre que buscase un alojamiento en Pavlovsk y se trasladase aquí, porque, en efecto, me siento mejor, aunque no haya engordado y siga tosiendo. Ayer noche mi madre me informó que la casa estaba dispuesta y por mi parte me apresuro a comunicarles que hoy mismo, después de dar las gracias a su mamá y hermana, me iré a mi casa, a lo que ya estaba decidido desde ayer. Pero perdóneme: le he interrumpido y creo que aún tenía usted muchas cosas que decirme.

—Sí, es así —principió Gania, agitado.

—Sí es así, me permitirá usted que me siente, ¿verdad? Al fin y al cabo soy un enfermo —dijo Hipólito, tranquilamente, ocupando la silla que había dejado libre el general—. Ahora ya estoy en disposición de escucharle, tanto más cuanto que ésta es nuestra última conversación y casi de seguro nuestra última entrevista.

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