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Los ojos ciegos se dilataron, brillaron y se enturbiaron de nuevo. Pudo creerse por un momento que su alma no podía dominar lo que con ávida atención escuchaba. Pero luego tembló; tocó las teclas, dominado por el poder del nuevo sentimiento que le invadía con fuerza y abandonóse completamente a las notas simples, temblorosas, armoniosas, de adulación y de amenaza.

En aquellos acordes se concentraban todas las ideas que pocos momentos antes pasaron por su espíritu, al reflexionar en su pasado silenciosamente. Oíanse la voz de la naturaleza viviente, el ruido del viento, los murmullos del bosque y del agua y aquellos sonidos tan tristes, ruidos misteriosos que mueren a lo lejos... Todos estos elementos se unían y se hacían comprender con la base del sentimiento propio y arraigado, que ensancha el corazón y al cual es imposible dar un nombre, sea el que fuere. ¿Era añoranza o tristeza? ¿Qué motivo podía tener? ¿Era alegría? ¿Por qué, pues, era tan extremadamente triste?

El cauce que de un modo marcado siguió el sentimiento musical del ciego, fue aquél que le hizo por primera vez accesible la música, y que más tarde se fijó más aún con las lecciones de su madre; era la música popular que siempre resonaba en su espíritu, inspirada en la voz de la tierra.

Y también, después, cuando tocó una pieza que había aprendido, armonizando con ella su sentimiento, ya de manifiesto en los primeros acordes, algo chocante, vivo y especial, se producía en los oyentes un sentimiento de alegría y de sorpresa a la vez. Pronto aquel precioso estilo musical dominó a todos y solamente el hijo mayor de Stavrushenko, músico de profesión, escuchaba al pianista con aires de crítico para adivinar qué pieza era aquélla y para analizar el sistema del pianista.

Los ojos de los jóvenes lucían vivamente, sus rostros estaban acalorados y en sus espíritus bullían pensamientos de una dicha y de una vida desconocidas. Hasta en los ojos del escéptico brilló el entusiasmo. Y el viejo Stavrushenko, dándole con el codo a Max, le dijo en voz baja:

—Hay que confesar que toca muy bien, ¡admirablemente bien!

Ana Mijáilovna contemplaba con aire interrogador a Evelina. La joven había dejado caer la labor sobre el regazo y miraba al artista ciego; pero en sus ojos lucía una entusiasta atención. Comprendía los sonidos a su modo; oía el ruido del agua en la presa y el murmullo de las hojas en el paseo obscuro.

No obstante, en la cara del ciego no se leía señal alguna del entusiasmo que animaba a sus oyentes. La última pieza no le proporcionó tampoco la satisfacción que buscaba. En las últimas notas expresaba una pregunta silenciosa, una duda, una queja.

Entonces resonaron en la sala grandes aplausos. El anciano Stavrushenko abrazó al joven músico.

—¡Tocas magníficamente! ¡Divinamente!

Los jóvenes le estrecharon la mano con entusiasmo. El estudiante le profetizó un gran porvenir de gloria.

—Sí, es cierto —añadió el hermano mayor—. Usted ha logrado dominar de un modo admirable el carácter de las canciones populares. Ha vivido en su atmósfera y las domina por completo. Pero dígame usted, ¿qué pieza es la que ha tocado últimamente?

Piotr nombró una pieza italiana.

—Eso me parecía —respondió el joven—. En cierto modo la he conocido, pero usted tiene un estilo propio; algunos la tocarán mejor que usted; pero como usted no la ha tocado nadie.

—¿Cómo puedes creer que habría quien la tocase mejor? —preguntó su hermano—. Yo había oído ya esta pieza. Pero hoy hemos oído una especie de traducción del italiano al lenguaje de la pequeña Rusia.

El ciego escuchaba con atención. Por primera vez era el centro de una conversación animada y conoció su propio valer.

«¡También yo podré ser algo en la vida!»

Estaba sentado en su silla, con la mano sobre el teclado, y de pronto percibió que en medio de la animada conversación otra mano caliente tocaba la suya. Evelina se le había acercado y le dijo en voz baja y con tono de alegre entusiasmo:

—Ya lo oyes. También tú tienes un objetivo. ¡Si pudieses ver la impresión que produces en la gente cuando tocas!

Al oír esto el ciego tembló de pies a cabeza y se levantó.

Nadie observó esta breve escena, a excepción de su madre, que se ruborizó como si hubiese recibido el primer beso de un amor juvenil y apasionado.

El ciego permaneció en el mismo sitio con la cara pálida. Estaba fuertemente impresionado por su inesperada y reciente dicha; tal vez sentía la proximidad de un temporal cuyas negras nubes parecía que se levantaran en el fondo de su espíritu.

V

Al día siguiente el ciego se despertó muy temprano. El silencio más profundo reinaba en su alcoba y en la casa no se oía más que el comienzo de las diarias tareas; por la ventana, que había quedado abierta aquella noche, entraba el fresco de la mañana. No pensaba el ciego en los acontecimientos del día anterior, pero se sentía animado de nuevos y desconocidos sentimientos.

Permaneció algunos minutos en la cama.

—¿Qué me ha sucedido? —pensaba acordándose de las palabras que le había dicho la joven en el molino—: ¿No habías pensado nunca en esto? ¡Eres muy extraño!

No, el ciego no había pensado nunca en aquello. La presencia de Evelina le satisfacía, le alegraba; pero hasta el día anterior no se había fijado en tal cosa, como nadie se fija en el aire que respira. Las sencillas palabras de la joven habían caído en su espíritu cual una piedra en la superficie tranquila de las aguas del estanque; un momento antes estaban lisas y reflejaban la imagen del sol y el azul del cielo; cae la piedra, la superficie cristalina se quiebra y las aguas se remueven hasta el fondo.

Con rapidez se levantó, se vistió, y por los caminos cubiertos de rocío se dirigió al viejo molino. El agua seguía entretejiendo espuma y murmurando como el día anterior, y también murmuraban las hojas de los árboles cercanos al torrente. Nunca había sentido la luz del sol tan claramente como entonces. Le pareció que juntamente con la sensación del aroma agradable y húmedo y del fresco de la mañana sentía los rayos risueños del sol penetrando en su interior y excitando sus nervios.

Pero además de esta excitación alegre, notó algo más en el fondo de su corazón; algo inexplicable. No se fijó al principio, mas a pesar de esto, el sentimiento particular surgió del fondo de su espíritu, y del mismo modo que de una nubécula blanca se forma un nubarrón obscuro y amenazador, así se formó el nuevo sentimiento y se explayó en lágrimas.

Creciendo intensamente por momentos la nueva afección, llegó a ser la obsesión dominante de su espíritu. Oyó las palabras de la joven, sintió sus cabellos de seda bajo sus dedos y sobre el pecho los latidos de su corazón... Pero aquel sentimiento extraño parecía que hubiese tocado con mano destructora a esa imagen, haciéndola desaparecer, matándola.

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