—Seguiré sus consejos, le obedeceré —repitió Gemma, con las cejas fruncidas, pálidas las mejillas y mordiéndose el labio inferior—. Ha hecho usted tanto por mí, que me veo obligada a hacer lo que usted quiera, obligada a doblegarme a sus deseos. Diré a mamá... lo pensaré. Pero, precisamente, aquí viene.
En efecto, apareció FrauLenore en el quicio de la puerta que daba al jardín. Llena de impaciencia, no pudo permanecer en su sitio. Según sus cálculos, Sanin debía haber concluido largo tiempo antes su conversación con Gemma, aun cuando sólo duraba un cuarto de hora.
—¡No, no, no! —exclamó Sanin precipitado y casi con temor—. ¡Por el amor de Dios, no le diga usted nada todavía! Espere usted; yo diré a usted... yo le escribiré... Hasta entonces, no tome usted ninguna resolución... ¡Espere usted!
Apretó la mano a Gemma, se levantó del banco, y con suma sorpresa de FrauLenore se cruzó con ella sin detenerse; limitándose a saludarla con el sombrero, tartamudeó algunas palabras ininteligibles y se fue.
FrauLenore se aproximó a su hija, diciendo: —Gemma, dime, te lo suplico... Ésta se levantó bruscamente, y cogiéndola en sus brazos, exclamó:
—Mi querida mamá, ¿puede usted esperar un poco... un poquito... hasta mañana? ¿Sí? ¿Y no decirme hasta mañana ni una palabra acerca de esto?... ¡Ah!...
De pronto, sin que ella misma se lo esperase, brotaron de sus ojos lágrimas tan ligeras como gotas de rocío. FrauLenore se extrañó tanto más cuanto que el rostro de la joven, muy lejos de parecer triste, radiaba de júbilo.
—¿Qué te sucede? — le dijo—. Tú que nunca lloras, nunca, ahora de pronto...
—Esto no es nada, mamá, no es nada. Sólo que espere usted. Las dos tenemos que esperar. No me pregunte usted hasta mañana, y mientras no se oculte el sol, escojamos las cerezas.
—Pero ¿serás razonable?
—¡Oh, sí, muy razonable! —dijo Gemma, moviendo la cabeza con ademán significativo.
Se puso de nuevo a hacer ramitos de cerezas, que levantaba a la altura de su cara enrojecida. No se enjugó las lágrimas... secáronse ellas solas.
XXV
Casi a la carrera Sanin regresó a la fonda. Comprendía perfectamente que a menos de hallarse a solas, no podría desentrañar el caos que dentro de él se agitaba. En efecto, apenas hubo entrado en su cuarto, sentóse detrás del escritorio, se puso de codos en él, escondiendo la cara entre las manos, y exclamó con voz sorda y dolorosa:
—¡La amo! ¡La amo locamente!
Y todo su ser interior se abrasó como un carbón hecho ascua, cuya envoltura de muertas cenizas dispersa un rápido soplo.
Transcurrido un instante, no comprendía ya cómo pudo permanecer sentado junto a ella, ¡junto a ella! y hablarle, y no sentir que adoraba hasta la cenefa de su vestido, que estaba dispuesto “a morir a sus pies” como dicen los jovenzuelos. Aquella última entrevista en el jardín lo decidió todo. Desde entonces, al pensar en ella, no se la representaba ya con los rizos sueltos, a la serena claridad de las estrellas, sino que la veía sentada en el banco, echarse atrás el sombrero con rápido ademán y mirarle con sus hermosos ojos confiados... Aquella imagen hacía correr por sus venas el hervor, la sed de la pasión. Acordóse de la rosa que había conservado en el bolsillo desde la antevíspera: la cogió y llevósela a los labios con una fuerza tan febril, que involuntariamente hizo un gesto de dolor. ¡Para pensar y reflexionar, para calcular y prever estaba entonces! Desprendiéndose del pasado entero, lanzábase de lleno al porvenir. Desde la ribera triste y solitaria de su vida de joven zambullíase en ese torrente espumoso y alegre y rápido, sin inquietarse de saber a dónde le llevaría y si no le estrellaría contra algún peñasco. No eran ya las apacibles ondas de la poesía de Uhland, sobre las cuales mecíase en otro tiempo... ¡Eran olas no domadas, irresistibles, que se precipitaban saltando hacia delante y le arrastraban con ellas!
Cogió un pliego de papel, y, sin enmienda, casi de una plumada, escribió:
“Querida Gemma:
“Sabe usted qué consejo había adquirido la responsabilidad de darle; sabe usted lo que desea su madre y lo que me había pedido; pero lo que usted no sabe, lo que ahora le digo, es que amo a usted, que la amo con toda la pasión de un alma que ama por vez primera. ¡Este fuego me ha abrasado de pronto, pero con tal fuerza, que no hallo palabras con qué decirlo! Cuando su madre vino a pedirme que hablase a usted, aún estaba envuelto entre ceniza, sin lo cual, como hombre honrado, no hubiese admitido esa comisión. La declaración que ahora hago a usted, también es la de un hombre honrado. Es preciso que sepa usted con quién trata; entre nosotros no deben existir errores. Ya ve usted que no puedo darle ningún consejo. ¡La amo, la amo!, y no tengo más que esto en la cabeza y en el corazón.
Dm. Sanin”.
Después de doblar y cerrar esta esquela, Sanin se dispuso a llamar al mozo y enviarle a llevarla... ¡No, eso no podía ser!... ¿Por conducto de Emilio?... Pero tampoco era posible ir a buscarle a su tienda, entre los demás dependientes. Además, había llegado la noche, y tal vez hubiera salido ya del comercio. Al hacer estas reflexiones, púsose Sanin el sombrero y salió. Dio vueltas a una esquina, después a otra; y ¡gozo indecible!, vio a Emilio delante de sí. Con la cartera debajo del brazo y un rollo de papeles en la mano, el joven entusiasta regresaba con rápido paso a su domicilio.
—¡Razón hay para decir que cada enamorado tiene su estrella! —dijo Sanin para sus adentros, y llamó a Emilio, quien se volvió e inmediatamente le echó los brazos al cuello.
Sin darle Sanin tiempo de regocijarse, le dio la carta y le explicó a quién cómo tenía que entregársela... Emilio le escuchaba con atención.
—¿Es preciso que nadie la vea? —preguntó, dando a su rostro una expresión misteriosa y significativa, como si dijese: “¡Comprendo la cosa!”
—Sí, mi querido amigo respondió Sanin, un poco confuso, dándole un golpecito cariñoso en la mejilla...— Y si hay respuesta... me la traerá usted, ¿no es así? Me quedo en casa.
—No se inquiete usted por eso —murmuró Emilio con aire alegre, saliendo a la carrera; y mientras corría, le hizo otra seña con la cabeza.
Sanin volvióse a la fonda, y, sin encender la luz, se echó en el diván, cruzó las ruanos detrás de la cabeza y se abandonó a esas impresiones del amor recién revelado, impresiones que es inútil describir: quien las ha sentido, conoce sus ansias y dulzuras; quien no las ha experimentado no las comprendería.
Abrióse la puerta, y apareció la cabeza de Emilio...
—¡La traigo! —dijo en voz baja—. ¡Aquí está la respuesta! Enseñaba y movía por encima de la cabeza un papelito doblado. Sanin saltó del diván y se lo arrancó de la mano. La pasión hablaba muy alto en él; no pensaba en la discreción, ni en las conveniencias, ni siquiera ante aquel niño, hermano de ella. Hubiera querido contenerse, tener vergüenza de conducirse así delante de él; pero no podía.