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Se contentó con sonreír de un modo triste y siguió temblando.

Después vi pasar sucesivamente ante mis ojos un ser deforme y torcido, cubierto de harapos y con los pies desnudos metidos en unas botas sin suelas; otro, que se asemejaba a un antiguo oficial; otro, que tenía traza de sacerdote, y un cuarto, a quien le faltaba la nariz; y todos ellos, suplicantes, humildes, torturados por el hambre y por el frió, se estrechaban a mi alrededor codiciando la sbitiene.

Acabaron con lo que quedaba, y uno de ellos me pidió dinero: se lo di; pero pronto me vi asediado por tal número de solicitantes, que aquello se convirtió en un caos.

El portero do la casa vecina gritó a la multitud para que despojase la acera en el frente de su casa, orden que fue obedecida al momento.

Do la muchedumbre misma salieron algunos que restablecieron el orden y me tomaron bajo su protección: quisieron abrirme paso para que saliese de entre la multitud; pero ésta, que se extendía a lo largo de la acera, rompió sus filas y se apiñó en torno mío.

Todos me miraban y me suplicaban, y la expresión de los sufrimientos, de la ansiedad y del respeto, pintada en sus semblantes, causaba pena.

Les di todo lo que llevaba sobre mí, que no era mucho; unos veinte rublos, y entré con la multitud en el asilo.

Este era inmenso y estaba dividido en cuatro secciones: las de los hombres ocupaban el piso alto y la de las mujeres el bajo.

Entré en esta última, que era un vasto salón, todo él lleno de literas dispuestas en dos líneas, la una sobre la otra.

Mujeres de extraño aspecto, con los vestidos hechos jirones, unas jóvenes y otras viejas, entraban y ocupaban los puestos que encontraban libres.

Algunas, de entre las viejas, se santiguaban y rezaban por el fundador del asilo; las demás reían y se injuriaban.

Subí al piso alto en el que los hombres estaban alojados de igual manera, y vi a uno de aquellos a quienes había dado dinero. Al verle, me sentí avergonzado y me apresuré a marcharme. Salí de aquella casa y entré después en la mía, con la conciencia de haber cometido un crimen.

Subí la escalera cubierta de tapices, y entré en la antecámara; me quité la pelliza y me senté a la mida en la que dos mozos de comedor, vestidos de negro, me sirvieron los cinco platos que constituían mi comida.

Hace treinta años vi guillotinar a un hombre en París, ante millares de espectadores.

Sabía que el reo era un temido malhechor, y no ignoraba las razones que desde hace siglos han venido aduciéndose para disculpar o explicar semejantes actos. Sabía que aquello se hacía con intención, conscientemente; pero en el momento en que el cuerpo y la cabeza quedaron separados, exhalé un grito.

Comprendí, no por discernimiento, no por sensibilidad, sino con todo mi ser que cuantos sofismas habla oído, relativos a la pena de muerte, no eran más que infames simplezas. Cualquiera que fuese el número de los espectadores y el nombre que se diesen, comprendí en aquel momento que acababan de cometer un asesinato, el crimen más grande que se puede cometer en el mundo, y que yo, por mi presencia y por mí no intervención, acababa de tomar parte en él y de aprobarlo tácitamente.

De igual modo allí, en presencia del hambre, del frío y de la humillación de aquellos seres humanos, me convencí de que la existencia de tales gentes en Moscou era también un crimen. Y en tanto nosotros nos regalábamos con filetes de ternera y con pescados exquisitos, y cubríamos nuestras habitaciones y nuestros caballos con ricos tapices y hermosos paramentos.

Digan cuanto quieran los sabios del mundo acerca de la necesidad de tal orden de cosas, aquello era un pecado que se cometía incesantemente y en el que yo incurría con mi lujo, pecado del que no solamente era yo culpable por complacencia, sino por complicidad.

A mi modo de ver, no había más que una diferencia entre aquellas dos impresiones: en el primer caso, todo lo que yo hubiera podido hacer era apostrofar a los asesinos que estaban cerca de la guillotina y habían ordenado el asesinato, diciéndoles lo mal que hacían, en la seguridad de que mi intervención no hubiera evitado la comisión del crimen: en el segundo caso, no solamente podía dar sbitiene y el dinero que llevaba en el bolsillo, sino también mi pelliza y todo cuanto tenía en mi casa.

Y sin embargo, no obró así, y entonces me creí, y me creo ahora, y me creeré siempre cómplice del crimen que se comete constantemente, y esa responsabilidad recaerá en mí en tanto disfrute de una alimentación superflua mientras otros se mueren de hambre, y en tanto que yo tenga dos vestidos y haya quien no tenga ninguno.

III

Confesé mis impresiones a un amigo, vecino de Moscou, y se echó a reír y me dijo que aquello era consecuencia natural de la vida de las grandes capitales y que sólo a mis prejuicios de provinciano debía atribuirse aquella manera de considerar las cosas. Me aseguró que aquello había ocurrido, ocurría y seguiría ocurriendo siempre, por ser consecuencia inevitable de la civilización.

En Londres aún era peor la situación... Por lo tanto, ni había allí nada malo, ni motivo para quejarse de ello.

Empecé a rebatir a mi amigo, y lo hice con tanto calor y tan nerviosamente, que acudió mi mujer para enterarse de lo que ocurría.

Parece ser que, sin darme cuenta de ello, me animaba bruscamente y exclamaba con voz conmovida: —No se puede vivir así. ¡Es imposible: no se puede vivir así!

Fui reprendido por mi inútil arrebato, por no saber discurrir con calma, y por irritarme de una manera inconveniente. Se me demostró, además, que la existencia de aquellos desgraciados no podía ser una razón para envenenar la vida de los demás, que también eran mis prójimos.

Comprendí que aquello era muy justo, y no repliqué; pero interiormente sentía que yo tenía razón también, y no lograba calmarme.

La vida de la ciudad, que hasta entonces me era extraña y me parecía rara, se me hizo desde aquel instante tan odiosa, que los goces de la vida lujosa y regalada, tenidos como tales hasta aquella fecha, se convirtieron para mí en tormentos.

Por más que buscaba en mi alma una razón cualquiera que disculpase nuestra vida, no podía ver sin irritarme mi salón y los salones de los demás, ni podía ver una mesa suntuosamente servida, ni un carruaje, ni los almacenes, ni los teatros, ni los círculos, 14

porque no podía dejar de ver, junto a todo aquello, a los habitantes del asilo Liapine, torturados por el hambre, por el frío y por la humillación.

Me era imposible desechar la idea de que aquellas dos cosas tenían perfecto enlace y de que la una era consecuencia de la otra. .

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