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Entré en la prevención. Varios agentes de policía armados, que había en el portal, me encaminaron al despacho de su jefe. Éste, armado también de sable y pistola, interrogaba a un anciano andrajoso y trémulo que permanecía en pie delante de él y en tal extremo de debilidad, que no acertaba a articular perceptiblemente respuesta a lo que se le preguntaba.

Cuando concluyó con el viejo, se volvió hacia mí. Le pregunté por la mujer de la víspera. En un principio, me escuchó con atención: luego se echó a reír al ver que yo ignoraba el motivo por que se las detenía, y sobre todo, porque me admiré de su juventud.

—Dispensad, —me dijo alegremente; —pero las hay por todas partes de doce, trece y catorce años.

A mis preguntas referentes a la mujer de la víspera, me contestó, según creo recordar, que se la había debido enviarla con otras al comité.

A mi pregunta relativa al sitio en que se las hacía pasar la noche, me contestó de una manera vaga, y en cuanto a la que concretamente le indicaba yo, no la recordaba. ¡Eran tantas las que pasaban por allí cada día!

En el número 32 de la casa de Rjanoff, encontré al sacristán leyendo junto a la muerta. La habían recogido y acostado en el lecho que antes ocupaba, y los vecinos, aunque todos ellos pobres y miserables, habían hecho una cuestación para pagar los derechos parroquiales y para comprar un ataúd y una mortaja. El sacristán leía en la obscuridad. Una mujer, cubierta con un mantón, hallábase de pie con una vela en la mano: de pie también y con otra vela parecida, permanecía un hombre (un caballero deberíamos decir), 84

que vestía buen pardesú, camisa almidonada y botas relucientes. Era el hermano de la muerta, al que se le había dado aviso.

Pasé por delante del cadáver, y dirigiéndome al cuarto de la patrona, pedí a ésta detalles de todo lo ocurrido.

La patrona se asustó de mis preguntas: era evidente que tenía miedo, no fuera que intentaran acusarla de algo; pero se fue confiando poco a poco, empezó a hablar y acabó por contármelo todo. Al salir me fijé en la muerta.

Todos los muertos son hermosos; pero aquélla lo era muy particularmente, y estaba conmovedora en el ataúd: tenía el rostro limpio y pálido; los ojos cerrados y algo abultados; las mejillas hundidas; los cabellos rubios y claros en el nacimiento de la frente, y por último, una expresión de languidez dulce, pero no triste, como la del que demuestra admiración por algo.

Y, en efecto, si los vivos no ven, loa muertos se admiran.

IV

El mismo día en que yo tomaba notas de todo esto, se daba en Moscou un gran baile.

A las nueve de aquella noche salí de mi casa. El sitio en que vivo está rodeado de fábricas. Salí después de oír los silbidos que, pasados seis días de una labor incesante, indicaban al personal que disponía de un día libre.

Cruzábame con los obreros o les pasaba delante, al dirigirse ellos a las tabernas o a los traktirs: muchos iban ya beodos, y algunas mujeres los acompañaban.

Habito, como llevo dicho, en un barrio de fábricas. Todas las mañanas A las cinco, oigo un silbido, luego otro, y después un tercero y un décimo allá a lo lejos: aquellos silbidos denuncian que empieza el trabajo para los niños, para las mujeres y para loa viejos. A las ocho, segunda tanda de silbidos: ésta significa media hora de descanso. A las doce, tercera tanda; una hora para la comida, y a las ocho, la cuarta para indicar la salida de los talleres.

Por una casualidad, además de la fábrica de cerveza contigua a mi casa, las otras tres fábricas más próximas no producen sino objetos de uso femenil.

En una, en la más cercana, no se hacen más que medias: otra es de sedería, y la tercera de perfumes y de pomadas.

Pueden escucharse los silbidos de las máquinas, sin darles otro carácter que la indicación de horas. —Ya se oye el silbido: es hora de salir a pasear.

Pero también pueden considerarse en lo que realmente determinan. El de las cinco significa que seres humanos, con frecuencia acostados uno al lado del otro, hombres y mujeres revueltos en un sótano húmedo, se levantan en 85

la obscuridad y se apresuran a entrar en un local lleno de máquinas que empiezan a moverse con ruido, para dedicarse a un trabajo del que no perciben el fin ni la utilidad que pueda tener para ellos, y para trabajar así una, dos tres horas y hasta doce o más al día. Se acuestan, se vuelven a levantar, y al trabajo otra vez, a aquella faena para ellos estúpida, que no hacen sino por necesidad.

Y así transcurren las semanas, una tras otra con la interrupción de los días festivos. Y yo veo a esos obreros, a quienes se les ha dejado libres un día de fiesta, que salen a la calle, llena por todas partes de tabernas y de mujeres públicas, y que, ebrios, tirando el uno del otro, cogidos por los brazos, arrastran consigo a las mujeres, semejantes a la que yo vi llevar a la prevención, toman copas yendo de taberna en taberna, se injurian, discurren por las calles, y hablan sin saber lo que dicen. Había visto muchas veces oleadas de obreros de fábrica y me apartaba de ellos, pudiendo contener apenas mis censuras por su proceder; pero desde que oigo todos los días los silbidos y comprendo su verdadera significación, de lo único que me admiro es de que no se prostituyan más.

Observé, al seguir mi camino, a aquellos obreros. Se esparcieron por las calles hasta cerca de las once, hora en que empezó a disminuir el movimiento hasta que no se vieron más que algunos borrachos aquí y allá, y grupos de hombres y de mujeres que eran llevados a la prevención.

V

Es posible que se diviertan alegremente en los bailes; pero no me lo explico. Cuando vemos en la sociedad y entre nosotros a un hombre que no ha comido y que tiene frío, nos avergonzamos de estar alegres y no podemos seguir estándolo hasta que aquél ha satisfecho la necesidad que sentía de alimento y de calor: esto sin contar con que no concibe uno que pueda haber personas que sean capaces de divertirse con un placer que hace sufrir a otros. Nos hace daño la alegría de los pilletes, de los muchachos de índole perversa, que se complacen en amarrar una lata al rabo de un perro, y nos hace más daño aun que eso haga reír.

¡Qué ceguedad es la nuestra, que no vemos en nuestros placeres la lata que amarramos en la cola de todas esas gentes, que sufren para que nosotros gocemos!

Esas mujeres que van a un baile con un traje de ciento cincuenta rublos, no han nacido en un salón de baile ni en casa de ninguna modista célebre: todas ellas han habitado en algún pueblo y han visto mujiks. Cualquiera de ellas ha tenido una doncella cuyo padre y cuyos hermanos son pobres que, para ganar ciento cincuenta rublos destinados a la isba, emplean toda su existencia, toda una vida de trabajo asiduo: ella lo sabe, y sabiéndolo, 86

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