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“Ha querido fascinarme, deslumbrarme... ¿Quién sabe? tal vez nos arreglemos acerca del precio de mis tierras.”

Su alma estaba tan ocupada por Gemma, que las demás mujeres ya no tenían interés para él; apenas notaba la existencia de ellas. Por aquella vez, se limitó a pensar:

“No me habían engañado respecto a esta señora: no es del todo maleja!”

Si no se hubiese hallado en una tan excepcional disposición de ánimo, su observación hubiera tomado sin duda otra forma. María Nicolavna Kalychin de Polozoff era realmente una mujer muy digna de excitar la atención. Y no porque fuese de una hermosura cabal: traslucíanse harto en ella los inequívocos signos de su origen plebeyo. Tenía la frente baja, la nariz algo carnosa y arremangada; no podía presumir por la finura de la piel, ni por la elegancia de las extremidades. Pero ¿qué importaba eso? Al encontrársela, todo hombre se hubiera detenido, no ante “la sacra majestad de la belleza” (para decirlo como Puchin), sino ante la fuerza y la gracia de un buen palmito de mujer en toda su florescencia, tipo medio ruso, medio bohemio; y no hubiera sido “involuntario” ese homenaje de admiración.

Pero la imagen de Gemma protegía a Sanin, como el “triple broncíneo escudo” de Horacio.

Al cabo de diez minutos, reapareció María Nicolavna acompañada por su marido. Adelantóse hacia Sanin con esos andares cuyos hechizos habían bastado para hacer perder la chaveta a muchos entes originales de aquel tiempo, ¡ah!, tan lejano del actual. “Cuando esa mujer avanza hacia uno, parece que le trae toda la felicidad de su vida” pretendía uno de ellos. Adelantóse hacia Sanin alargándole la mano, y le dijo en ruso con voz cariñosa y contenida a la vez: Me esperaba usted, ¿no es así? Pronto vuelvo.

Sanin se inclinó respetuoso, pero María Nicolavna desaparecía ya tras el cortinaje de la puerta. Volvió ella la cabeza por encima de su hombro con rápida sonrisa, y desapareció dejando en pos de sí la misma impresión de armonía.

Al sonreírse, no era uno ni dos, sino tres, los hoyuelos que se le formaban en cada una de sus mejillas, y sus ojos se sonreían aún más que sus labios, labios bermejos, regordetes y sabrosos, realzados en el ángulo izquierdo por dos lunarcillos.

Polozoff atravesó con pesadez el salón y volvió a dejarse caer de nuevo en la butaca. Permaneció silencioso como antes; pero, de vez en cuando, una extraña mueca hinchaba sus carrillos descoloridos y surcados por arrugas precoces.

Tenía aspecto avejentado, aunque sólo llevaba tres años a Sanin. La comida que dio a Sanin y que (dicho está) hubiera satisfecho al inteligente más difícil de gusto, pareció a Sanin de una duración insoportable. Polozoff comía con lentitud, con reflexión y conocimiento de causa, inclinábase con aire atento sobre su plato, y husmeaba, digámoslo así, cada bocado. Al beber, se enjuagaba la boca con el vino antes de tragarlo, y después hacía castañear los labios... Después del asado, emprendió sin más ni más un largo discurso (¡pero, sobre qué asunto!) acerca de los carneros merinos, de los cuales pensaba adquirir un rebaño completo, y habló de eso con infinitos detalles, empleando los más tiernos diminutivos. Sorbió el café ardiendo, no sin repetir muchas veces al mozo de comedor, con voz iracunda y lacrimosa, que la víspera le habían servido frío el café, ¡frío como un sorbete! Luego, con sus dientes amarillos y mal alineados, mordió la punta de un tabaco habano y se durmió, según costumbre, con gran regocijo de Sanin, que se puso a pasear sobre la blanda alfombra, soñando con el género de vida que llevaría con Gemma y pensando en las noticias que iba a llevarle. Sin embargo, Polozoff se despertó mucho más pronto que de costumbre, según él mismo hizo observar; no había dormido más que una horita y media. Bebió un vaso de agua de Seltz con hielo y se tragó siete u ocho grandes cucharadas de dulce, de dulce ruso, que su ayuda de cámara le trajo en un verdadero bote de Kiev, de vidrio verde oscuro, y sin los cuales decía que no hubiera podido vivir; después de lo cual fijó sus ojuelos hinchados en Sanin y le preguntó si quería jugar con él duraki. Sanin aceptó con sumo gusto: temblábanle las carnes ante el temor de que Polozoff empezase otra vez a hablarle de los corderitos y de las ovejitas, y de las grasientas colitas de treinta libras de peso.

El anfitrión y su huésped volvieron juntos a la sala; un criado les llevó naipes y empezase la partida, naturalmente sin traviesa.

Al regresar la señora Polozoff de casa de la condesa Lassunsa, los halló entregados a esa distracción inocente.

En cuanto entró, al ver la baraja soltó una estrepitosa carcajada. Sanin se levantó con prontitud, pero ella le dijo:

—¡Quédense y jueguen! No hago más que cambiar de traje y vuelvo.

Luego desapareció, quitándose los guantes y andando con un ruido de sedas.

En efecto, casi al momento regresó. Su elegante vestido habíase trocado por una amplia bata de seda de color de lila, con manga perdida; un grueso cordón de nudos y retorcido le apretaba la cintura. Sentóse junto a su marido y aguardó a que éste perdiese la partida, para decirle:

—Vamos, mi gran boliche, basta ya. (Al oír Sanin esta expresión de “boliche”, la miró con asombro, y ella le devolvió mirada por mirada con alegre sonrisa que hizo aparecer todos sus hoyuelos.) —Ya basta prosiguió—; veo que tienes ganas de dormir; bésame la mano y vete. Tenemos que hablar Sanin y yo.

—No tengo ganas de dormir —dijo Polozoff, levantándose con trabajo de la butaca—. Pero en cuanto a besarte la mano y marcharme, no digo que no.

Presentóle ella la palma de la mano, sin cesar de sonreírse y de mirar a Sanin.

También le miró Polozoff, y salió sin decirle buenas noches.

—Ahora, hable, cuénteme —dijo la señora Polozoff con vivacidad, poniendo a la vez en la mesa ambos codos desnudos y chocando unas con otras las uñas con aire de impaciencia—. ¿Es cierto eso? Dicen que se casa usted.

Hecha esta pregunta, María Nicolavna inclinó la cabeza un poco de lado para clavar en los ojos de Sanin una mirada más fija y penetrante.

XXXV

La desenvoltura de los modales de la señora Polozoff hubiera trastornado probablemente a Sanin desde el primer momento (aun cuando no era enteramente novato y había corrido ya un poco de mundo), si no hubiese creído ver en esa confianza y en esa familiaridad un feliz augurio para el buen éxito de sus proyectos.

“Halaguemos los caprichos de esta millonaria” —dijo para sí resueltamente; y con el mismo desenfado con que ella había hecho la pregunta, respondió él:

—Sí, me caso.

—¿Con quién? ¿Con una extranjera?

—Sí, señora.

—¿Hace poco que la conoce usted? ¿Vive en Francfort?

—Exacto.

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