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A esto suele darse una respuesta tan sencilla que la explicación parece casi increíble. Cierto es, se nos dice, que todos han servido o sirven al Estado ruso, y que el sistema ha sido seguido durante doscientos años y con arreglo al mejor modelo alemán, de abuelos a nietos; pero los funcionarios son la gente menos práctica de todas, y las cosas han alcanzado extremo tal que un carácter puramente teórico y una falta total de conocimientos prácticos han llegado a considerarse, incluso en los medios oficiales, casi como la calificación y recomendación más altas. Pero aquí no se trata de discutir esos medios, sino de ceñirnos al asunto de los hombres prácticos. No hay duda alguna que la desconfianza y la carencia absoluta de iniciativa han sido consideradas siempre como los signos principales de que un hombre es práctico y siguen siendo juzgadas así. Y si opinión tal es sostenida por acusatoria, ¿por qué censuramos únicamente a nosotros mismos? Desde el principio de las cosas, la falta de originalidad ha sido apreciada en el mundo entero como la principal característica y mejor recomendación en favor de un hombre activo y práctico, y al menos el noventa y nueve por ciento de los miembros sostienen desde siempre esta opinión, mientras sólo el uno por ciento, como máximo, propugna la contraria.

Inventores y hombres geniales no han sido considerados cosa mejor que locos en los inicios de su carrera, y muy frecuentemente a su fin también. Esta es cosa familiar y palmaria a todos. Si, por ejemplo, tras centenares de años en que las gentes han depositado sus fondos en los Bancos, al cuatro por ciento, la Banca dejase pronto de existir, esos capitales se perderían infaliblemente, invertidos en especulaciones, aun las más disparatadas, o pasando a poder de los timadores..., lo que sin duda está muy de acuerdo con las normas de la propiedad y de la decencia. Sí: de la decencia, porque una adecuada desconfianza y una completa carencia de originalidad han sido, repitámoslo, universalmente aceptadas como las características esenciales del hombre práctico, del caballero; y una transformación súbita sería, pues, absolutamente anticaballeresca y casi indecente. ¿Qué tierna y abnegada madre no se estremecería de terror si pensase en que su hijo o hija había de apartarse un solo pelo del camino trillado? «No, más le vale ser feliz y vivir con comodidad y sin originalidad», pensarán todas mientras mecen la cuna. Y nuestras niñeras opinan lo mismo: «Al niñito le veremos cubierto de oro, llevando una charretera de general, es el hombre original, o, en otras palabras, el general ha sido considerado en Rusia como el pináculo de la dicha humana y alcanzado la categoría de la más popular idea nacional respecto a lo que debe ser una vida tranquila y feliz. Y en efecto: ¿qué ruso, después de sufrir, sin distinguirse, un examen, no puede, pasados treinta y cinco años de servicio, obtener el grado de general y tener una cuenta en el Banco? De este modo, el ruso alcanza la posición de hombre práctico e importante sin el menor esfuerzo. La única persona, entre los rusos, que puede fracasar en el intento de llegar a general, es el hombre original, o, en otras palabras, el hombre de espíritu inquieto. Acaso haya en ello algún error; pero, generalizando, lo dicho se considera verdadero, y la sociedad rusa se muestra perfectamente correcta cuando define de tal modo al hombre práctico.

Pero casi todo esto es superfluo. En realidad sólo me propongo decir algunas palabras explicatorias acerca de nuestros amigos, los Epanchin. Esta familia, o al menos los miembros más reflexivos de ella, sufrían perennemente al notar en su carácter una peculiaridad común a todos ellos: su absoluta oposición a las virtudes que hemos examinado en los párrafos anteriores. Aunque no apreciasen claramente el hecho, a causa de que es difícil apreciarlo en uno mismo, no dejaban de sospechar a veces que las cosas no marchaban en su casa como en las demás. Mientras todos sus conocidos llevaban una existencia apacible, rutinaria, uniforme, la de los Epanchin estaba pletórica de turbulencias; mientras todos corrían como sobre rieles, ellos estaban siempre descarrilados. En otras casas todos eran correctamente discretos; pero en la suya, no. Tal vez fuese Lisaveta Prokofievna la única que hiciera tan ingratas observaciones, ya que las muchachas, a las que no les faltaba, de cierto, penetración ni causticidad, eran jóvenes aún, y el general tenía una mente perspicaz, si bien un tanto tortuosa. En los casos difíciles que se presentaban en su vida familiar solía contentarse con decir: «Hum...», dejando la solución de los problemas a su mujer. A ella, pues, le incumbía también la responsabilidad, y no era que aquella familia se distinguiese por iniciativa particular alguna, ni que sus contratiempos tuviesen por causa una tendencia consciente a la originalidad, lo que hubiera sido muy incorrecto. No, en su proceder no existía meditación, y, pese a ello, la familia Epanchin, aunque estimada, no era en absoluto lo que debe ser una familia rodeada de la consideración social. Hacía tiempo que había arraigado en la cabeza de la generala la idea de que todo dependía de ella y de su «desgraciado» carácter, convicción que aumentaba su disgusto. Maldecía, pues, sin cesar su excentricidad «estúpida e inconveniente», y siempre inquieta, siempre alerta, en espera de imaginarias complicaciones, viviendo en perenne perplejidad, no sabía cómo proceder en los asuntos más comunes de la vida.

Dijimos al principio de nuestro relato que los Epanchin gozaban de la consideración general. Ivan Fedorovich, a pesar de su oscuro origen, era recibido con respeto en todas partes. Lo merecía en realidad, por su fortuna y su elevada posición, y además porque era un hombre muy correcto, aunque no tuviese un talento muy poderoso. De otra parte, cierta torpeza mental parece muy indicada, si no para todo hombre público, al menos sí para todo funcionario público. Por ende el general tenía buenas maneras, era modesto, sabía callar cuando convenía y a la vez no se dejaba atropellar de nadie, no por ser general, sino por ser hombre honrado. Finalmente, lo que era más importante aún, gozaba de altas protecciones. Lisaveta Prokofievna, como sabe el lector, descendía de una familia aristocrática. Cierto que en nuestra Rusia se consideran más las buenas relaciones que el nacimiento; pero la generala era querida y apreciada por personas cuyo ejemplo se convierte en ley para la sociedad. Superfluo es decir que sus preocupaciones familiares no tenían fundamento alguno, o al menos que su imaginación las agrandaba de un modo ridículo. Mas si uno tiene una verruga en la frente o en la nariz, se figura que esa verruga atrae la atención general, que nadie se ocupa sino en burlarse de ella, y que á causa de ese defecto se le condena a uno aunque haya descubierto América. Era cierto que Lisaveta Prokofievna pasaba en sociedad por una «original», y aunque no por eso se la estimaba menos, la pobre mujer había terminado creyendo en la inexistencia de tal estima, y ésta era su mayor desventura. Al pensar en sus hijas, decíase con dolor qué estaba perjudicando su porvenir, que tenía un carácter grotesco, incorrecto, insoportable. Naturalmente, la culpa no podía ser sino de los que la rodeaban, y de aquí que de mañana a noche disputase con su marido y sus hijas, a pesar de que los quisiera de un modo que llegaba hasta el olvido de sí misma, hasta la pasión.

Lo que más la disgustaba era la sospecha de que sus hijas se convertían gradualmente en tan originales como ella misma, y la certeza de que no resultaba natural que hubiese, ni debiera haber, mujeres semejantes en el mundo. «Se están volviendo unas nihilistas. ¡Eso es!», repetíase a cada instante. Un año que tal idea le torturaba cotidianamente a la generala. «Ante todo, ¿por qué no se casan? —preguntábase sin cesar—. Por disgustar a su madre. ¡No tienen otra finalidad en la vida! No, no puede ser otra cosa. Son las ideas nuevas, la maldita cuestión feminista. ¿Pues no quiso Aglaya, hace seis meses, cortarse esa magnífica cabellera que tiene? ¡Cuando ni yo en mis tiempos la poseía igual! Ya tenía las tijeras en la mano y hube de arrodillarme ante ella para hacerla renunciar a tal locura. Admito que obrase por maldad, por disgustar a su madre, porque es una muchacha mala, caprichosa, una niña mimada, pero sobre todo mala, mala, mala... Pero ¿no quería también esa loca de Alejandra cortarse igualmente el pelo, sólo porque Aglaya le había asegurado que así dormiría mejor y no sufriría jaquecas? ¡Y cuántos partidos, cuántos, se les han presentado en estos cinco años últimos! Y algunos buenos, muy buenos inclusive... ¿Qué esperan? ¿Por qué no se casan? Sólo por molestar a su madre. No tienen otra razón; absolutamente ninguna.»

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